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Encuestas, opinión pública y democracia electoral
Este País | Eduardo Bohórquez | 01.08.2012 | 0 Comentarios

Cada vez que los ánimos se calientan alrededor de las encuestas electorales, me gusta evocar la expresión de Miguel Basáñez sobre la inexistencia de estudios de opinión pública en los sistemas autoritarios: “¿Cuántas encuestas de opinión independientes se levantaron en la Unión Soviética o en Cuba? La respuesta es obvia: ninguna”. La vocación por entender el sentir ciudadano y expresarlo con libertad es consustancial a las democracias, se trate de simples democracias procedimentales o de democracias sustantivas. En los sistemas autoritarios, la opinión de la gente solo se ausculta para reemplazarla. Para conseguir que la opinión pública cambie están la propaganda y la imagen, la cultura oficial o la doctrina del líder. En los regímenes autoritarios no hay demoscopia sino espionaje.

En México las encuestas aparecieron en la Segunda Guerra Mundial. Un intrépido investigador del centro europeo radicado en México preguntó a una muestra representativa de ciudadanos si debíamos ir a la guerra. No se trataba de una encuesta electoral. En ese momento histórico era preciso entender si una nación debía utilizar sus magros recursos bélicos y embarcarse con otras potencias. México era gobernado por militares revolucionarios y aún en ese contexto, si aspiraba a un mínimo de vitalidad democrática, debía preguntar a los ciudadanos si la guerra era un camino viable para el país.

La figura de las encuestas prosperó tan poco como la de la democracia participativa. Nuestros líderes militares “sabían” lo que México necesitaba y nos llevaron a la guerra en sus términos. La aventura democrática de las encuestas no tuvo cabida en el México posrevolucionario. Tampoco la tuvieron el plebiscito o el respeto al voto. Había hazañas urgentes que los regímenes revolucionarios debían encabezar. Y preguntarle a la gente lo que pensaba, creía u opinaba, claramente no fue una de ellas.

Hasta 1988 no hubo una encuesta electoral independiente en el país. La estadística y las encuestas vivieron discretamente su exilio a la sombra de las políticas públicas. Todavía hoy muchos especialistas en medición son legendarios demógrafos, actuarios o estadígrafos. Durante todo el régimen del partido hegemónico, la política estuvo alejada de las encuestas, que se reservaron para temas de salud pública o dinámicas poblacionales. Para auscultar a la población estaba El Partido, que combinaba la consulta directa con la inevitable condición visionaria del líder. El líder consultaba para confirmar lo que ya sabía. Para él y solo para él, se trataba de la democracia representativa perfecta.

Hoy estamos en la sociedad de la información. Hoy no solo tenemos encuestas electorales. Abundan los datos, la información y, en alguna medida, el conocimiento. Con tan solo utilizar estadística pública, que ahora es accesible gracias a las leyes de acceso a la información, un alumno de economía de sexto semestre puede producir un índice sólido sobre la política pública que se le antoje. Están Twitter y Facebook. Cualquier portal tiene una aplicación para encuestas. La mayoría de las organizaciones hacen encuestas entre stakeholders —“partes interesadas”— vía Survey-Monkey. Hacer encuestas ya no es un problema. Publicarlas tampoco. Y en tiempos electorales abundan. Hay tantas encuestas en el mundo que desde hace más de una década algunos países tienen que pagar a los encuestados para ser encuestados. Los call centers abundan tanto para vender como para encuestar. Si usted tiene un teléfono fijo, es elegible para una encuesta; si usted vive en el territorio nacional, también. Si la encuesta es estrictamente probabilística, usted y yo tenemos exactamente la misma probabilidad de ser seleccionados para un estudio basado en encuestas. Hay tantas encuestas como temáticas, negocios u organizaciones.

¿Hay demasiadas encuestas? Por supuesto. Con las tecnologías de la información se ha reducido el costo de preguntarle a las personas. Las respuestas de las personas ayudan a perfilar cambios en el servicio de su restaurante favorito, los colores de la aerolínea o el discurso político de un candidato. Y aunque la frecuencia con la que somos encuestados nos ha llevado a rechazar cada vez más la aplicación de encuestas de satisfacción, calidad o electorales, las encuestas siguen siendo un instrumento poderoso para que los consumidores tengan voz y los ciudadanos expresen sus preferencias e inquietudes.

