“Perdóname madre por mi vida loca” pide la piel de un luchador de Sumo en una estampa japonesa. Su pie izquierdo clama “No somos nada”. Su pectoral derecho presume el logo de los Dodgers de Los Angeles. Este luchador de Sumo tiene gustos muy inusuales tomando en cuenta la antigüedad del grabado. Los mundos del arrepentimiento cristiano, del estoicismo criminal y del fanatismo deportivo se empalman en una nueva piel chicanizada sobrepuesta a la japonesa por la mano de Dr. Lakra, artista nacido como Jerónimo López Ramírez, cuya obra se muestra hasta el 11 de marzo en el Museo de la Ciudad de México.
Dr. Lakra se inició en el arte de las marcas indelebles y aprendió a dibujar con una pistola para tatuar. Por eso los muñecos y el maniquí anatómico en cuyas pieles se lee el paso de la aguja de tatuaje son las obras técnicamente más acabadas de esta exposición. Son aquellas donde utiliza las herramientas que más se acomodan a su oficio, pues ante todo Lakra es un tatuador. Como tal conoce a la perfección los significados particulares de cada tatuaje que administra, pues en sus propias palabras, “los tatuajes sirven un propósito. Tienen que ajustarse al cuerpo y seguir ciertas reglas”. Pero cuando deja la piel, y pasa al dibujo, Lakra se dedica a romperlas todas.
En un panorama histórico donde cunde la globalización y reina la posmodernidad y la hibridización cultural, Dr. Lakra es hijo de su era. Con aparente irreverencia se dedica a reasignar espacios simbólicos a los íconos visuales de culturas cuya pureza es ahora imposible de preservar. Desacraliza la faceta más sacralizada del dibujo, el tatuaje, al inscribir diseños maoris sobre la barbilla de una niña mexicana y tatuajes rusos en el pecho de un aborigen australiano. Y aquí inauguro un aspecto fundamental del debate, ¿esta exposición es una exposición de tatuajes, o una exposición de dibujos? En todo caso es una exposición de dibujos de tatuajes imposibles.
Imposible sería que sobre la piel del rostro galán de Pedro Infante se dibujaran los diseños del ta moko, tatuaje maorí de alto valor sagrado cuya apropiación por culturas distintas a la suya se considera una grave ofensa. Aún más imposible que sobre el rostro ensombrerado de la dominicana María Montez, “La Reina del Technicolor”, se plasmaran los diseños de la Mara 18, pandilla centroamericana ultraviolenta donde los tatuajes son símbolos de una estructura jerárquica altamente controlada. Pero, ¿qué pasa cuando no se explica porqué estos tatuajes son imposibles? El público ve sólo diseños sobre pieles ajenas a ellos, quizá intuye la contradicción, pero realmente no aprehende el significado exacto de esos tatuajes sobre esos cuerpos. Aquí es donde para mí entra el misterio, y también la falla, de la curaduría de esta exposición: en ningún momento se habla de la cultura del tatuaje, a pesar de que en eso se centra la obra del artista. No se explica el significado de ese gesto cultural, y por lo tanto no se explicitan las contradicciones y reconfiguraciones que inaugura la obra de Lakra.
La complejidad cultural del uso del tatuaje es una historia tan valiosa que me parece un crimen que se deje de lado en la presentación de la obra de un artista que evidentemente la conoce y utiliza. Al obviar las contradicciones simbólicas en las que incurre la obra de Lakra, se superficializa la complejidad cultural del tatuaje. La obra entonces se convierte en un lenguaje legible tan sólo para una minoría, y se convierte ante el público general en mero diseño visual sin contenido significativo más allá de su estética rebelde. El documental de Alix Lambert, “The Mark of Cain”, explica a detalle la complejidad simbólica de los tatuajes de criminales en Rusia, una cultura donde, al igual que en otras culturas, no cualquiera se puede tatuar lo que quiere, se lo tiene que merecer. ¿Qué significa entonces darle un tatuaje que no se merece a María Félix? Entre muchas otras respuestas aparecen tres: se trata de un juego conciente de sarcasmo e ironía donde el licuado iconográfico que se construye busca decir algo a través de ese mecanismo de desacralización, se busca construir una utopía donde convivan los símbolos de clanes ajenos, que en la vida real se asesinarían, o bien se trata simplemente de interesantes diseños multiculturales sobrepuestos a imágenes vintage.
