En tiempos de profundo desencanto, el legado de Václav Havel nos recuerda que la verdad y la lucha pacífica pueden ser armas eficaces de transformación social. La notable biografía de Havel destaca aún más al compararla con la Kim Jong II. A unas semanas de la muerte de ambos, nuestro autor refiere este contraste.
En las postrimerías de 2011, cuando el mundo se asomaba con cautela a un año electoral impredecible, la muerte se llevó a dos líderes poderosos y memorables por diferentes motivos: uno por su valor y su defensa encarnizada de la verdad y el otro por su amor al absolutismo, la mentira y la simulación.
Los ahora difuntos representan extremos opuestos. Líderes de naciones distintas y distantes, son Václav Havel, el héroe de la revolución de terciopelo en Checoslovaquia, y Kim Jong Il, el déspota que gobernó con puño de hierro en Corea del Norte.
Vale la pena detenerse un momento en este último personaje. Más allá del hecho de que Corea del Norte es el último bastión del estalinismo, con un sistema cerrado al exterior, un poderío militar que derrocha recursos para hacer alarde en los desfiles y un culto a la personalidad que evoca al burro pedagogo del poema de Octavio Paz, la figura de Kim Jong Il es el emblema de un sistema anacrónico y momificado, urgido de las sacudidas que convulsionaron a las dictaduras árabes el año pasado.
La vida de Kim Jong II se volvió el catecismo de su pueblo y se basó en una mentira permanente desde su nacimiento. Para empezar a forjar una imagen de redentor inmaculado de la patria, la fecha y el lugar de su nacimiento —el 19 de febrero de 1941 en el poblado de Viatskoe, en territorio siberiano de la Unión Soviética— se cambió al 19 de febrero de 1942 en el monte Paetku de Corea, un aguerrido campamento contra la ocupación japonesa. Así, además de haber nacido en el interior del país, su natalicio pudo empalmarse en armonía con la década en la que nació su progenitor, Kim II Sung, que se erigía en aquel entonces como el venerado padre de la patria. Según la historia oficial de los panfletos, en un desplante de cursilería ramplona, su nacimiento fue presagiado por el surgimiento de una nueva estrella en el firmamento y la milagrosa aparición de un arcoíris doble sobre la montaña. Años después de ese prodigio —faltaba más— el día de su natalicio se convirtió en fiesta nacional.
A lo largo de su vida, preñada de fastos multitudinarios, Kim Jong II fue acumulando títulos reverenciales. En su satinado ascenso hacia el poder supremo, fue Presidente de la Comisión Nacional de Defensa, Comandante Supremo del Ejército Popular de Corea, Secretario General del Partido de los Trabajadores y Héroe de la República. Pero también se esculpió una figura mucho más grande que la de todos sus cargos. Al referirse a él en la calle, en las reuniones del Partido o en las plazas públicas, los ciudadanos convertidos en súbditos lo llamaban Querido Líder, Gran Dirigente, Líder Incomparable o Líder Supremo.
Kim era un hombre singular, y sin embargo nada nuevo en relación a las dinastías orientales y los patriarcas arquetípicos de la nobleza feudal. Aunque era una figura poco vista por el público, dueña del hermetismo proverbial de los emperadores de la región, se supo por las indiscreciones de su propio círculo que tuvo varias mujeres, que regó de hijos muchas zonas del país y que tenía hábitos de consumo que rebasaban con mucho la voracidad de cualquier magnate del capitalismo feroz. Entre sus extravagancias se contaba una cava para albergar más de 10 mil botellas y un consumo de 700 mil dólares anuales en finas marcas de cognac. Además, disfrutaba de su colección de películas de James Bond —su héroe privado—, y para emular sus dotes de seducción mantuvo a su lado a la estrella cinematográfica más hermosa del país a lo largo de ocho años de cautiverio.
En contraste, la vida de la población coreana ha sido una de las más miserables del orbe. En términos de satisfactores mínimos, las políticas públicas has sido un fracaso completo. Los recursos del Estado se gastan principalmente en la industria armamentista, mientras que la alimentación de la población es un rubro marginal. Corea del Norte cuenta con un ejército de un millón 200 mil soldados, y ha ingresado al selecto grupo de naciones armadas con bombas atómicas. La defensa del país es la prioridad del gobierno, mientras que las necesidades de la población no son ni medianamente cubiertas. Con una agricultura raquítica —se cultiva sólo 18% de la tierra— y una geografía presa de las inundaciones, las hambrunas son pestes recurrentes que asuelan a la población de manera cíclica. En un país de más de 24 millones de habitantes, la fao ha calculado que 5 millones se encuentran en hambruna permanente.
Esa situación ha disparado, por una parte, una catapulta de emigración indocumentada hacia China y Corea del Sur, y por otro lado un pretexto para el recrudecimiento de las medidas de seguridad del régimen. Se calcula que la emigración ha superado las 10 mil personas desde 2007, y que la persecución política mantiene al país en el hoyo de la violación permanente de los derechos humanos. La persecución, las desapariciones, la tortura y las delaciones son prácticas consuetudinarias.