¿Hay excesos en las encuestas? Los ha habido siempre. Como puede haberlo en el periodismo o en la investigación clínica. Nada castiga más la ciencia que el fraude. Y aunque Alan Sokal ha probado que en la estructura epistémica de la ciencia hay lugar para los impostores, incluso los geniales, la ciencia no está basada en imposturas. Lo mismo ocurre con las encuestas. Hay buenas y hay malas. Están las que se usan para adornar una decisión y las que buscan ayudar a conformar una decisión. Hay quienes encomiendan una encuesta por simple moda, porque suena moderno o democrático. Y también estamos quienes creemos en las encuestas, como creemos en la opinión pública o en la política; creemos en su importancia, aunque haya encuestas desaseadas, opiniones inconcebibles o miríadas de políticos que han dejado de lado el interés público.

Aquellos que creemos en encuestas, opinión pública y democracia, sabemos que tenemos responsabilidades compartidas. “Trust, but verify” —“Confía, pero verifica”— fue la frase que ayudó a terminar con la guerra fría. Hay que creer y confiar en las encuestas, pero también, como con los políticos, hay que verificar si son íntegras, si sus hechos acompañan sus palabras. Vitrinas metodológicas, márgenes de error, intervalos de confianza, tipo de entrevista, marco muestral, tipo de pregunta, momento en el que se pregunta. Hay mucho que resulta útil entender de una encuesta para poder hacer uso responsable e inteligente de ellas. Como con la degustación de un buen vino, hay mucho que aprender antes de convertirse en un buen consumidor de encuestas.

La existencia de un consumidor responsable e informado no invalida la necesidad de promover controles éticos y límites técnicos a las encuestas. Como toda parcela de conocimiento científico, o que busca serlo, la investigación basada en encuestas tiene paradigmas vigentes y límites irremontables. Las encuestas, en particular las encuestas electorales, no son la excepción. En las elecciones de 2006 y 2012 hemos empezado a alcanzar muchos de esos límites. En la parte técnica hay debates pendientes. Ricardo de la Peña lo dice con apertura: hay que revisar qué pasó con las encuestas en 2012; qué se midió mal; qué se ha interpretado erróneamente. Está el tema de una probable “espiral de silencio”, el fenómeno que empezó a estudiarse tras la elección nicaragüense hace más de 20 años. También se habla de diferencias entre la intención declarada de ir a votar y el número de votantes reales. Hay que estudiar más qué pasó en 2012 y contribuir a esclarecer los distintos resultados.

En la parte ética también hay mucho por hacer. Al hablar de encuestas, hablamos también de una industria creciente que requiere de buena autorregulación y de clientes y lectores más exigentes con sus productos. La Asociación Mexicana de Agencias de Investigación (AMAI), que agrupa a muchas de las encuestadoras del país, ha desarrollado mucho este tema. Pero también existe la necesidad de comunicar mejor sobre vitrinas metodológicas, de ampliar el conocimiento social sobre las encuestas. Quienes desconfíen de ellas por sistema, muy probablemente seguirán haciéndolo. Pero hay una masa crítica de ciudadanos y especialistas que anhelan entender mejor las encuestas electorales, sus vericuetos metodológicos y el impacto que pueden tener en los procesos electorales.

En las democracias —las incipientes y las avanzadas—, las encuestas electorales seguirán siendo un instrumento central para entender el momento político que se vive. Conocer la opinión pública de una sociedad democrática es parte de la construcción de una clase política responsable y atenta al sentir de la ciudadanía. Las encuestas electorales deben mantenerse por su valor social y político. La industria asociada a su elaboración y levantamiento puede hacer lo que otros sectores económicos hacen: invertir en mejorar la información sobre sus productos, ayudar al consumidor a entender mejor las virtudes y límites de sus marcas, contribuir a un clima de confianza mediante autorregulación efectiva y estándares mínimos de calidad. Como instrumento de la democracia, las encuestas electorales son indispensables; como industria, deben asumir el reto de contar con clientes más responsables y consumidores bien informados. EstePaís

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EDUARDO BOHÓRQUEZ es director ejecutivo de la Fundación Este País desde 2001. Twitter: @ebohorquez.

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