El durmiente
Cuando tenía nueve años mi padre me llevó con él para visitar a su hermana, que vivía en el campo. Como en la casa solo había una habitación para huéspedes, mi tía dispuso un catre que acomodó en el rincón.
Después de cenar subimos a nuestra habitación y luego de apagar la vela nos dispusimos a dormir, lo cual sucedió de inmediato porque estábamos agotados.
A diferencia de mi padre que dormía profundamente, me desperté a mitad de la noche y vi que un hombre joven, vestido con traje y abrigo, entraba en la habitación y se detenía ante la cama donde dormía mi padre. Llevaba una mano metida en el bolsillo del pantalón y con la otra sostenía un cigarrillo. No pude distinguir su rostro porque llevaba sombrero, pero me pareció que observaba con atención a mi padre y le daba la vuelta a la cama como para verlo mejor. Después el hombre movió la cabeza lateralmente como quien a pesar del asombro acepta lo que ve y dándole una calada al cigarrillo echó a caminar de nuevo a pasos largos y desapareció.
–No me lo van a creer —dijo el hombre a sus amigos, con quienes se había reunido para cenar en Mulligan´s—, pero de camino acá me encontré en la mitad de la calle una cama y en ella un hombre que dormía a pierna suelta. Al principio pensé que me había confundido pero no, allí estaba el hombre plácidamente dormido en la mitad de la calle más céntrica de la ciudad. Lo más extraño es que nadie parecía darse cuenta de su presencia, como si aquello fuera lo más normal. No puedo creerlo.
–Hombre, tampoco es tan extraño con la ciudad llena de vagabundos —dijo uno de los comensales dándole un gran trago a su pinta de Beamish.
La película
Comenzó a llover y se preguntó si afuera también llovería. En la pantalla los actores llevaban impermeables estilo Macintosh y paraguas y la posibilidad de que también lloviera en la calle lo angustió porque no iba preparado. La lluvia ganó fuerza inundándolo todo.
Corrió de un zaguán a otro para guarecerse y llegar a casa antes de que su madre advirtiera su ausencia. A esa hora debía estudiar para el examen del día siguiente y no quería imaginar lo que su madre le diría si se percataba de su escapada.
Como no escampaba echó a correr pensando que acaso podría subir a su habitación, secarse y cambiarse muy de prisa y así evitar el regaño materno. Presionado por el tiempo cruzó la calle sin fijarse y cuando se percató del auto era muy tarde. Resbaló y cayó al suelo. El coche se detuvo chirriando tan cerca que le pareció sentir el impacto de las llantas pasándole por encima. Lo sobresaltaron los gritos de alarma.
Se recuperó del susto inmediatamente y, arrastrándose de debajo del auto, se encontró con una mujer rubia envuelta en un Macintosh.
–¿Estás bien?
Él asintió y ella, abriéndole la puerta, insistió en llevarlo y arrancaron sin que le preguntara a dónde se dirigía. Pero lo auténticamente extraño —pensó mientras veía desfilar bajo la lluvia una ciudad ajena—, era su incapacidad para advertir los colores. Todo se veía en blanco y negro. Entonces recordó y, tranquilizándose, supo lo que ocurriría aunque no lo que había sucedido antes de que entrara al cine porque la película ya había comenzado.
El pasillo
A todos nos pareció que la casa era exactamente lo que necesitábamos: espaciosa, acogedora y la luz entraba a raudales. De inmediato mis padres firmaron el contrato y después de hacer un depósito y de que mi tío Ernesto, que era nuestro fiador, lo firmara, nos mudamos.
Mis padres ocuparon la recámara principal. La segunda, más cercana a la suya, fue destinada a Laura y a Emilia, mis hermanas, y la tercera, al final del pasillo, fue la mía porque era el mayor.
La primera noche oí un ruido y aunque mantuve los ojos cerrados percibí una gran luminosidad. Después de un rato abrí los ojos y comprobé que en efecto mi habitación brillaba. Me incorporé y vi a una mujer, tan pálida que se confundía con el resplandor, avanzar a gatas desde la puerta hacia mi cama. Me pareció asombroso porque jamás la había visto antes. Cuando estaba muy cerca le pregunté quién era pero no me contestó y desapareció bajo la cama.
–No entiendo por qué debo hacer estos esfuerzos para meterme en mi cama —refunfuñó la mujer, tan blanca como las sábanas—, aunque es posible que sea a causa de que compartimos el mismo pasillo. Procuro ser lo más discreta pero es imposible desaparecer del todo. Hubiera preferido que nuestras noches no coincidieran pero para qué mortificarse por lo que no se puede controlar. ~
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BRUCE SWANSEY (Ciudad de México, 1955) cursó el doctorado en Letras en El Colegio de México y el Trinity College de Dublín, con una investigación sobre Valle-Inclán. Ha sido profesor en esta institución y en la Universidad de Dublín. Es autor de relatos y crítico de teatro.