En 1891, la Elder Scientific Exploring Expedition encontró en el desierto australiano a una niña tan indefensa, que podría haber sido metáfora del mundo indígena entendido en el colonialista siglo XIX como un infante perdido en un océano de primitivismo. Tenía una gran lagartija en la mano cuando la hallaron, y la aterrorizó aquella caja extraña que le exigía quedarse inmóvil, en un mundo donde quedarse quieto significa la muerte.
La expedición Elder fue de las más ambiciosas de su tiempo, y su objetivo era llenar los “espacios en blanco” que prevalecían sobre el mapa de Australia. Espacios vacuos en el imaginario occidental, por supuesto, pues vacíos no estaban. Al contrario, el desierto llevaba ya decenas de miles de años siendo el hogar de muchos grupos sociales, a quienes ahora la expedición, dirigida por David Lindsay, se enfrentaba personal y fotográficamente, pues ésta fue la primera expedición que utilizó con gran éxito a la cámara como herramienta de exploración.
El desierto es un espacio que impone día a día, exigencias sobre el cuerpo. Uno debe moverse todo el tiempo, nunca parar. El agua se acaba aquí, y por ello hay que moverse ahora hacia donde se sabe que hay más. Antes se creía que el nomadismo derivaba de un estado primitivo, anterior a la civilización. Pero es civilización, una cuyas características fueron dictadas por el paisaje; es una civilización construida sobre un eterno movimiento. Captar su esencia con una cámara resulta casi imposible. ¿Cómo captar el movimiento perpetuo de pueblos cuyas raíces son tan amplias que no se limitan a un sólo sitio? Casi tan imposible como fotografiar a una niña impasible descubierta a la mitad de esa “nada” inventada por el universo occidental.
Uno de los exploradores utilizó el verbo “atrapar” al referirse al encuentro con la niña del desierto. La “atraparon”, cual un animal huyendo, primero físicamente, y luego con la cámara. Costó mucho trabajo apaciguar a la niña tras el espanto inicial del encuentro. Al parecer ayudó que le dieran a comer mermelada. Al final se logró que fuera retratada. “Mucho temor tenía de la cámara, y tuve gran dificultad en mantenerla callada”, escribió Lindsay después.
Tocó al médico de la expedición, el Dr. Frederick John Elliot, ser el fotógrafo de la misma. Su empresa consistía en acumular escenarios naturalistas, geológicos, y aspectos botánicos; así como retratos de los nativos. De ahí que a él correspondiera la misión de fotografiar a la niña de la lagartija. En la fotografía resultante, el pánico de la niña, ínfima en comparación con el gran hombre de sombrero (Lindsay) que se arrodilla a su lado en la fotografía, es evidente. La mano occidental duda entre si tocarla o no, mientras intenta estabilizar su terror.
Pero no hacía falta tocarla, la niña estaba siendo tocada ya, infinitamente, por la cámara. Nicolas Peterson escribió ya sobre cómo esta niña, a través de la imagen, se volvía prisionera involuntaria de la mirada de la cámara, convirtiéndose en “el objeto máximo de la mirada colonial . Sus ojos se miran desorbitados, vacíos y fantasmales, tan vacuos como los de la lente de la cámara misma. Son blancos porque no dejó nunca de moverlos, ansiosa, y la larga exposición apenas alcanzó a registrar la oscuridad de sus pupilas. La niña del Gran Desierto Victoriano quedó así inmortalizada como espécimen de un mundo alejado del imaginario occidental, y como testigo del terror instintivo que infunde la presencia de la cámara como artefacto occidental al postrarse frente a sociedades que aún perduran en un universo pre-fotográfico.
1 Peterson, Nicolas, “The Changing Photographic Contract. Aborigines and image ethics”, en Pinney & Peterson (eds.) Photography’s Other Histories, Duke University Press, Durham, 2003, p. 123