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Legorreta: de su tiempo y de su tierra
Cultura | El Espejo De Las Ideas | Eduardo Garza Cuéllar | 01.02.2012 | 0 Comentarios

Para el arquitecto Francisco Serrano.
De cuya amistad, cultivada por mi hermano
y por mi padre, he cosechado.

Foto tomada de Legorretalegorreta.com

Foto tomada de Legorretalegorreta.com

Se harán seguramente muchos recuentos de su obra y se realizarán merecidos homenajes a su trayectoria. Tuvo de hecho la fortuna de ver sus trabajos recopilados, estudiados y reconocidos. Semanas antes de su muerte, se encontraba en Japón recibiendo el Premio Imperiale que otorga la asociación de arte de dicho país. Antes, había sido galardonado por el Gobierno Español con la Orden de Isabel la Católica, con el Premio Nacional de Ciencias y Artes que otorga el Gobierno Mexicano, la Medalla de Oro de la Unión Internacional de Arquitectos y la del American Institute of Architects. Tuvo, además, la satisfacción honda y silenciosa de observar a los niños jugar en su museo en Chapultepec, la de hospedarse con su familia en el Camino Real de Ixtapa1 o la de perderse en el de Mariano Escobedo. Pudo recorrer el museo Marco en Monterrey, comprar en el centro comercial Multiplaza de San Salvador, rezar en la Catedral de Managua.

Habrá también quien recuerde su extraordinario don de gentes, su capacidad de procurar no solo espacios, sino ocasiones para la convivencia, la de congregar a sus colegas y reconocerlos (extraña virtud en su gremio), la de hacer equipo no solamente con los de su estirpe y con sus contemporáneos, sino con técnicos y artistas de otras disciplinas y generaciones. Alumno, colega y maestro. Comprendió el llamado de su tiempo y blandió decididamente su estafeta generacional: tuvo lucidez para reconocer y honrar a sus mentores, desprendimiento para convocar a sus contemporáneos a hacer equipo e influyó a arquitectos jóvenes mucho más de lo que se hubiera propuesto o imaginado.

Pero a mí —desde mi condición de ciudadano (y de villamelón en su plaza)— lo que me interesa destacar es su capacidad de generar en la arquitectura una síntesis ética y estética entre lo contemporáneo y lo mexicano.

A fuerza de buscar y de experimentar, de equivocarse y alimentarse durante años de las más variadas y aparentemente inconexas fuentes de inspiración construyó al final de los años sesenta un estilo que sería tan insensato cuestionar en su mexicanidad, como en su carácter contemporáneo. Regatear la manera en que Ricardo Legorreta hizo coexistir arquitectónicamente ambas categorías sería sencillamente absurdo.

A los mexicanos, especialmente a los que dedicamos la vida a otras disciplinas, nos lega, junto con su obra, el reto de sintetizar mexicanidad y excelencia en nuestro campo. Pero ¿de qué está hecha exactamente esa síntesis entre lo mexicano y lo contemporáneo?

Legorreta fue, en primer lugar, un enamorado del arte popular. Se mantuvo además atento a todas las imprecisiones y accidentes que le presentaban las obras en su fase de construcción. La textura de los aplanados —que es, junto con el color, una de sus firmas— resultó de una improvisación producto de la urgencia en la presentación de una habitación muestra en el Camino Real. Algo similar ocurrió con la manera caótica como se mueve el agua en la fuente del vestíbulo.

Pero, a diferencia de otros, tuvo la capacidad de purificar dichas expresiones de mediocridad para llevarlas al nivel de la excelencia. Al igual que Rulfo, quien demostró al mundo que se podía hacer la más alta literatura utilizando el lenguaje del pueblo, el máximo embajador de la arquitectura mexicana demostró que se podía componer, desde las formas constructivas tradicionales, la mejor arquitectura.

Casi todos los arquitectos mexicanos se ubican entre las exigencias logísticas y financieras de la posmodernidad y los tiempos del México tradicional, entre Wall Street y san lunes. Pero Legorreta supo hacer arte con este juego de anacronías. Con las notas de ese choque cultural, compuso una sinfonía.

La pasión por la historia, exenta de erudición y de academicismo, constituye el segundo ingrediente de esta afortunada conjunción.
Más que en las bibliotecas, Legorreta se hizo arquitecto caminando. Comenzó recorriendo las haciendas, los conventos y los templos cercanos al valle de Lerma en el que su padre practicaba la cacería. Después ya nunca dejó de recorrer los pueblos, las ciudades y los caminos de México. Supo que en cada muro como en cada arco y en cada calle estaba escrita una historia y ello despertó su curiosidad enorme. En años recientes jugaba imaginando cómo serían sus obras al devenir en ruinas.2 Al proyectar una obra pensaba en el momento en que esta alcanzara dicho estatus.

