Es por lo menos paradójico que hasta el ateo más ortodoxo tenga compadres, que hable de calor infernal, del éxodo del campo a la ciudad, de reformas que quedaron en el limbo, manzanas de la discordia, chivos expiatorios y satanizaciones. También que, sin rubor, llame mesías a los políticos populistas, afirme no comulgar con una idea (ni con ruedas de molino); que piense que martirio y tortura son sustantivos intercambiables, estime que alguien predica en el desierto y lamente vivir un vía crucis (o calvario) cuando tramita algo en una oficina gubernamental.
Aun a nuestro pesar, somos partícipes de una moral judeocristiana que, además de dotarnos de valores “universales incuestionables” prohíbe, entre otros, el incesto y la antropofagia. En sus primeras ediciones, los Principios de Engels se llamaron Catecismo comunista, lo cual era un oxímoron solo en apariencia. Se diría que la fe entró con sangre y en ella se quedó.
Abundan en nuestra lengua dichos de origen religioso aun cuando no se trate de asuntos de credo. Así, repicar y andar en la procesión es sinónimo de silbar/chiflar y comer pinole; ambas expresiones, si bien metaforizan realidades diferentes, indican la inconveniencia de hacer dos cosas a la vez. Algo parecido ocurre con expresiones como ni de milagro, que compite con ni yendo a bailar a Chalma. Existen acólitos de los partidos políticos, amigos que son ángeles de la guarda, rosarios de mentiras/excusas, apóstoles de la democracia, etcétera. Se acepta que determinado documento es una biblia, que alguien sermonea o que en el pecado se lleva la penitencia.
Si en la historia de la humanidad nunca hubiera existido el cristianismo, muchas pinacotecas contendrían acervos naturalistas; el repertorio de grandes compositores como Bach o Händel resultaría irreconocible; quién sabe qué habría decidido esculpir Miguel Ángel; la arquitectura habría sido más utilitaria y la filosofía en poco diferiría de la antropología. La civilización cristiana ha sido a tal grado dominante que ha conseguido imponer al resto del planeta el año cero del calendario y efemérides como la Navidad, la Pascua, la semana de siete días y el descanso dominical.
Hay en el discurso religioso intercambios verbales durante la confesión y también rezos, como el rosario o el padrenuestro, que con su cadencia hipnótica adormecen las aflicciones. Nuestras expresiones provienen de dos libros que narran viejas leyendas que se nos presentan como hechos cercanos. Del Antiguo testamento, imágenes como el diluvio, Babel, las decisiones salomónicas, la tierra prometida, la travesía del desierto, sodomía en Sodoma, el apocalipsis, el juicio final y, por supuesto, conceptos como pecado, milagro, ángel, diablo, paraíso, purgatorio e infierno. Del Nuevo testamento, dar/recibir el beso de Judas, tirar la primera piedra, crucificar a alguien o persignarse.1
No satisfechos con estas imágenes cristianas, se han integrado a nuestra habla diaria elementos de otras religiones, como el karma, la montaña de Mahoma y la Meca (del cine, por ejemplo). Resulta casi chusco que cuando los hispanohablantes dejan algo en manos de Dios invoquen a Alá, la divinidad musulmana: ojalá (del árabe hispánico law šá lláh), en vez de la cristiana.
Los llamados nombres de pila (bautismal, obviamente) son tan familiares que ya no percibimos su procedencia bíblica: Eva, Moisés, María (y sus apariciones regionales: Guadalupe, Lourdes, Fátima, Pilar); Jesús, José, Inmaculada, Concepción, Magdalena, Salvador; o apellidos: Cruz, Bautista, Monasterio o Iglesias. Toca a antropólogos y psicólogos determinar el peso de la virginidad de la Virgen en la educación sexual o la eficacia del ícono guadalupano que incluso desalienta incivilidades, como tirar basura en la calle.
Los rituales religiosos están presentes en los tres momentos cruciales en la vida: nacimiento (bautismo)2, matrimonio (boda) y muerte (velorio); este último suele tener lugar aunque el finado no haya aceptado ni participado en los dos primeros; es como si sus deudos desearan limpiar el expediente laico practicando el último sacramento. Las campanas de la iglesia tañen o repican para una misa pero doblan por un difunto. Además de esas celebraciones personales, conmemoramos el nacimiento y la muerte de Cristo; los belenes, es decir las escenificaciones de aquel, ornamentan millones de casas simultáneamente; en las pastorelas y posadas mexicanas todavía se siguen representando las horas previas a ese alumbramiento. La muerte de Cristo, por su parte, se materializa en crucifijos de todos materiales y tamaños. Gracias a historias fantásticas como la de los Santos Reyes, la religión y sus bondades se instalan en la mente desde la más tierna infancia.
Mención aparte, por todo lo que entraña un fenómeno como la lexicalización, merecen interjecciones semejantes a ¡caray! o ¡caramba! utilizadas para expresar sorpresa, preocupación o alivio: ¡Jesús, María y José!, ¡Dios mío!, ¡Bendito sea Dios!, ¡Virgen purísima/santa!, y andar con el Jesús en la boca. Estamos conscientes tanto del poder divino como de la fragilidad de nuestras expectativas, por ello decimos que haremos algo si Dios quiere/primero Dios; cuando el interlocutor pronostica algo negativo, las invocaciones Dios guarde la hora o ni lo quiera/mande Dios mitigan el temor. Hacer una tarea como Dios manda significa hacerla apropiadamente.
Esto es solo una parte de lo que los hispanohablantes llevamos siglos cargando. La cruz no pesa, lo que cala son los filos. ~
1 En México, entre comerciantes callejeros, también significa hacer la primera venta del día.
2 En lenguaje popular, hasta el vino y la leche “se bautizan”, es decir que son adulterados con agua.
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Profesor de literatura francesa en la Facultad de Filosofía y Letras y de español superior en el CEPE de la UNAM, RICARDO ANCIRA (Mante, Tamaulipas, 1955) obtuvo un premio en el Concurso Internacional de Cuento Juan Rulfo 2001, que organiza Radio Francia Internacional, por el relato “…y Dios creó los USAtm”.