El artista ha de tener algo que decir,
pues su deber no es dominar la forma
sino adecuarla a un contenido.
Kandinsky
Desde hace tiempo sabemos que un arte verdaderamente estremecedor, el que nace de la combustión de los huesos como soñaba Velarde, no es solo aquel que habla con la doxa, siempre tan solícita con la masa (pienso en las ilustraciones de Gustave Doré) y tampoco su reacción, es decir, la heterodoxa (por ejemplo “Los desastres de la guerra”, de Goya). El arte que captura la inmediatez de la experiencia es aquel que, al romper y continuar la tradición, se instala en el reino de la paradoxa, subvirtiendo los sentidos específicos adquiridos —osificados— y remando a contracorriente, forzosamente con ironía (en este caso vienen a mi mente las intervenciones de los hermanos Chapman sobre los ochenta y tres grabados originales de Goya, que transformaron, gracias a una insolencia genial, una obra canónica en un incendio): los ojos son las brasas que alimentan las hogueras.
Mirar una imagen que esconde un secreto implica una contradicción de términos en la que vale la pena detenerse; te digo que mires precisamente lo que no puedes mirar: te pido, con la mayor cordialidad, que comprendas el misterio.
Hoy vivimos una realidad totalitaria que ha erigido, a manera de control —y próximamente como crimen y castigo, no quepa duda— la intimidad como espectáculo. La mayor parte de lo que hacemos, y sobre todo de lo que pensamos, no solo es publicado y archivado en diversas plataformas —abaratando el proceso de añejamiento y edición que requiere una obra verdadera y de paso exhibiendo el adn del espíritu—; también obliga a vivir de puertas abiertas ante una colectividad entre real e imaginaria —“los amigos y seguidores”— que no son sino las entrañas más visibles de la Matrix, que nada sabe de reservas y mucho menos de discreciones.
Con Secreto, obra de Daniela Bojórquez que se adjudicó la VIII Bienal de Puebla en 2011, asistimos a uno de los pactos más hermosos posibles entre individuos de nuestra especie: el acto de guardar un secreto, acaso ahora perdido para siempre.
Así como la escritura de cartas y diarios personales, que podían redactarse en la intimidad de un escritorio secreter —espacio minúsculo e infinito como los mundos cerrados que tanto ensueñan a los niños—, el hecho de reservarse algo para uno mismo, en el presente, resulta escandaloso. En los nefastos y ruidosos tiempos de las redes sociales y de la falacia que reza todos-somos-artistas-hasta-que-se-demuestre-lo-contrario, nada tan elegante y honesto como la elocuencia del silencio. De ahí la paradoja de esta pieza que revela, con la contundencia del relámpago, todo lo que no quiere decir.
En una entrevista respecto a la pieza, la autora sostuvo que “se puede explorar con ultrasonido o rayos X el interior físico del cuerpo: no así el sitio (si puede hablarse de lugar) donde habita el Ser, núcleo de experiencias mentales y sentimentales que (re)crean el carácter de cada persona. Es un espacio vedado a los demás: el ‘cuarto propio’, un mundo interno. La intimidad a la que también tiene derecho”. No creo que pueda decirse mucho más sin traicionar directamente la confianza depositada en ese huevo que esconde lo que muestra.
Luego de un siglo de convulsas vanguardias y no pocas abominaciones, cuando supimos sobre todo que era posible hablar sin decir nada, es un hallazgo y una dicha asistir a la aleación perfecta entre la forma y el contenido, a la usanza de los maestros artesanos. ~
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RAFAEL TORIZ (Xalapa, Veracruz, 1983) ha publicado el bestiario ilustrado Animalia (2008), el libro de relatos Metaficciones (2009) y el tomo de ensayos Del furor y el desconsuelo (2012). Ha sido becario de diversas instituciones de apoyo a la cultura. Actualmente vive en Buenos Aires donde trabaja como redactor en el periódico Perfil.