El próximo dirigente chino sufrió directamente los horrores de la Revolución Cultural, pero su ascenso al poder ha sido respetuoso del Partido. ¿Hay en Xi Jinping un reformador potencial o una figura sometida definitivamente a los designios del aparato político?
En 1966, cuando Mao Tse-tung sintió que su liderazgo peligraba ante la voracidad de poder de sus compañeros de lucha, tuvo la fulgurante idea de lanzar una ofensiva ideológica capaz de devolverle el timón de mando, blindar sus principios revolucionarios contra las veleidades culturales del exterior y de paso sacudirle a todos los dirigentes del partido que le hicieran sombra.
Así nació la mundialmente célebre Revolución Cultural china, un movimiento que inició como un regreso masivo a los trabajos purificadores del campo y que terminó como una carnicería organizada contra todos los enemigos —supuestos o reales— del máximo líder de la Revolución china.
En sus orígenes, la Revolución Cultural era un movimiento que reivindicaba el aprendizaje mediante la práctica contra los excesos y desviaciones de la doctrina. La educación teórica, se decía, producía un conocimiento meramente conceptual, desligado de la realidad, insuficiente para satisfacer los intereses y las aspiraciones históricas del proletariado urbano y los campesinos. Había que regresar a lo básico, a las actividades manuales, al contacto con la tierra, a los trabajos colectivos. Era preciso salir de los encierros pedagógicos de los cubículos, las universidades, las escuelas y todas las instituciones de enseñanza. Había que salir, además, de las ciudades, esos cascarones artificiales que ocultaban la realidad de una nación básicamente campesina.
En sus inicios, tangencialmente, la Revolución Cultural despertó los sueños y las simpatías de un cúmulo de filósofos y pensadores occidentales, porque vieron en ella una herramienta contra los valores decadentes de Europa y su propagación a través de los sistemas educativos. Otros la vislumbraron como una tabla de salvación contra las marejadas de la uniformidad impuesta por el capitalismo salvaje, la automatización de los gustos y la sociedad de consumo. En ese pequeño vehículo viajaron, mientras duró el oleaje, filósofos como Jean-Paul Sartre y profetas del acabose como Herbert Marcuse. Iván Illich, predicando el ideal de una sociedad sin escuelas, aplaudió el movimiento de Mao desde su búnker en Cuernavaca.
Sin embargo, los entretelones de la Revolución Cultural prefiguraban un escenario diferente. Mientras las ediciones con los aforismos de Mao se multiplicaban en tirajes millonarios, el Partido Comunista se dio a la tarea de organizar a los contingentes entrenados para llevar a los maestros a las comunidades agrícolas y obligarlos a recitar la nueva ideología a sangre y fuego, con consecuencias devastadoras. Como el pensamiento de Mao era el único permitido, se tuvieron que tomar medidas extremas para evitar cualquier contagio dañino. Así empezaron las quemas de libros y cuadros, las persecuciones de los infieles, las confesiones forzosas, las prohibiciones tajantes. Las obras de Shakespeare, Dante, Cervantes, Miguel Ángel, Leonardo, El Greco, Beethoven, Mozart y Vivaldi se convirtieron en anatema.
En 1969, como millones de adolescentes en ese entonces, Xi Jinping llegó a una de las comunas campesinas para alejarse de las desviaciones burguesas y purificarse con los trabajos agrícolas y el contacto con el pueblo. Sin embargo, no era un joven común y corriente. Su padre había sido un revolucionario de primer orden, uno de los primeros compañeros de Mao en su aventura contra el Kuomintang, un líder de naturaleza probada en la Larga Marcha. Se llamaba Xi Zhongxun, y su nombre tenía las resonancias que acompañaban a los héroes de guerra. Pero con el tiempo su suerte había cambiado. Cuando se disparó el aquelarre de la Revolución Cultural, Zhongxun tuvo la mala idea de criticar los abusos de las guardias rojas, y su atrevimiento fue castigado con una humillación pública. Y en esos oficios el sistema era implacable. A los disidentes los exhibían en el centro de un estadio ante una multitud enardecida, y si no se arrepentían públicamente desaparecían como animales al matadero. El escarmiento se consideraba una exhibición pedagógica.
En el caso de Zhongxun, el aprendizaje resultó tan eficaz que un medio hermano de Xi se suicidó después del espectáculo.
Xi sobrevivió el trance, y estuvo siete años en la comuna de Liangjiahe empapándose de la realidad del pueblo. En esa comunidad, perdida en el centro del país, no se distinguió por su inteligencia, ni por su altivez o rencor. Una mujer lo recuerda como “un joven con cierta humildad, generoso y trabajador”. Uno de sus amigos de aquel entonces dice que era “un gran lector”.1
Al finalizar la pesadilla de la Revolución Cultural, Xi siguió el camino del servicio público con disciplina y discreción. En 1999 encabezó el Gobierno de la provincia de Fujian. Su perseverancia lo llevó a ser el secretario del Partido Comunista en Shanghai, y ante sus compañeros siempre proyectó una imagen de firmeza y confianza. Sin embargo, en su fuero interno albergaba destellos de independencia. Seguramente influyó el carácter de su padre, que durante la matanza de Tiananmen volvió a criticar al Gobierno.
Xi mostró siempre un interés poco común en los sucesos del exterior. Para él, a diferencia de sus congéneres, China no parecía ser el centro indiscutible del mundo. A su entender, los demás países tenían también un papel preponderante en el concierto de las naciones. Por eso, Xi fue el encargado de organizar los Juegos Olímpicos de Pekín en 2008. El éxito de la olimpiada fue su mejor presea. Pero otras aficiones tuvieron que permanecer ocultas. Por ejemplo, durante años pudo ocultar que su hija estudió en Harvard con otro nombre.
