Cada cuatro años, Jamaica se coloca por encima de sus duras circunstancias nacionales y deslumbra al mundo con el oro de sus corredores. ¿Puede el país caribeño depositar en Portia Simpson-Miller, nueva primera ministra, las mismas esperanzas que coloca en sus atletas? Hay razones para albergar un moderado optimismo.
londres, 8 de agosto de 2012. Usain Bolt arranca el último relevo en una pista que conoce muy bien, ante un público que se le entrega con vehemencia. El hombre inicia su despegue con zancadas gigantes, calcula la distancia de su compañero de carrera, alarga el brazo hacia atrás por el costado para tomar la estafeta, y Yohan Blake se la entrega cuando lleva un largo tramo ganado a los rivales. El equipo de Jamaica toma la delantera indiscutible.
Usain Bolt no corre: vuela. Su estatura de casi dos metros le confiere unas piernas largas como pértigas, que utiliza devorando dos metros y medio en cada paso. Necesita solo 41 zancadas para recorrer los 100 metros. Una velocidad cercana a los 40 kilómetros por hora.
Bolt corre como alma que huye del infierno, moviendo los brazos trata de alcanzar la gloria y deja muy atrás a sus rivales. El estadio de Stratford se funde en un solo grito. El jamaiquino lleva una estela de fuego, adelanta el pecho al llegar a la meta y el récord mundial de los 400 metros planos vuela en pedazos. El equipo de Jamaica realizó la proeza en 37.04 segundos. Un relámpago cruzó la pista.
Al término de la carrera, se inicia otro tipo de espectáculo: Usain Bolt levanta los brazos hacia el público, se pega en el pecho y aúlla como gorila, sonríe con su enorme dentadura, se cuelga en los hombros la bandera de Jamaica, se deja consentir por los fotógrafos, reparte abrazos entre sus seguidores, besa a todas las mujeres, baila con Blake unos pasos fulgurantes de reggae, mueve la cadera y finge un striptease. La felicidad no cabe en su pecho.
Bolt se convierte en la sensación de los Juegos Olímpicos de Londres. El primero en conseguir las medallas de oro y los récords mundiales de los 100 metros planos, los 200 metros planos y los 400 de relevos. Pero nada de eso le basta. Cuando una reportera le pregunta cuáles son sus planes futuros, responde seriamente: “Ahora voy a jugar en el Manchester United”. Como si el salto de la pista de carreras a la cancha de futbol fuera un juego de niños.
Y sí, hay que ver para creer. El hombre más rápido del mundo sabe tirar al ángulo del arco, tiene dominio del balón, hace fintas con cadencia, cabecea con estilo, burla a sus rivales levantando la bola con el empeine y, evidentemente, corre como diablo. Aunque no ha jugado hasta la fecha en ningún equipo profesional, Usain Bolt tiene camino andado en el universo del futbol. Ha pisado el césped del Santiago Bernabéu para dar inicio a un partido, ha participado en promocionales con Samuel Eto’o, juega cascaritas dominicales con sus compañeros de infancia, es amigo de Cristiano Ronaldo.
Dueño de una personalidad magnética, Bolt tiene una libertad envidiable. Puede hacer lo que quiera. Más que un fenómeno deportivo, es un monumento cultural. En Jamaica lo comparan con Bob Marley, el hombre que puso a girar al mundo con su ritmo inigualable.
kingston, 5 de enero de 2012. Después de un debate televisivo maratónico de 11 horas de duración, donde el centro de la controversia era el derecho de los homosexuales y lesbianas a participar en la política y formar parte del Gobierno, Portia Simpson-Miller ganó con un final de fotografía las elecciones para convertirse en primera ministra y formar un nuevo Gobierno. Tomó posesión con un discurso firme, sobrio, vibrante y contundente. “Me comprometo a devolverle la esperanza a la gente y sacar al país adelante”, dijo, y el mundo tomó en serio sus palabras.
La nueva cabeza del Estado en Jamaica —la hermana Portia, le llaman— es una mujer de 66 años con apariencia de abuelita y modales victorianos. Pero detrás de esa figura se encuentra una mujer tallada a sí misma por los destellos de su disciplina, fuerza y perseverancia. Es una mujer de Estado, una creyente en los frutos de las políticas del Gobierno y una servidora pública ejemplar. También es una liberal que cree en la tolerancia, el respeto a los derechos humanos y el poder revolucionario de la educación. Miembro activo del Partido Nacional del Pueblo desde su juventud, a los 30 años fue electa diputada del Parlamento y desde ese año su carrera en la administración pública no ha tenido tregua. Ha sido secretaria del Trabajo y del Deporte por más de una década, y en 2006 se convirtió en la primera mujer en alcanzar el cargo de primer ministro de su país.
En 2012, al ser electa por segunda ocasión a la más elevada magistratura, la revista Time la incluyó en su lista de las 100 personas más influyentes del mundo, y su nombre empezó a reverberar más allá de las fronteras de Jamaica.
Portia Simpson-Miller se ha impuesto un enorme desafío: no solamente limpiar el nombre de Jamaica del terregal levantado por el narcotráfico en la isla, sino también transformar al país en una república para lograr la plena independencia de la influencia británica —en la actualidad Jamaica forma parte del Commonwealth— y salir de la pobreza ancestral que hace imposible su desarrollo. Una misión que, a los ojos de los analistas internacionales, parece imposible.
