Pensar en voz baja, pensar en silencio. Que ya me cansé, que tengo hambre, que te extraño. Pensamos palabras sin articularlas, es la prueba más evidente de que una lengua no depende de los sonidos, no necesita sonar para ser. La palabras son más que un hecho acústico. Pensar es un ejercicio íntimo que te obliga a elegir entre las lenguas que hablas aquella a la que determinado pensamiento se encuentra indisolublemente ligado. La nostalgia, la furia o la alegría que me provoca la comida toman forma siempre en ayuujk. Otros pensamientos son más bien complicados nudos en los que se entretejen largos monólogos en una lengua salpicadas con palabras o frases de la otra. Una lleva la voz cantante pero la otra, en un inesperado cambio de tema cobra fuerza. Sin embargo, los recuerdos, los sueños, los debates internos y los sentimientos transcurren siempre en ayuujk. Uno nunca decide sobre la lengua que usa para sus pensamientos. Una maestra suiza con un perfecto español que lleva viviendo casi veinte años en México cuenta siempre en alemán y casi no había pensando en eso hasta que alguien más se lo hizo notar al escucharla murmurar los números que nunca tomaban cuerpo en español.
Mi madre siempre me regaña en mixe y es incapaz de llevar en español ese ritual ineludible que consiste en contar el sueño de la noche anterior. Casi no puedo pensar en una relación lingüística más estrecha que el que se establece entre una madre y su hijo. Una amiga mía se fue a vivir a otro país, aprendió la lengua del lugar, pero cuando tuvo a su hijo, sin dudarlo y sin pensarlo siquiera, cada vez que se dirigía a él lo hacía en su lengua materna: el español. En contraste, otra amiga mía que tenía al ayuujk como primera lengua, después de varios años de vivir en la Ciudad de México en donde aprendió español, regresó a mi pueblo y tuvo un hijo al que invariablemente se dirigía en español. No es que fuera un hecho dado, no era una reacción automática, no se trataba de casi un reflejo. Después de pensarlo mucho decidió hacerlo así para evitar que el niño sufriera burlas, tuviera problemas en la escuela o le prohibieran hablar su lengua materna como hicieron con ella en el trabajo. Eso me lo contó a mí en ayuujk y era esta lengua la que utilizaba en sus monólogos internos, en nuestras sesiones para ponernos al corriente de la vida de la otra, al enojarse y al decidir que no le hablaría en ayuujk a su hijo. Es difícil —me decía— pero es mejor así aunque me cueste.
Renunciar a utilizar la lengua en la que sueñas y te enojas, en la que piensas y divagas para establecer un contacto lingüístico tan personal como la que se tiene con un hijo me parece de una violencia increíble por lo cotidiana. Me hace preguntarme tantas cosas sobre el origen de esta tortura auto-inflingida. La discriminación lingüística no es un fenómeno abstracto, el discurso despectivo y la valoración negativa de una lengua pueden llegar a interiorizarse tanto que se refleja en acciones concretas que minan la calidad de vida a tal punto de obligarte o ser obligado a articular solo las palabras de la lengua de prestigio. Como si solo ellas tuvieran el derecho a tomar cuerpo sonoro además de existir para el pensamiento. La discriminación lingüística se concreta casi siempre en hechos cotidianos como negarse a uno mismo a utilizar la lengua en la que te sientes más libre y cómodo para comunicarte con los demás. Por eso creo que ese proceso largo que es la pérdida de una lengua por discriminación nunca es consecuencia de una decisión espontánea de sus hablantes y casi nunca está exenta de violencia, espectacular como los azotes en la escuela o cotidiana como la auto-negación.
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