En 1923, tres años antes de que naciera mi abuela, cinco antes de que cayera la bolsa en Nueva York, se realizó en Tierra del Fuego la última verdadera ceremonia de iniciación entre el pueblo selk’nam. Martín Gusinde, sacerdote y antropólogo austriaco, fue testigo y partícipe de este último hain, y lo fotografió. La complejidad de una ceremonia que podía durar un año entero, y que en este caso duró sólo semanas, quedó plasmada en un catálogo fotográfico de personajes construido por el antropólogo. Personificados por los hombres del grupo, los protagonistas de un rito teatral extremadamente largo quedaron así congelados sobre la nieve patagónica.
Ese invierno, durante cincuenta días, surgieron espíritus de las entrañas de la tierra, y cuentan los recuerdos de Gusinde que “parecían seres de otro mundo sobre el fondo brillante de la nieve blanca”. Con una nitidez onírica las imágenes presentan en blanco y negro lo que debieron ser ocre, rojo, negro y blanco. Seres de ojos minúsculos y rostros planos se alzan sobre la tierra. Sin boca, mudos todos, sus gestos contraídos evocan autómatas tiesos y bailarines plegadizos. La piel de algunos es rayada, la de otros parece salpicada por estrellas—resultado del estornudo crónico de un impulso arbitrario. A otros los cubren finas líneas repetidas, escondidas bajo pieles de plumas a destiempo. Pocas cosas transforman tanto al ser humano como el cubrirse con una máscara. Al mirar a nuestros congéneres, buscamos siempre el rostro, la mirada de aquello que resulta similar a nosotros—buscamos el espejo, pero en su lugar aquí encontramos la masa ilegible de la máscara. Los humanos no tienen cabezas picudas de chupirul, ni cuernos que se estiran horizontalmente como el mar. Estos seres tienen rostro en forma de rombo achatado; otros carecen de cara y presentan orificios desnudos cual víctimas de un incendio.
Paridos a través de la Choza Grande, Choza Secreta, o hain, los espíritus paseaban por la tierra con el objetivo de aterrorizar a las mujeres selk’nam, quienes sólo podían mirarlos desde lejos, respondiendo ante su presencia únicamente con cantos y alaridos. Tenían prohibido acercarse a la gran choza cónica sostenida por siete pilares, pues podrían adivinar el secreto que se resguardaba en su interior: que eran sus propios esposos, hermanos e hijos, quienes se pintaban el cuerpo y se enmascaraban ahí dentro. La función del hain era doble: la iniciación de jóvenes llamados klóketen, y la presentación de un rito que reafirmaba el poder de lo hombres sobre las mujeres.
El origen de la palabra disfraz, me dice el diccionario etimológico, viene quizá del antiguo catalán desfrezar, que deriva de freza, que es la huella que deja un animal. Desfrezar es entonces el borrar, disimular o encubrir esta huella. Los selk’nam, con sus disfraces, reiterativa y simbólicamente encubrían la huella de ese pasado mítico cuyo retorno tanto temían. Borraban el rastro del pasado con sus disfraces, como la nieve borra las huellas de los guanacos en la pradera. Las mujeres participaban en esta simulación, reaccionando ante ellos con alaridos y cantos, garantizando así la continuidad del orden del mundo, y evitando la muerte.
Existen distintos grados de revelación de un secreto. Alguien puede revelar el secreto a una persona, o a una multitud. Puede revelar el secreto entero, o sólo una parte. Pero para los selk’nam, cualquier grado de revelación significaba una traición imperdonable. Esto Martín Gusinde lo vivió en carne propia, al ser acusado un día de revelar “el secreto” a la esposa de uno de los hombres del grupo. Durante horas, se debatió la necesidad de matar al antropólogo, quien, sin embargo, logró convencer al líder del grupo de su inocencia. Sin embargo, a pesar de tan cabales restricciones sobre las actividades secretas realizadas en la ceremonia del hain, por alguna razón los selk’nam permitieron que Gusinde fotografiara a sus espíritus.
Tras una ardua labor de convencimiento Gusinde logró que le fuera autorizado fotografiar todo aquello que las mujeres tenían permitido mirar también: la Choza Grande desde afuera, a los espíritus portando el atuendo completo de su disfraz, y cualquier acción que se llevara a cabo en el escenario principal del ritual teatral. Sin embargo, le quedó prohibido fotografiar aquellas partes de la ceremonia que se consideraban secretas. La visión de la cámara quedó, así, tan restringida como la mirada de las mujeres selk’nam.
Gusinde pareció respetar el deseo de los selk’nam y no fotografió aquello que no debía, so pena de muerte. El resultado fueron imágenes fantasmagóricas precisamente por su descontextualización. Son retratos posados, estáticos, no imágenes de un rito en curso. No muestran espíritus So’orte atosigando a las mujeres por la mañana, azotando sus chozas. El espíritu masculino Koshménk no aparece corriendo, buscando y rogando a su infiel esposa Kulan que regrese y deje de traicionarle. Los Matan aparecen rígidos, en lugar de saltarines. Pero más allá de lo que Gusinde revela o no a través de sus fotografías, permanece el problema de lo que reveló en el texto que escribió y acompañó a las fotografías en la forma de un libro, “Los Indios de Tierra del Fuego”, publicado ocho años después del hain.