Hace unos meses conocí de la política contra la compra de sexo en Suecia: no se persigue la prostitución sino a sus clientes; la sexoservidora es considerada una mujer enferma, orillada por la necesidad y los abusos a la más antigua profesión del mundo. El verdadero pecado es visto en la instrumentalización que del cuerpo ajeno han hecho los hombres. Así, a la prostituta se le deja ser (ofreciéndole alternativas), pero se acorrala y aprehende a quien requiere sus caricias. El mito de la puta feliz es sólo eso y no hay razón para mantenerlo en las calles de aquél distante reino nórdico, casi hiperbóreo.
En México, la lucha contra la trata no había tenido nunca la relevancia de hoy en día —gracias en mucho a la tarea periodística y al trabajo directo de la sociedad civil organizada. Por eso, nada me extrañó enterarme de la polémica despertada por la adaptación al cine de la novela de Gabriel García Márquez Memoria de mis putas tristes:
El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen. Me acordé de Rosa Cabarcas, la dueña de una casa clandestina que solía avisar a sus buenos clientes cuando tenía una novedad disponible. Nunca sucumbí a ésa ni a ninguna de sus muchas tentaciones obscenas, pero ella no creía en la pureza de mis principios. También la moral es un asunto de tiempo, decía, con una sonrisa maligna, ya lo verás…
Para alguien que como yo, prefería pensar la prostitución desde lo narrado en la literatura, frente a la condenada por la molesta hipocresía eclesiástica, era en las palabras de García Márquez, Gonzalo Rojas, o Sabines, o bien en las imágenes de Eliseo Subiela donde había de buscarse el verbo del Dios verdadero: canonicemos a las putas trémulas, limpias de culpa en ávidos rosarios:
Das el placer, oh puta redentora del mundo, y nada pides a cambio sino unas monedas miserables. No exiges ser amada, respetada, atendida, ni imitas a las esposas con los lloriqueos, las reconvenciones y los celos. No obligas a nadie a la despedida ni a la reconciliación … (Sabines).
Pero después de revisar las razones suecas, creo que esta imagen campirana de la explotación de los unos sobre los otros no redime sino en palabras al cuerpo utilizado y desechado.
Perdí mi juventud en los burdeles
pero no te he perdido ni un instante,
mi bestia, máquina del placer, mi pobre novia
reventada en el baile (Gonzalo Rojas).
Es en esta falta de justicia para con el cuerpo ajeno, donde encuentro el meollo inmoral: la ansiedad por controlar a otros para perpetuación de nuestro ser es una acción entendiblemente humana. Se trata de una de las manifestaciones de la dialéctica del amo y del esclavo: carenciados de identidad y prometidos a la muerte, buscamos el reconocimiento de otros para existir (muchos se vuelven políticos o curas), pero en la lucha por miradas y deseos, al otro se le somete y subyuga. El callejón sin salida es que una vez esclavizado, ya no puede otorgarnos el reconocimiento que buscamos y así el dispositivo se repite por los siglos de los siglos, expandiendo y ensanchando el territorio de conquista. La dialéctica es comandada entonces por la muerte puta que, vestida de almirante, nos incita a pelear, a derrocar, a robar y a menospreciar derramando nuestros límites en las fronteras de las voluntades más allá, manejándolas para al final avasallarlas.
Yo veo, solo, a veces,
ataúdes a vela
zarpar con difuntos pálidos, con mujeres de trenzas muertas,
con panaderos blancos como ángeles,
con niñas pensativas casadas con notarios,
ataúdes subiendo el río vertical de los muertos,
el río morado,
hacia arriba, con las velas hinchadas por el sonido de la muerte,
hinchadas por el sonido silencioso de la muerte (Neruda).
Por eso, quienes explotan o tratan cuerpos, parten de un problema con el propio. Necesitan del otro para salvar un déficit. Así, se puede ver al mundo como una vasta y simbólica violación colectiva de la cual la cultura trata con todas sus fuerzas de escapar. El malestar vislumbrado por Freud no es sino el producto de la común fracción civilizada sometiendo a nuestra bestia. Quizá el intento sueco sea el más avanzado de los que hasta ahora presenciamos, pero no deja de plantear riesgos y un costo imponderable para quienes no están preparados para dejar de instrumentalizar deseos ajenos.
No tengo que decirlo, porque se me distingue a leguas: soy feo, tímido y anacrónico. Pero a fuerza de no querer serlo he venido a simular todo lo contrario. Hasta el sol de hoy, en que resuelvo contarme como soy por mi propia y libre voluntad, aunque sólo sea para alivio de mi conciencia. He empezado con la llamada insólita a Rosa Cabarcas, porque visto desde hoy, aquél fue el principio de una nueva vida a una edad en que la mayoría de los mortales está muertos (García Márquez).
Ante todo, los derechos humanos de las mujeres, niñas y niños que por millones someten cada año su voluntad a la de los tratantes; y el problema de la internacionalización del crimen plantea retos imposibles de enfrentar con métodos antiguos. Pero sin la historia que ha llevado a los hombres a instrumentalizar cuerpos ajenos para representación de su “virilidad”, y sin las condiciones sociales que impelen a mujeres, niñas y niños a las redes del crimen organizado, el problema no existiría.
Si la prostitución es la profesión más antigua del mundo, lo es porque siempre han existido hombres y mujeres incapaces de vincularse en relaciones estables (lo que implica una profunda aceptación de nuestro ser mortal). ¿Qué sociedad está preparada para el psicoanálisis de masas de sus necesidades afectivas? Y de allí a censurar al arte, que todo debe y puede decirlo, hay un trecho enorme. Sin la válvula de escape del comercio carnal, prescindible sólo (idealmente) entre los hiperbóreos países nórdicos ¿qué bomba de tiempo, que malestar de la cultura exponencial podría gestarse en nuestras sociedades?