Gracias a la elección del domingo, próximamente Grecia tendrá un nuevo gobierno. Lo más probable es que el gobierno esté dispuesto a aceptar los términos de austeridad para seguir implementando un rescate financiero de sus socios europeos, pero el problema europeo está lejos de resolverse. Es más, aunque las noticias griegas hayan logrado tranquilizar los mercados, una solución de fondo es casi imposible.
Es evidente que muchos quieren culpar a los países más endeudados por los problemas que amenazan con convertirse en otra crisis histórica, utilizando lo que Paul Krugman ha denominado como “los cuentos de moraleja tan populares entre los funcionarios europeos”. El narrativo básico es esto: Los problemas en varios países —Italia, España, Portugal, y, desde luego, Grecia— se deben a las políticas indisciplinadas de los gobiernos irresponsables. Y ahora, ya que no pueden pagar la factura, quieren un rescate de los países que sí saben cuidar sus gastos, principalmente Alemania.
Tanto el diagnóstico como la prescripción son muy incompletas. Grecia sí tenía un déficit fiscal encima del máximo europeo de 3% del PIB por varios años, pero el gobierno federal de España, el último país en recibir un paquete de rescate, manejaba un superávit fiscal en la víspera de la crisis, por cierto más grande que el de Alemania; no fue el gobierno sino la banca española que incurrió en deudas insostenibles. Además, la deuda total de Japón, relativa al tamaño de su PIB, es mayor que la de los países que actualmente están arrastrando a Europa, y la de Estados Unidos es peor que todos menos Grecia e Italia. Sin embargo, ni Japón ni Estados Unidos tiene la misma reputación de irresponsables y ellos no sufren de la misma percepción de una crisis inminente. La moraleja popular simplemente tiene una relevancia muy limitada.
Como explica Andrew Moravcsik, el problema de fondo es que los países se volvieron menos competitivos frente a Alemania a lo largo de la década pasada. Mientras este último aprobó reformas para frenar el costo de la mano de obra, el precio por la misma en países como Grecia y Portugal subió de manera exagerada, lo cual generó una brecha en la competitividad.
No hay nada tan mal en eso; todos los países suelen vivir variaciones en su competitividad y la productividad de su labor. Pero la táctica esencial para lidiar con estos cambios es una devaluación ordenada, para que la competitividad se recupere a través de una moneda más barata y las exportaciones se vuelvan menos costosas. Debido a que se encuentran en la Eurozona, esta opción no existe para los países como Grecia o España. Para ellos, devaluar implica salir de la Eurozona, lo cual conllevaría complicaciones enormes y alarmantes, tanto para ellos como para todo el mundo.
La solución de Moravcsik, a largo plazo, para salvar el euro es buscar una mayor convergencia entre las economías del sur de Europa y las del norte. Así, los desequilibrios serían mucho menores y la presión para los países menos competitivos sería más aguantable. Lamentablemente, tal convergencia es fácil de describir, pero bastante difícil de llevar a cabo; si el futuro del euro depende de convertir a Grecia en Holanda, efectivamente ya estamos hablando del fin de la forma actual de esta moneda continental.
Finalmente, entre más se hunde en los detalles, menos viable se ve la zona del euro. Es posible que el entorno actual se pueda mejorar mediante una serie de medidas dolorosas, pero las contradicciones inherentes de la unión monetaria entre tantos países tan diferentes no tiene solución, y seguirá dificultando el entorno económico en el viejo continente mientras tal situación persista.
Para entender por qué está condenado a fracasar, cabe una comparación con México. Como la Unión Europea, México vive en una unión monetaria; es decir, en dos regiones muy distintas y muy distantes, por ejemplo Chiapas y Baja California, un billete de 20 pesos tiene la misma vigencia. Sin embargo, las diferentes regiones de México, como en cualquier país, operan bajo una unión política, con una misma identidad nacional. Por eso, cuando surgen desequilibrios entre dos regiones, hay maneras de arreglarlos sin que la moneda de una región cambie de valor: transferencias federales, programas para mejorar la competitividad regional, rescates para instituciones o gobiernos locales, etcétera.
Todo eso cuesta dinero, pero cuando estamos hablando de mexicanos ayudando a otros mexicanos, a través de acciones del Congreso y el Ejecutivo mexicano, es un proceso relativamente sencillo. Una resolución de la situación en Europa, en cambio, requiere que los contribuyentes alemanes (y franceses, holandeses, belgas, etcétera) rescaten a ciudadanos de otros países, a través de un nudo complicadísimo de gobiernos nacionales y mecanismos supranacionales. Sencillo no es.
Y, tal vez lo más importante, si las políticas actuales no les agrada, los mexicanos pueden influir en las medidas económicas que se implementen o, en su defecto, pueden escoger nuevos líderes. No es así en Europa. Los griegos eligieron un nuevo gobierno el domingo, pero este tendrá un impacto relativamente limitado sobre su futuro económico, ya que los griegos no pueden elegir a los líderes alemanes.
Más aún, la migración de una región a otra es una válvula irreemplazable para aliviar las consecuencias de los desequilibrios económicos —los yucatecos pueden mudarse a Nuevo León, tal como los residentes de Michigan pueden buscar oportunidades en Washington DC o Carolina del Norte. En cambio, las barreras lingüísticas, culturales y reglamentarias representan un impedimento mucho más complicado para los residentes de Madrid o Atenas que quisieran mudarse a Berlín o Hamburgo.
Es por eso que el proyecto europeo se encuentra en un estado inviable. Aunque sirva una serie de rescates para mantener el status quo actual (cosa que por cierto me parece poco factible), tarde o temprano el marco político y económico que hoy prevalece será insuficiente para lidiar con las presiones inevitables. La decisión es esta: o una unión política más profunda acompaña a la unión monetaria, o la Eurozona se reduce a un número menor de países económicamente similares.