Si efectivamente el estar en el terreno de los justos, de los premiados, en el más allá, según las doctrinas que le inculcaron a uno, fuera verdad, sería un mundo positivamente muy aburrido, por eso se dice muy comúnmente en México, yo prefiero el infierno porque ahí están las muchachas malas, ahí está la borrachera, ahí está todo lo que nos divierte pero, por desgracia, pues la eternidad parece que no se da en la naturaleza, no se da siquiera en el cosmos físico, entonces pues todo está condenado a desaparecer.
Ernesto de la Peña
El pasado 6 de septiembre fue distinguido con el XXVI Premio Internacional Menéndez Pelayo 2012, y cuatro días después falleció uno de los pocos sabios mexicanos que han llegado a la segunda década del caótico siglo XXI. Don Ernesto de la Peña se fue pero no se ha separado de nosotros. Su Obra reunida, editada en tres volúmenes por el Fondo de Cultura Económica en 2007, conserva la profundidad de su palabra, y su voz serena y reposada se puede escuchar en los programas “Testimonio y celebración”, “Música para Dios” y “Al hilo del tiempo” que grabó en el Instituto Mexicano de la Radio, y por los cuales recibió en el 2009 el Premio Nacional de Periodismo José Pagés Llergo, en su modalidad de publicación o programa cultural por radio. Vale recordar que también ganó el Premio Xavier Villaurrutia en 1988 por su libro Las estratagemas de Dios; que en el 2003 recibió el Premio Nacional de las Ciencias y Artes, en el área de Literatura y Lingüística, y en el 2007 la Medalla de Oro que otorga Bellas Artes; que en el 2008 le fue concedido el Premio Alfonso Reyes y que este año obtuvo de la Embajada de Austria en nuestro país la Medalla Mozart.
La generosidad intelectual de don Ernesto era proverbial, regalaba sus conocimientos porque estaba convencido de que así adquiría mayor sentido el haberlos acumulado. Su interés por conocer todo lo que le rodeaba, el ser curioso, como él confesó en varias ocasiones, lo condujo desde muy temprana edad a los estantes de la biblioteca de su tío Francisco Carlos Canale, “helenista profundo y médico de diagnóstico impar”, que, por cierto, fue el tercer tesorero que tuvo la Academia Mexicana de la Lengua y ocupante de la silla VIII, de 1915 a 1934. Otro ilustre antepasado de don Ernesto, que se distinguió en la casa mexicana de la lengua española, fue su bisabuelo Rafael Ángel de la Peña, autor de una importante Gramática teórica y práctica de la lengua castellana publicada a fines del siglo XIX, y que se sentó en la silla VI de 1875 a 1906. A ella estaba destinado don Ernesto pues en 1993 se convirtió en su sexto ocupante.
En una entrevista que le hizo la periodista Silvina Espinosa de los Monteros, con motivo del premio otorgado por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Cantabria, don Ernesto declaró que “el lenguaje es la invención más portentosa del hombre”, nueva ratificación de su vocación por la palabra. Para recordar la inteligencia de nuestro humanista me referiré someramente a su discurso de ingreso a la corporación académica, leído el 18 de junio de 1993 y respondido por Manuel Alcalá.
“La obscuridad lírica” es el título del ensayo en cuyos primeros párrafos don Ernesto recuerda a los miembros de su familia materna Francisco Carlos, Eleazar y Margarita Canale; hace elogio de sus compañeros de juventud y colegas José Luis Martínez, Manuel Alcalá y Guido Gómez de Silva; y rememora a Salvador Azuela, su antecesor en el sitial académico.
