Con este texto presenté la novela de Daniel Escoto, Mujer de Pieles Infinitas, de reciente publicación. Ahora el libro prueba su suerte en la Feria Internacional de Guadalajara y dejo mis palabras al público a manera de tributo….
Leí Mujer de Pieles Infinitas, e invito a hacerlo así, de muchas maneras:
- Como una traza recta; es decir, siguiendo cada una de las cuatro historias por separado, sin la “interrupción” de las demás, entusiasmado por la brevedad y el impacto que la violencia de lo sexual (consensuado o no) implica aún en las plataformas urbanas;
- Como la descripción de una serie de escenas, interrumpidas por otras equivalentes, que se imitan a la perfección sin nunca cruzarse. Si este modo de lectura es el elegido, las instrucciones son sencillas: basta con empezar a leer desde la primera página y de corrido.
- Como un fragmento iterado, seleccionando acaso un párrafo y comparándolo historia con historia, contraponiendo un espejo con otro y entendiendo así las sutiles pero marcadas diferencias que cada uno de estos “departamentos” narrativos ofrecen al lector. El libro se compone, viéndolo de este modo, de cuatro edificios cuentísticos.
Estos tres ejercicios de lectura resaltan la eficiencia narrativa y sustancial de Daniel Escoto, que no por ser eficiente es económica: aunque las distintas escenas en donde participan, respectivamente, Saint-Cloud, de Giangi, de Tomazzone y Lambert son relativamente simples (y por simples, enormemente poéticas), su muy cuidada atención al detalle referencial, al imaginario fantástico y barroco de nuestra Historia, hacen de la novela un estudio microcósmico de una página en donde habitan, y cito el texto, “una comunidad de criaturillas vivaces e inteligentes, dignas de un estudio minucioso”. Dicha minuciosidad, reitero, se soluciona si uno se aproxima a la novela desde flancos distintos.
Empero, no hay por qué asumir que la búsqueda de métodos de lectura alternativos signifiquen a Mujer de Pieles Infinitas como un mamotreto inaccesible y hermético. No es un pasaje literario económico, se insiste, aunque sí eficiente: como lo he dicho, la sencillez de sus tramas paralelas es lo que hace al texto adquirir su enormidad poética. Cito de nuevo, ahora un párrafo que cierra los últimos de sus capítulos:
“En la manzana, que será observada al día siguiente por la joven a través de un moderno microscopio, podrán verse los cuerpos desnudos del discípulo del rostro picado y del buenmozo, súpitos después del brutal esfuerzo de la violación, y en medio de ellos el de Clarissa Lambert, herida, insomne y resignada. A su alrededor, habrá nada menos que un mundo completo en ruinas”.
El acto carnal derrumba al mundo. La tontería de un acto carnal, decirlo así, derrumba al mundo; un hecho aislado, un hecho microscópico, lo ha arruinado todo. La lectura de tan solo un párrafo, microroganismo, nos detalla el evento de ésta y las otras historias.
Aquí aparece la pregunta, desde Goethe planteada, de la lucha complementaria entre lo particular y lo universal, de lo mínimo como reflejo del máximo y de las fijaciones expuestas, por cualquier creador, por tan solo un puñado de temas; el propio autor del Fausto solía ironizar que toda la literatura trataba, en realidad, de tres cosas en lo particular: el amor, la muerte… y acaso las moscas.
En este contexto, Mujer de Pieles Infinitas no es distinto. Sus temas (el todo desde un microscopio, el deseo, el castigo) son los temas que abundan dentro de toda psique occidental, promoviendo (y esto no es un insulto a Daniel, sino a todos nosotros) nuestra incapacidad histórica por crearnos problemas distintos a los de la mujer y el duelo.
Pero no todo está en José Alfredo y en Goethe; alguna vez, Samuel Beckett, un tipo que dedicó todos sus esfuerzos literarios a cerrarnos la puerta hacia otros problemas, dejó en claro que el problema de la literatura era el problema de la forma. Parafraseaba, no sé si a sabiendas de que lo parafraseaba, lo dicho por Goethe.
Sin embargo, decía algo cierto y desde un momento creativo y biográfico congruente con lo expuesto. Por esos años escribía una pequeña pieza teatral, titulada Ohio Impromptu, que exploraba territorios parecidos a los que ha explorado Daniel Escoto: en la obra, un hombre lee a otro, su igual, un texto que describe cómo un hombre lee a otro, su igual, un texto. El texto dentro del texto, descrito de maneras ocultas, a veces apunta que la necesidad de esa lectura interna es, en realidad, la necesidad de compañía; hablamos de amor pero no es lo que importa. Lo interesante está en la forma.
Por eso el ejercicio de Daniel es rescatable, admirable, emocionante. Nos ha presentado no un problema distinto, pero sí una nueva forma de plantearlo. Leer su novela no es un reto, sino una intriga; y pocos autores de los que conozco (y conozco muchos, aunque pocos) gozan del ingenio y la elegancia como para poder enredar al lector en un nuevo enigma.
Concluyo: si un problema se plantea con formas frescas, hay un conocimiento profundo del mismo. La particularidad de Daniel Escoto, nos queda claro, no es más que un reflejo de su enorme entusiasmo por todo lo humano.