En este artículo, nuestro autor propone algunas directrices para entender la relación de los escritores y creadores artísticos con el Estado. Se pregunta también sobre el peso real, en ocasiones sobredimensionado, que la clase intelectual puede tener en el complejo sistema de poderes que determina el curso del país.
El Diccionario académico explica que un intelectual es quien se dedica preferentemente al cultivo de las ciencias y las artes. En determinados contextos y situaciones, el mismo vocablo adquiere connotaciones distintas o, si se quiere, un significado más preciso. Cuando se habla, sea por caso, de la relación que se establece entre los intelectuales y el poder político (económico o de otra naturaleza), es probable que se esté aludiendo no a cualquier tipo de intelectual sino a alguno que cuenta, entre otras características, con la de estar en alguna medida comprometido en la solución de problemas o dificultades a los que permanentemente se enfrenta una ciudadanía indefensa. Para relacionarse con el poder, el intelectual comprometido debe ser, además, conocido o, mejor, reconocido tanto por al menos algún sector de la sociedad, como también por el poder político. Debe ser un intelectual, en este sentido, prestigioso. De otra forma, el poder no lo oye, no lo atiende, no le hace caso, ni tampoco la sociedad lo conoce como para considerarlo su representante. Una persona muy comprometida en asuntos sociales pero que o no se dedica al cultivo de las ciencias y las artes o, aun haciéndolo, no logra reconocimiento, podrá ser un activista, un líder, pero no un intelectual (comprometido). Asimismo un erudito, un sabio científico, un artista destacado, si, por una parte, no manifiesta compromiso social y si, por otra, su trabajo no es reconocido más allá del círculo de sus pares, es sin duda un intelectual pero no de la clase que puede relacionarse con el poder, cosa que, por otra parte, tampoco le interesa.
Al intelectual (no comprometido) también le puede importar el poder, cierto tipo de poder, y, con frecuencia, busca ejercerlo. Los científicos y artistas prestigiosos en su gremio pueden llegar a ser sumamente influyentes en sus pares, en su limitado gremio, pero no pocas veces también más allá de ese círculo, para bien o para mal de sus colegas, para su éxito o para su fracaso. Los intelectuales de infantería –permítaseme este símil militar– conocen y reconocen a sus tenientes, coroneles y generales. Estos –para poner un ejemplo mexicano– desde sus puestos de mando en los innumerables y perfectamente jerarquizados consejos, comisiones, juntas, direcciones, presidencias, etcétera de Conacyt, de Conaculta, de la unam, de tal o cual colegio o academia… determinan quién entra, quién se queda, quién se va, quién sube, quién baja, quién queda igual, a quien se le publica, a quién no… Así se trate, en la mayoría de los casos, de un poder que limita su influencia al grupo de los colegas, no puede negarse que es un poder que muchos intelectuales quieren tener y luchan por tenerlo y no soltarlo.
Nótese que estos intelectuales (asesores, comisionados, consultores, dictaminadores, revisores, aprobadores, opinadores, directores…) tienen poder, sobre todo, en relación con la vida laboral y la obra de otros intelectuales, aunque debe reconocerse que también pueden ser oídos y tener alguna influencia en los ámbitos del poder político y burocrático que administra las grandes entidades en las que trabajan los intelectuales. Aun en este caso, ejercen esta influencia desde fuera del poder político. Ahora bien, no es infrecuente que al poder político le interese incorporar a los intelectuales y, desde luego, no faltan intelectuales a los que les gustaría formar parte del poder político, sin dejar de sentirse intelectuales. En la célebre conferencia “Los intelectuales y el Estado” (1977), Noam Chomsky proporciona ejemplos de cómo, en diversos momentos y lugares, gobiernos de derecha y de izquierda han asociado a sus proyectos a los intelectuales, fenómeno previsto, hace más de 100 años, por el filósofo anarquista Mijaíl Bakunin, citado por Chomsky, quien temía a esa nueva clase prepotente, a ese “reino de la inteligencia científica, el más aristocrático, despótico, arrogante y desdeñoso de todos los regímenes”. Con amargura profetizaba en seguida: “Habrá una nueva clase, una nueva jerarquía de científicos auténticos y falsos, y el mundo será dividido entre una minoría dominante en nombre del saber y una mayoría ignorante. ¡Qué buena atención para la masa de ignorantes!”.
Me parece que en México ha venido siendo muy paulatina la incorporación de este tipo de intelectuales y de técnicos a la estructura del poder político. Quizás una tímida muestra de su presencia pueda verse en los que aquí solemos llamar tecnócratas, cuando ocupan altos puestos de la burocracia, sobre todo en aquellos ministerios y secretarías que tienen que ver con la economía y las finanzas. Recuerdo un banquete en el viejo palacio de la Inquisición, en el que el entonces presidente López Portillo dijo sentirse orgulloso de que todos los miembros de su gabinete, con excepción del secretario de la Defensa, procedían de la unam. De entonces a la fecha, han cambiado las cosas. Desde hace ya algunos años se prefiere para estos cargos a personas con posgrados de alguna de las célebres universidades extranjeras o, al menos, que se hayan titulado en institutos nacionales privados, de cierta fama, así sea reciente, y no a los egresados de las universidades públicas mexicanas, en particular la unam. De cualquier forma, la acción de estos intelectuales, de estos científicos o tecnócratas está claramente acotada por el Estado; más aún, ellos mismos forman parte del Estado, ejercen un poder, si se me permite decirlo así, vicario del Estado, dependiente de él. Es obvio que no puede hablarse aquí de los intelectuales frente al poder político, sino de la participación de los intelectuales dentro del poder político.