Por su ubicación geográfica en el mar Caribe, Jamaica sufrió sin atenuantes la barbarie del colonialismo. Cuando ingresó a los anales históricos de la civilización occidental, la isla pasó a ser propiedad de la familia de Cristóbal Colón. De ahí en adelante, fue el botín de los piratas más famosos del llamado Siglo de las Luces y, cuando los ingleses establecieron finalmente su imperio, el país se convirtió en un surtidor de azúcar producida por negros africanos. Junto a la explosión azucarera, que endulzaba los paladares de los europeos y las arcas de los dueños de los ingenios, el tráfico de esclavos vivió una auténtica edad de oro.
A más de siglo y medio de que los países latinoamericanos lograran su independencia de España, en 1962 Jamaica alcanzó su independencia de Inglaterra. La nueva nación vivió un furor libertario que alcanzó su crepúsculo con el Gobierno socialista de Michael Manley, y después de un auge económico fincado en los minerales y el turismo, el país cayó en un marasmo que fue aprovechado por los filibusteros modernos. En las últimas décadas, la peste del narcotráfico se apoderó de las ciudades y las bandas rivales se disputaron los corredores internacionales y el mercado interno de los barrios pobres de Kingston. La violencia se disparó arriba de los mil 500 homicidios anuales hace cinco años y, a pesar de los esfuerzos para erradicarla, la capital se ubicó en el lugar 33 dentro de las ciudades más violentas del orbe. En esa atmósfera un canalla mayor llamado Christopher Coke se convirtió en una leyenda con aureola de héroe, hasta que fue arrestado y expatriado a Estados Unidos.
Jamaica es un país de niños. Cuatro de cada diez habitantes son infantes. Y la mayoría de ellos ha vivido en el umbral de la miseria, con altas tasas de analfabetismo y desnutrición, insalubridad crónica y exposición inclemente al vih-sida. En promedio, los niños tienen su iniciación sexual entre los 10 y los 12 años de edad, sin protección alguna. Como en muchos países africanos.
Decenas de miles de niños viven en las calles. Pero ese panorama, lejos de desalentar a la primera ministra, le infunde coraje y causa. Cuando fue nombrada una de las personalidades más poderosas del mundo, declaró: “Mi mayor influencia son los niños de Jamaica. En ellos está la esperanza del futuro”.
londres, 4 de agosto de 2012. Shelly-Ann Fraser-Pryce es la más bajita del grupo de corredoras. Con sus 1.52 metros, parece demasiado pequeña para cualquier deporte. Al contrario de su compatriota Usain Bolt, Fraser tiene que imprimirle a sus cortas piernas una rapidez extraordinaria para alcanzar la velocidad de sus rivales, que la superan en estatura.
Antes de colocarse en sus marcas, la pequeña jamaiquina luce tranquila. Sonríe cuando los altavoces mencionan su nombre. A sus 25 años, es la defensora de la medalla de oro que conquistó en los Juegos Olímpicos de Pekín.
Cuando los jueces dan el disparo de salida, Shelly-Ann gana con el arranque de sus pantorrillas la primera fila de la carrera. La competencia es sumamente pareja. Las jamaiquinas y estadounidenses avanzan como una ráfaga horizontal en línea de combate. A los siete segundos de la carrera, ya se sabe que la medalla de oro irá al cuello de una de las dos corredoras jamaiquinas o de la estadounidense Carmelita Jeter. La velocidad de las piernas de las corredoras parece un movimiento sincronizado por un cronómetro. En los últimos 10 metros Shelly-Ann Fraser-Pryce corre con el tronco del cuerpo hacia delante, en un esfuerzo descomunal. Cruza la meta sin saber que ha vencido. La espera del veredicto le derrite los nervios. Resultado: Fraser-Pryce gana la medalla de oro por tres centésimas de segundo. La pequeña corredora cae al suelo, se vuelve un ovillo fetal, reza, llora, se tapa la cabeza con las manos y se lleva su triunfo a los abismos profundos del alma.
Muy lejos de Londres, en el olvidado barrio de Waterhouse en la capital de Jamaica, la familia de Shelly-Ann Fraser-Pryce observa la carrera en un minúsculo televisor. El pequeño cuarto está a reventar. Ahí se encuentran los padres, los hermanos, los primos, la abuela y un racimo de fotógrafos ávidos de captar la imagen exclusiva. La carrera se inicia y la concurrencia se levanta de sus asientos, se estorban la visión unos a otros, gritan y levantan los brazos. No se ha dado el resultado y ya hay sonidos de trompetas, aullidos de júbilo, escándalo.
Cuando se anuncia el triunfo de la corredora, el barrio entero estalla en un carnaval improvisado. Los vecinos sacan trompetas de hojalata, convierten las tapas de los basureros en platillos, gritan, golpean tambores y timbales. Un vehículo destartalado arrastra a un hombre vestido de calavera en patines. Los niños ríen, los ancianos abren los ojos entusiasmados, todo mundo goza. En un paréntesis de la historia se olvidan las grietas de las casas, la falta de agua, la insalubridad, la violencia del narcotráfico, la explotación infantil, la crueldad de la policía, el desempleo, el calor que no cesa.
En Waterhouse, Shelly-Ann es un ídolo. Aunque ya no vive con su familia —ganó una beca para vivir en un dormitorio de la Universidad de Tecnología de Jamaica—, todos saben que ahí, en los callejones oscuros del barrio, aprendió a correr con todas sus fuerzas. Le enseñó su madre, otra mujer pequeña llamada Maxim. La abuela sonríe con el recuerdo. Maxim siempre escapaba a toda velocidad de la policía, cuando las autoridades trataban de confiscarle las mercancías que vendía sin permiso en la calle. Su condición física era envidiable.
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MARIO GUILLERMO HUACUJA ha sido profesor universitario, comentarista de radio, guionista de televisión y funcionario público.