El pasado 8 de noviembre, en un conciliábulo semejante a los que organiza el Colegio Cardenalicio en El Vaticano, Xi Jinping fue canonizado como el nuevo secretario general del Partido Comunista Chino. Y, sin lugar a dudas, el próximo mes de marzo será elegido como el nuevo presidente de la República Popular.
En China, el destino de mil 300 millones de ciudadanos lo deciden menos de diez personas. Nueve, para ser precisos. Son los nueve integrantes del Comité Permanente del Buró Político del Comité Central del Partido Comunista de China, una estructura hermética y codificada que recuerda el inmenso poder de los emperadores, y cuya influencia se ramifica a través de organizaciones populares en todas las localidades del país. La centralización del poder es extraordinaria. Las políticas públicas, elaboradas en la cúspide de la pirámide, son órdenes que deben ser obedecidas sin reticencias por todos. Los órganos legislativos son cajas de resonancia de los dictámenes de las jerarquías superiores, y los demás partidos son siglas que danzan al ritmo de los discursos y resoluciones del Comité Central del Partido Comunista.
El sistema funciona como una gigantesca maquinaria bien aceitada, con un mantenimiento cíclico. Cuando a finales de la década de los ochenta la Unión Soviética se desmoronó junto con el Muro de Berlín, China inició una silenciosa apertura hacia el capitalismo que incluyó el avance de la economía de mercado bajo las órdenes del Estado. Millones de trabajadores se organizaron en sectores dirigidos hacia la exportación, y los bajos salarios se vendieron al mejor postor como una ventaja comparativa muy redituable. Los capitales externos iniciaron varias expediciones de reconocimiento al interior de China, y los nuevos lazos con el exterior abrieron las compuertas a una inundación de productos chinos en todo el mundo. Los juguetes chinos se hicieron famosos en los cinco continentes, pero no fueron los únicos productos que invadían a raudales los mercados. En el pequeño pueblo de Dafen, cerca de Hong Kong, se organizó una meticulosa producción en serie de las obras célebres de los pintores clásicos de occidente. Los mejores estudiantes de artes plásticas llegaron con sus títulos universitarios y se establecieron en el pueblo para trabajar 14 horas al día. Cada uno se especializó en una obra clásica, un Renoir, un Picasso, la frente de la Mona Lisa, los nenúfares de Monet, todos esos autores que fueron destrozados en público por la Revolución Cultural y que en la nueva China representan un magnífico nicho de negocio. Dafen empezó a exportar réplicas de los clásicos a precios irrisorios, y sus productos inundaron los muros de los hoteles en Europa y Estados Unidos, los centros comerciales, los pasillos de la tiendas de Walmart.
Y eso no es todo. De manera muy visible, las exportaciones chinas empezaron a incluir a los ciudadanos. Los turistas chinos empezaron a llegar masivamente a París, Roma, Las Vegas y Cancún, y esas oleadas de nuevos ricos de Oriente entraron también en las elegantes tiendas de la Quinta Avenida, el West End de Londres y la Vía Veneto.
En el preludio de la humillación, los souvenirs y las réplicas a escala del emblemático Smithsonian de Washington se empezaron a vender con la minúscula leyenda “Made in China”.
Con ese sistema híbrido de capitalismo de Estado, el dragón chino devoró en 2008 la maquinaria económica de Japón. Montada en un crecimiento asombroso de su Producto Interno Bruto —más de 10% anual en promedio durante la última década—, China se convirtió en la segunda economía más poderosa del planeta, después de Estados Unidos. Era previsible, pero las señales de alerta se encendieron en todo el mundo. ¿Qué sucedería si una nación comunista, que por añadidura es la más poblada de la Tierra, desplaza a la primera potencia del llamado mundo libre?
La historia política de la República Popular China se decanta en los periodos que gobernaron sus caudillos. La era de Mao se inició con el triunfo de la Revolución en 1949 y terminó en 1976, el día de su muerte. Hoy su efigie se sigue venerando en la Plaza Roja. Lo sucedió Deng Xiaoping, el artífice de la apertura capitalista de la nación. Luego llegó el corto gobierno de Jiang Zemin y la década de Hu Jintao, un líder que reflejaba los compromisos del minúsculo grupo gobernante para no caer nuevamente en luchas sangrientas que arrastrasen a millones de inocentes, y el deseo de crecer a tasas que fuesen la envidia de los países más desarrollados. Esa etapa ha llegado a su fin. Ahora el país se encuentra en el umbral de un nuevo cambio.
Xi Jinping, el nuevo secretario general del Partido Comunista y próximo presidente de la nación, puede ser un funcionario que pase por los pasillos de su Gobierno como una sombra inadvertida. Un burócrata taimado que busque llegar a la orilla opuesta de su mandato simplemente flotando. Un administrador de las frustraciones del día. Pero también puede convertirse en un líder capaz de sacudirse los compromisos políticos que lo inmovilizan y actuar en beneficio de su pueblo. Un político que abra las compuertas de la participación ciudadana en las cuestiones públicas. Un comunicador que no le tema a la verdad, ni a la velocidad de las ideas en internet. Un promotor que despierte la creatividad de los trabajadores y artistas. Un reformador inclinado hacia los beneficios de la socialdemocracia. Un estadista que le dé a su país las bases para disputarle a Estados Unidos no solamente la creación de riqueza, sino la supremacía del mundo libre.
1 http://www.beaumontenterprise.com/news/crime/article/China-leader-s-persona-forged-by-harsh-early-life-3987775.php
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MARIO GUILLERMO HUACUJA ha sido profesor universitario, comentarista de radio, guionista de televisión y funcionario público.