De todos los males provenientes del crimen organizado, no existe una provocación más alarmante que el terrorismo. Tal táctica ataca a los inocentes que el gobierno tiene la responsabilidad de proteger; es impredecible, así que es difícil que los mismos ciudadanos tomen medidas para protegerse a sí mismos; reduce la actividad económica que es la base de una sociedad próspera; y obliga a todos a vivir con temor. Es diferente que el llamado daño colateral, porque la muerte del inocente no es un accidente; al contrario, es el propósito explícito de la agresión. En fin, la presencia de terrorismo baja la calidad de vida para todos, cosa que multiplica el daño tremendo proveniente de las muertes y lesiones que éste provoca.
El terrorismo se asocia hoy en día con las bombas y el extremismo musulmán pero la táctica es adaptable a muchas circunstancias diferentes, y sería un error pensar que por la lejanía del Medio Oriente, México está inmune a los peligros de las tácticas terroristas. Es decir, si uno quiere un ejemplo claro de terrorismo, no tiene que fijarse más allá que Torreón, Coahuila.
La madrugada del 7 de enero, grupos armados atacaron una serie de bares en Torreón, matando a ocho personas. El único error de las víctimas fueron las ganas de unas cheves, un pecado que del cual casi todo el mundo es culpable. Es decir, fueron inocentes. Los asesinos no los buscaron por su relación con un grupo rival, sino porque estuvieron presentes en el lugar dado. Los matones no usaron bombas, y no creo que hayan sido extremistas religiosos, pero buscaban sembrar miedo en el público y mandar un mensaje espectacular a sus rivales a través de los cuerpos acribillados de civiles. Fue terrorismo.
No es la primera vez que pasa así en Torreón. En 2010, sucedieron tres casos parecidos, en que grupos armados llegaron a bares o quintas, y empezaron a disparar indiscriminadamente contra la multitud. Docenas de personas se murieron, y más aún se quedaron lesionados en El Ferrie, Las Juanas, y la Quinta Italia Inn. Igual que hace unas semanas, las víctimas no fueron ultimadas por sus labores en el mundo criminal; se murieron por el simple hecho de haber escogido el lugar equivocado para la pachanga semanal.
Si una persona (o un grupo de personas) tiene la determinación fijada de disparar al azar contra una multitud indefensa, es casi imposible pararlas. Si el chiste es disparar contra inocentes, pues sobran “blancos blandos” en cualquier ciudad del mundo, no importa la cantidad de policías o militares que se despliegan en una zona. Siempre hay límites a la habilidad del Estado de monopolizar la violencia y proteger a los ciudadanos.
Pero el gobierno sí puede desalentar futuros ataques, esclareciendo los hechos y castigando a los responsables y sus socios. Y precisamente esto no pasó después de los ataques de 2010. Semanas después del último, salió la noticia de que los grupos habían salido de la cárcel de Gómez Palacio en las noches para realizar los ataques, para luego regresar a su vida tras las rejas. Con este dato escandaloso, se dio fin al asunto, pero muchas preguntas nunca se contestaron. Peor aún, muchos culpables nunca se identificaron.
Así pues, no es tan sorprendente ver una repetición de estos ataques, porque el mensaje del gobierno de Calderón (y los demás gobiernos relevantes) fue tan débil. Como criminal operando en la Comarca Lagunera, la lección fue: matar a inocentes no es tan, tan mal visto, y lo puedo hacer sin asegurar que se acabe mi carrera criminal.
Cabe una comparación con la reacción al asesinato de Jaime Zapata, agente federal estadounidense, en febrero de 2011. En aquel momento, la respuesta de las autoridades relevantes fue contundente. Aunque no fue un ataque intencional contra los Estados Unidos, sino un caso de identidad equivocada, el asesinato provocó una ola de detenciones, mensajes públicos de que no se permitiría provocaciones así, hasta órdenes al culpable de sus jefes criminales de entregarse, cosa que luego hizo. Los Zetas se convirtieron en el objetivo principal de ambos gobiernos. Todos los actores relevantes, desde los oficiales hasta los mismos criminales, reconocieron que no se vale matar a agentes estadounidenses. Desde luego, es una política que celebro, pero la pregunta obvia es porque no se aplica la misma lógica a los actos de terrorismo.
El gobierno de Peña Nieto ha hablado con frecuencia y sabiduría sobre una nueva lista de prioridades criminales, y la necesidad de implementar una estrategia disuasiva. Representa un cambio loable después de la agresión robótica de Calderón, pero por lo pronto, el cambio es más retórico que operacional.
El caso de Torreón representa una oportunidad de convertir sus palabras en hechos. Ojalá y lo hagan; ojalá y se castigue esta serie de ataques con la contundencia merecida.