Hay, finalmente, una clase de intelectuales que ejerce o pretende ejercer un poder, no dentro del poder político ni desde él, sino frente a él, para tratar de moderarlo, de controlarlo, de orientarlo o, simplemente, de conmoverlo, de inquietarlo, de perturbarlo. Innecesario es decir que el primer requisito para practicar este particular intento de poder es precisamente estar fuera del poder político, no pertenecer a ninguna de sus esferas. Nadie puede colocarse frente al poder si está dentro de él. Se sabe que Octavio Paz, aunque comenzó rechazando los cargos públicos, acabó aceptando, como diplomático, diversos nombramientos. Sin embargo, cuando sintió la necesidad de enfrentarse al poder político, durante los hechos violentos de 1968, antes de hacerlo, renunció al cargo de embajador en la India. La renuncia misma debe verse como un enfrentamiento al gobierno del que formaba parte. Al renunciar ejerció su poder ante el poder político. Ya fuera de él, pudo colocarse frente a él, pudo enfrentarlo. Recientemente el Gobierno del Reino de España, por medio nada menos que del rey mismo, ofreció a Mario Vargas Llosa la presidencia del Instituto Cervantes. Aunque el escritor adujo razones de diversa índole para declinar tan honrosa designación, me atrevo a pensar que a ellas podría añadirse el deseo del Nobel de no formar parte del poder político, así fuera, como en ese caso, en el ámbito de la cultura, para conservar así, íntegra, su capacidad de opinar, de criticar, de influir desde fuera del poder.
Alguien podría pensar que el poder de los intelectuales frente al poder político o el económico es, casi siempre, poco significativo. Tal vez; creo sin embargo que mejor que insignificante es, como casi todo en la vida, relativo. Los intelectuales que se enfrentan al poder no lo hacen, generalmente, con el ánimo de provocar violentas revoluciones o caídas estrepitosas de los gobiernos. Si una virtud suelen tener es el sentido común, la sensatez. Lo más habitual, cuando los intelectuales influentes resultan triunfadores, es que provoquen saludables perturbaciones y esto, hay que reconocerlo, no es poca cosa. Perturbar, incomodar, obstruir un así sea pequeño mecanismo de esa enorme maquinaria es, bien visto, toda una hazaña. Después de la reciente grave pifia de Enrique Peña Nieto —cuando no solo no pudo recordar tres títulos de libros sino que cambió el autor de uno de ellos, atribuyendo a Carlos Fuentes un libro escrito por Enrique Krauze— hubo, como era de esperarse, todo tipo de reacciones y comentarios, en todos los tonos imaginables, tanto en los medios masivos de comunicación como en las llamadas redes sociales. El poder político, en particular el del partido del señor Peña Nieto, casi no se inmutó. El precandidato ofreció disculpas; los miembros prominentes del partido restaron importancia al suceso. Ahora bien, algunos días después, Carlos Fuentes responde una pregunta al respecto en los siguientes términos: “Este señor [Peña Nieto] tiene derecho a no leerme. A lo que no tiene derecho es a ser presidente de México a partir de la ignorancia; eso es lo grave”. Un intelectual prominente se enfrenta al poder político. Las reacciones de los políticos no se dejaron esperar. A esta declaración, por ella misma y por venir de quien venía, sí le dieron importancia. Tan hondo caló que, como era difícil argumentar para contradecirla, muchos políticos decidieron mejor descalificar al intelectual, ofenderlo. Hasta el expresidente Fox, panista, tampoco muy afecto a la lectura, declaró: “Es un soberbio Carlos Fuentes, ¿qué se cree?”, para añadir, poco después: “Ya no se están vendiendo sus libros y ahora quiere que los compremos”. Si esta fue la reacción de un panista, imaginemos la de los miembros conspicuos del partido de Peña Nieto. El breve dicho de Fuentes había dolido. Evidentemente, en ese episodio, el poder del intelectual se había dejado sentir. El éxito del intelectual frente al poder político fue evidente, aunque no haya provocado revolución alguna.
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JOSÉ G. MORENO DE ALBA es doctor en Lingüística Hispánica por la UNAM, donde fue director de la Facultad de Filosofía y Letras y de la Biblioteca y Hemeroteca nacionales. En 2003 recibió el Premio Universidad Nacional y en 2008 el Nacional de Ciencias y Artes. España le concedió la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio en 1999. Fue director de la Academia Mexicana de la Lengua de 2003 a 2011. Es autor de El español en América (1988) y Suma de minucias del lenguaje (2003), entre otras obras.
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