Fue consciente de la dimensión histórica de su disciplina y la asumió como una gozosa responsabilidad. Admiró profundamente la arquitectura prehispánica y virreinal de México. Se supo heredero de una tradición rica y vasta. Lo agradeció. Pero supo, sobre todo, que la mejor manera de honrar la historia no consistía en repetirla, sino en reinterpretarla. La manera gradual y discreta en que fue incorporando la tecnología en su arquitectura fue, junto con su desconfianza de las modas, sintomática de ello.

Se entregó a la vocación de abstraer los elementos esenciales de la historia arquitectónica de México —patios centrales, espacios generosos, resguardos del silencio— para llevarlos al lenguaje de su tiempo. Conjugó en sus espacios continuidad e innovación, historia y presente, tradición y contemporaneidad. En sus obras sentimos radicalmente el orgullo de ser mexicanos.
Alcanzar dicha empresa —que no es otra sino la de escuchar el llamado de la razón histórica y dialogar con ella— es la obra de un maestro. Quien lo logra es ungido en recompensa con el óleo de la vitalidad, transita la historia de manera diferente: tal fue el caso de Ricardo Legorreta.

Dicha pasión vital constituye el tercer ingrediente del pegamento que une lo contemporáneo y lo mexicano.

No solo estamos frente a un hombre incuestionable y permanentemente apasionado, sino frente a alguien que tuvo la capacidad extraordinaria de preñar de vitalidad su proceso creativo hasta generar espacios cálidos, acogedores, conmovedores…
Personalmente, a Legorreta le debo el haber descubierto, con la contundencia de lo vivencial, que una obra arquitectónica podía ser profundamente emocionante, que este último resabio del arte útil no solo apela a nuestra admiración, sino también a nuestro entusiasmo, que el simple hecho de estar en algún lugar podía conmoverme hasta las lágrimas. A partir de mi visita al Camino Real de Ixtapa he gozado vívida y conscientemente la buena arquitectura, como también he lamentado sus pecados.

Existen obras arquitectónicas armónicas, de proporciones geométricas precisas, académicas, como una fuga de Bach al clavecín: bellas. La de Legorreta es más bien contundente, evoca la grandeza, despierta necesariamente la dimensión metafísica en quien las vive o las transita, apela a su misticismo. Al igual que el “Lacrimosa” del Réquiem de Mozart nos avasalla y nos transforma; nos derriba paulinamente de cualquier paradigma intelectual: pertenece indiscutiblemente a la estirpe de lo sublime.

Alcanzar y sostener dicha tesitura no es cosa fácil. Quizá por ello, aunque valiosas, no todas sus obras hayan alcanzado el sello de la genialidad.

Destaco finalmente (cuarto ingrediente) el sentido social y comunitario de la arquitectura legorretiana: su pasión por el barrio, su conciencia de que, sin importar quién fuera su cliente, trabajaba para la polis, su respeto por el paisaje no solo geográfico, sino vecinal y social en cada una de sus obras.

Legorreta supo que la arquitectura estaba llamada a generar ámbitos para el encuentro, para celebrar y compartir la vida en lo íntimo y en lo público. Su sola presencia invitaba a la conversación, la imaginación compartida, al diálogo y a la colaboración: a la chorcha.
Alguna vez escuché una descripción de la arquitectura bella y sugerente: la que la refiere como el arte de diseñar el espacio en función del acto humano que ocurre en él. Pocos como Ricardo Legorreta encarnaron esta definición.

Se dice que el destino definitivo de los arquitectos —su infierno o su paraíso— consiste en habitar sus obras ¡por toda la eternidad!
Desde esta osadía teológica es fácil imaginar a Ricardo Legorreta eternamente feliz y celebrante. Alegra también la noticia de que a partir del penúltimo día de diciembre del 2011 el mismísimo Cielo se haya embellecido con un espacio mexicano. ~

1 Hoy Westin Brisas Ixtapa.
2 A últimas fechas diseñó para Tane algunas piezas que representaban el Camino Real de Mariano Escobedo en ruinas.

——————————
EDUARDO GARZA CUÉLLAR es licenciado en Comunicación y maestro en Desarrollo Humano por la Universidad Iberoamericana, y posgraduado en Filosofía por la Universidad de Valencia. Ha escrito los libros Comunicación en los valores y Serpientes y escaleras, entre otros. Se desempeña como Director General y Consultor del despacho Síntesis.

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