Lakra, al ser tatuador, sabe bien que un tatuaje jamás es sólo la superposición de una imagen sobre el cuerpo. Conoce bien los altos grados de simbolismo de cada una de las imágenes. Estoy segura que no elige las imágenes fortuitamente cuando las inscribe sobre el cuerpo de sus víctimas icónográficas. Como su público, me gustaría saber porqué decide acomodarlas como lo hace. Quisiera que no asumiera que el público va a saber leer los tatuajes sobre el pecho de Estrella Blanca. Asumo, quizá erróneamente, que eligió los diseños con razón, y no al azar. Podría ser que evite explicar el mecanismo de contradicciones que son sus dibujos para proteger el simbolismo del tatuaje de esa voracidad de la cultura pop que lo reciclaría sin fin como suele hacer con todo. ¿Que lo lea quien lo sepa leer? ¿O es el mismo Lakra el que recicla y combina elementos de la cultura con conciencia y una sonrisa jocosa? Sea como sea, todo mecanismo donde el artista reta o liquida lo sagrado es riesgoso, pero es bueno. Aunque me resulta imposible no imaginar lo que pensaría un líder Mara o un anciano maorí al ver su lenguaje pictórico más sagrado reciclado sobre el cuerpo de María Félix.
Tatuar o no tatuar.
Celebro que la obra de un dibujante, más aún, un tatuador, tome vuelo antes que la de un pintor, y celebro que en los museos hoy en día se presenten obras emanadas de la llamada “cultural popular”, obras que evocan conflicto con el status quo del mundo del arte e incitan a la subversión. Pero no todo el mundo cree que con el hecho de dibujar tatuajes ya se está hablando de rebeldía.
Una modelo de revista femenina de los treinta o cuarenta sonríe con locura. Sus dientes, antes perfectos, ahora están aserrados. Sus ojos, estrábicos. Mirando con atención a los diseños de su escote está el rostro enfurruñado de un chavo que le dice a su acompañante, “No, de plano no. Más que irreverente yo lo veo infantil. Es súper infantil ponerle ojos bizcos y dientes feos a una modelo, y no por eso ya se está siendo irreverente”. La acompañante lo mira sorprendida. “No, sus mejores obras no son éstas, son en las que no hay intervención, en las que dibuja su propio trazo, en las que no tatúa, sino dibuja”. Y señala hacia arriba, a las alturas de la galería, donde están las otras obras, las que no son íconos de otras eras con dibujos de tatuajes superpuestos, sino las que intentan ser el “mural in situ” que se presume en la introducción, pero que de mural no tienen nada y que gracias a una curaduría cuestionable no tienen cédulas ni explicación. “En ésas imágenes”, dice el crítico, “está el trazo original del artista”.
Esta voz abre un nuevo punto de importancia: la exposición de Dr. Lakra muestra dos facetas de su obra que entran en contradicción. La primera la llamaría su obra de capas, la obra que ha hecho famoso a Lakra, y de la cual será difícil que se desprenda. Es aquella donde utiliza superficies recuperadas, como carteles vintage, litografías médicas viejas, fotoesculturas, portadas de revistas cincuentereas, brazos y muñecas de plástico, objetos de la vida diaria como vasos y trastes, para dibujar sobre ellos una nueva capa utilizando el multicultural repertorio de iconografía de tatuajes que almacena en su cabeza. Digamos que ésa es la obra de los tatuajes imposibles. La segunda faceta es su obra de dibujo libre, donde surge una iconografía original. Estos dibujos están poblados no por íconos, sino por personajes originales que contradicen la reflexión de un amigo que me decía que Lakra como artista visual “es más un consumidor de imágenes que un creador de imágenes”. Hasta cierto punto mi amigo tiene razón, pero esto se quiebra cuando el artista logra integrar su trazo al ícono que interviene, o cuando simplemente deja de copiar la iconografía de tatuajes ajenos y comienza a construir la propia a través de su propio dibujo. Por más interesante que sea la obra de capas superpuestas de iconografía globalizada, coincido en es en su propia iconografía, y no en la ajena, donde la voz del artista se escucha más clara.