Parafraseo: la condición moral de un cuerpo poético (y por “cuerpo poético” podemos entender aquí cualquiera obra artística, modo de vida o situación laboral) es independiente de su cercanía a cierta normatividad institucional, sea esta religiosa, social, política y/o legal; más bien, esta definición moral se encuentra en la congruencia del poeta (o ejecutor general de la vida) para con su propia lógica y entendimiento, es decir, para con el fenómeno mismo de la poesía.
Parafraseo: para que una tradición se nutra y sobreviva, es necesario mantener distancia entre una comunidad y otra, pues la combinación forzada de estas partes no logra más que generar una autoconsciencia peligrosa y chocante de cada una de ellas que termina por desprestigiar así cualquier esfuerzo digno de lo humano. Cito: “en este contexto, razones de raza y religión hacen de la presencia Judía un mal indeseable”.
En ambos casos tratamos con las ideas de un solo hombre, Thomas Stearns Eliot. Cada una fue trabajada a profundidad por dos autores distintos, respectivamente: Peter Gay, de origen judío, es uno de los más grandes historiadores del siglo XX; Russell Kirk, estadounidense, fungió como el gran sustento teórico y moral del conservadurismo tradicional hasta el momento de su muerte en 1994.
El primero defiende a Eliot y su idea moral como una pieza fundamental para el armado completo del Modernismo; si el único deber de la obra (opus) es ser congruente consigo misma, pueden abrirse canales de exploración casi infinitos que no solo la ayuden a mantenerse fiel a sus principios, sino evolucionar dentro de los mismos. El arte, decirlo así, solamente responde a los intereses del arte.
Kirk, en cambio, asume la postura racial-cultural del poeta americano desde un punto indudablemente religioso: si bien imperdonable violentar la integridad de algún grupo étnico en específico, el descuidado de las formas y las costumbres propias del Occidente Cristiano, su infección de otras latitudes y concepciones pues, han llevado al ejercicio intelectual y literario a una decadencia irreparable. “Doloroso lo que dice Eliot”, clama Kirk, “pero dolorosamente cierto”.
Extraño entonces que exista un punto de comunión para ambas posturas, un punto de síntesis y reunión, más allá de la de su incongruente autor original: todos y cada uno de los involucrados señalan a James Joyce como el gran defensor de la moralidad cultural y literaria, como un Santo olvidado tanto por la canonización como por la debilidad humana de los tiempos actuales.
Las razones de esta adoración grupal son sorprendentemente congruentes la una con la otra: Joyce levantó un castillo literario tan fiel a sus propios esquemas que resulta incuestionable, redondo y perfecto, digno de la pureza moral que Gay clama como fundamental para la época Moderna; a su vez Kirk rescata el amor y la defensa vehemente que el irlandés hizo obra de su propia cultura, un arrebato en donde lo Universal se encontraba en lo dublinés y la significación de la otredad como una otredad resulta importantísima – hay que recordar que Leopold Bloom es ridiculizado durante todo el Ulises por su origen judío, y que el hecho de su conversión al Protestantismo es lo que lo hace factible como un héroe.
Así, es el argumento de Joyce el que rescata a Eliot de su propia inmoralidad. De no existir el mártir irlandés (y el mote viene de una ironía y nada más) sería imposible situar a Eliot dentro del canon de la crítica intachable, segura, inteligente… moral. Sin Joyce, Eliot queda embarrado de incongruencias y acusaciones de infamia justificadas, tanto esas que lo tildan como un autor incomprensible como otras que lo han tachado desde siempre como un antisemita. El creador de Dublineses da razón indirecta a ambos lados.
Y es con justa razón: a final de cuentas Joyce no hizo más que conducir cada uno de los detalles de su vida a su propia obra, estrictamente situada en el país que lo vio nacer. Así es como el autor irlandés se resuelve como un eterno ejemplo de congruencia, amor por lo propio, pureza y moralidad.
Un santo.