Sobre este tema el diario británico The Observer publicó un artículo escalofriante hace algunos años. Resulta que en la esquina derecha del norte del país, muy cerca de la frontera con Rusia y China, hay un pueblo anodino pero aterrador llamado Haengyong. En ese lugar existe un campo de concentración que compite con las atrocidades de Auschwitz y Dachau, aunque su finalidad es distinta. El sitio, designado simplemente Campo 22, es un laboratorio macabro donde se experimentan los efectos del gas letal en hombres, jóvenes, mujeres, niños, familias enteras. El procedimiento es el siguiente: en pequeñas cámaras de cristal, selladas para la retención del aire, se acomodan familias de cuatro miembros y algunos presos aislados, y mediante un tubo herméticamente instalado se introduce un gas que los va exterminando gradualmente. Según un testigo presencial de los hechos, que fungía como jefe de administración del campo y posteriormente fue agregado militar de Corea del Norte en la embajada de Pekín, la muerte era lenta, empezaba con vómitos y atacaba de inmediato a los niños, mientras los padres trataban de salvarles inútilmente la vida a través de la respiración de boca a boca. Afuera, observando detrás de los cristales, los científicos tomaban nota.
Aunque el testimonio de este hombre fue difundido por la BBC de Londres y horrorizó al mundo en 2004, ni las Naciones Unidas ni nadie fueron capaces de detener las masacres —se calcula que en el Campo 22 hay 50 presos—, y el reinado de Kim Jong II se prolongó hasta su muerte el pasado 17 de diciembre. En el colmo de la ignominia, la imagen más repetida en el mundo entero fue la de unas mujeres que, supuestamente destrozadas anímicamente por la partida del líder, aullaban al unísono afuera del palacio donde reposaba su cadáver. Un patético montaje, digno de las telenovelas engañabobos.
O bien, una mascarada para conservar las migajas que obsequian los gobiernos totalitarios. Dice Václav Havel, a propósito de los pequeños comerciantes que ponían junto a sus puestos de verdura la leyenda “Trabajadores del mundo, uníos”, que esas pobres gentes se veían obligadas a exhibir uno de los muchos lemas que repartía el gobierno comunista para mantener, en medio del temor a las delaciones, su miserable forma de vida.
La vida de Václav Havel fue justamente lo opuesto a la del déspota coreano. Nacido en el crisol de una familia intelectual y tachado de pequeñoburgués por el régimen comunista de Checoslovaquia, desde joven tuvo muchas dificultades para continuar sus estudios, y después de trabajar como ayudante en un laboratorio químico se graduó por correspondencia en Artes Teatrales. El teatro fue su pasión, y a pesar de la atmósfera sofocante impuesta por el gobierno, sus obras eran vistas y reconocidas por el público.
En condiciones muy adversas, y sobre todo después de la invasión de los tanques soviéticos a Praga en 1968, Havel se convirtió en un prisionero político, un autor de obras prohibidas y, por eso mismo, una bandera de libertad para su pueblo. Del teatro y la literatura a la política el salto parecía natural, pero para un personaje introspectivo como Havel representó una ruptura desgarradora. A su entender, poco se podía hacer en un medio degradado por la falta de valores, acostumbrado a decir una cosa cuando se piensa otra, a buscar la ventaja individual aunque sea a costa de la propia dignidad, y a no creer en nada más que en el dinero.
La vida de Václav Havel fue un misil cargado de verdad. Nada lo horrorizaba más que la mentira. La desnudez de la verdad fue el trasfondo de sus obras, el resorte de las cartas de amor que escribió desde la cárcel, su crítica inmisericorde al totalitarismo soviético, la aceptación de sus cargos y sus renuncias.
Cuando fue propuesto para presidente de Checoslovaquia en las primeras elecciones libres de la historia de la nación, dijo:
Supongo que no me han propuesto para este cargo para que yo también les mienta. Nuestro país no progresa. El gran potencial espiritual y creador de nuestros pueblos no se aprovecha en forma razonable. El Estado, que se denomina a sí mismo Estado de obreros, en realidad los humilla y explota […]. Nociones como amor, amistad, misericordia, humildad o perdón han perdido su profundidad y su dimensión, y para muchos de nosotros se trata sólo de peculiaridades psicológicas o de recuerdos perdidos de tiempos lejanos, un poco ridículos en la época de las computadoras y los cohetes espaciales […].
La muerte une a todos los hombres, pero en la vida de Václav Havel y Kim Jong II los separa un abismo.
Una última diferencia: mientras los discursos de Kim eran auténticos rollos soporíferos de autocomplacencia, toda la riqueza de la autobiografía de Havel se resume en su título: Sea breve, por favor.
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MARIO GUILLERMO HUACUJA ha sido profesor universitario, comentarista de radio, guionista de televisión y funcionario público.