Con la modestia que no podía evitar aunque se lo propusiera, porque don Ernesto era modelo de elegancia y refinamiento, señala los alcances de su reflexión sobre el lenguaje poético y se sirve de una cita de Roman Jakobson para entrar en materia: “La poesía nos protege contra la automatización, contra la herrumbre que amenaza a nuestra fórmula del amor y del odio, de la revuelta y de la reconciliación, de la fe y de la negación”. Interesado más en “divagar por el huerto cerrado de la poesía”, considera la dificultad que se ha establecido entre el razonamiento lógico y la emoción lírica: “Si intentar definir el lenguaje poético parece empresa descompasada, si no irritante, repetir ese conato frustráneo con la lírica, y en especial con aquella que puede calificarse de críptica, es completamente absurdo. No solo: sería torpeza grave, porque los elementos de lo real, al igual que los ingredientes de lo vivencial, no tienen, por definición, definición. ¿Podríamos describir, siquiera, la electricidad o el magnetismo o, todavía más cercanos, mi sillón favorito, mi preferencia por el tabaco entrefuerte o mis suposiciones acerca de cuál es la mirada más promisoria de una mujer?”.
Convence la apreciación que don Ernesto hace del silencio en la poesía: “Y al decir que la poesía guarda este peculiar silencio, aludo exclusivamente al hecho de que ciertas expresiones del idioma cotidiano, ciertas palabras nuestras, se han escapado de sus alvéolos habituales y han venido a este lugar indefinible a convivir con sus congéneres, que también se han apartado del sentido que comúnmente tienen, para habitar su residencia duradera, que les confirió un poema, un momento de la lengua en que todo su espesor y su hondura pudieron enunciar, o trasmitir, o aludir a la totalidad del poeta, que es testificar, imprimir en el fluir del tiempo, la totalidad del hombre”.
La palabra poética alcanza el momento de la revelación, de la epifanía, sale de su cauce cotidiano para elevarse, de modo que para explicar este valor de la poesía en Occidente, don Ernesto repasa la tradición judeocristiana y la grecolatina, que nos condujeron a la sacralización de lo verbal. Tras el análisis de claves de la poesía mística y de las visitas a las costas de la poesía de Rilke, Huidobro y Vallejo, observa cómo el lenguaje poético trasciende el sistema general y la ejecución individual, y concluye así su discurso, con una emoción digna de un final poético: “[…] la lengua y el habla, pese a su distancia y sus exigencias específicas, se dan la mano en ciertos momentos imprevisibles y crean una realidad diferente, inaccesible para la mayoría, difícil para los entendidos e irrepetible por definición. Estos momentos de tan exigua contextura y aparición tan reacia confieren al lenguaje común un correlato que me atrevería a llamar sobrehumano y que tiene vinculación soterrada con la oración, el delirio de los sentidos, la visión profética y la sílaba iterativa del encantamiento. Siempre cegadores, tienen la virtud de pasar inadvertidos para muchos, pero el ardimiento que los calcina sin menoscabarlos quema sin dejar huella y de su propio fuego sigue viviendo”.
El 21 de noviembre de 1927 nació don Ernesto, damos aquí y ahora modesto testimonio y celebración sincera a su persona y su legado en Este País por su 85 aniversario e invitamos a los amables lectores, a sus radioescuchas y confidentes a conversar con él, escuchando sus programas radiofónicos disponibles en el sitio electrónico del IMER en su sección de Radio México Internacional; o a disfrutar su erudición perpetuada en el disco “Homenaje sonoro” que le dedicó esa institución, una de su privilegiadas casas; o a seguir la amena entrevista que le hizo Cristina Pacheco el pasado 24 de febrero en su programa de Canal Once; y si el afecto es profundo entonces están las páginas de sus libros para interpretar lo que fue la literatura para don Ernesto: “Y es que para él —afirma Ignacio Padilla— cada libro, cada página y cada línea son parte de un diario de fatigas, la bitácora de un recorrido vital por el asombro que le provocan así los libros como las cosas”.
Acabo de leer el artículo que dedican a mi esposo Ernesto de la Peña. Apenas lo descubrí. Me sorprende gratamente que hayan recordado su discurso de ingreso a la Academia al que llamó La oscuridad lírica. Para Ernesto la poesía era la manifestación más importante de la expresión humana. Me habría gustado que hubieran enriquecido el artículo insertando alguna de sus poesías de Palabras para el desencruento. Y también que le antepusiern el don, lo grandes no necesitan esa formalidad, simplemte Ernesto. Gracias