A finales de 1864, el Departamento de Estado norteamericano ordenó al fotógrafo Andrew Burgess que viajara a México con la misión de documentar la presencia militar francesa. Fiel a su cometido, la imagen que aquí se muestra fue una de las primeras que tomó a su llegada al país.
El personaje de la fotografía es Maximiliano de Habsburgo, primer y único emperador europeo que México ha tenido en su historia. Entonces contaba con treinta y dos años de edad, de los cuales había pasado los últimos siete en compañía de su esposa, Carlota de Bélgica, y llevaba poco menos de seis meses viviendo en el país.
Observamos un retrato que presagia las tensiones que acompañarían a la aventura del Segundo Imperio. Los símbolos militares contrastan con la postura relajada y poco marcial de quien sabe que su autoridad no emana de las armas sino de la voluntad de sus súbditos, en tanto que la mirada perdida en la lejanía denota el desinterés por el presente y la fascinación por un futuro donde los deseos e intenciones se hallaban en potencia.
Pronto supo lo difícil que era pasar de la potencia al acto en un país en el que la ocupación del ejército de Napoleón iii no había conseguido erradicar las ideas republicanas que fueron sembradas desde la época de la independencia, ni tampoco someter a quien era entonces su máximo representante: Benito Juárez.
Pasó poco tiempo para que también reconociera que estaban en lo correcto aquellos que le advirtieron que gobernar México era una tarea compleja. No podía ser de otra manera cuando su clase política había asumido desde 1821 que la imposición de las ideas propias era uno de los beneficios derivados del ejercicio del poder; que la construcción de la nación estaba supeditada a la eliminación de los opositores, y que las diferencias debían solucionarse a través de las armas y no de ese recurso propio de los débiles y pusilánimes que era el diálogo.
En cambio, le llevó más tiempo comprender el verdadero propósito de su presencia en México. Si José María Gutiérrez Estrada, Francisco Javier Miranda, Adrián Wolf o cualquier otro de los miembros de la comisión que lo visitó aquella tarde de octubre de 1863 hubiera sido más claro, más sincero, Maximiliano habría comprendido desde el inicio que lo que buscaban era algo más que un emperador, necesitaban de alguien que concluyera exitosamente lo que ellos iniciaron en 1857. Deseaban que el joven archiduque austriaco acabara con el “caos” que imperaba en el país por culpa de los liberales, que refundara la patria, que fuera el restaurador de ese orden que por la gracia de la tradición y de la religión identificaba y unía a los mexicanos y que había empezado a resquebrajarse a partir de 1810.
Es en este propósito oculto donde se encuentra uno de los motivos del fracaso del Segundo Imperio. Desde su llegada a la capital del país, Maximiliano se distanció paulatinamente de los líderes del conservadurismo y el monarquismo mexicanos. Se trató de una cuestión natural, al menos en un principio, producto de su afinidad con el ideario liberal. El rechazo a integrar la cruz en el escudo imperial y a suprimir las Leyes de Reforma fue el resultado de la firme creencia en un “deber ser” político que abogaba por la preservación del Estado laico recién establecido en México.
En su momento, este distanciamiento no preocupó al emperador. Se sentía seguro gracias al apoyo que los franceses le prodigaban y confiaba en que los liberales mexicanos se unirían a su causa. Erró. Una parte importante del liberalismo jamás lo reconoció como la autoridad legítima del país y en 1867 los soldados franceses abandonaron el país dejándolo a su suerte.
Maximiliano de Habsburgo fue ejecutado en el Cerro de las Campanas el 19 de junio de 1867. Curiosamente, su muerte ayudó a restaurar el orden, uno quebrantado por los franceses a partir de 1862, al tiempo que representó, como diría el maestro Edmundo O’Gorman, el triunfo del ser republicano en México. ~
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ÍÑIGO FERNÁNDEZ (Ciudad de México, 1969) es maestro en Historia y doctor en Documentación. Se desempeña como profesor-investigador de la Escuela de Comunicación de la Universidad Panamericana, campus Ciudad de México, donde estudia el tema de la prensa mexicana en el siglo XIX.