El Domador de Polillas | Rocío Franco López
Etxebarria, Lucía, Beatriz y los cuerpos celestes, Barcelona: Ediciones Destino, col. Áncora y Delfín, Premio Nadal 1998, 265 pp.
En efecto me da un tanto de resquemor hacer esta reseña, pienso que en cualquier momento, luego de leerla me saltarán encima una horda de detractores de Lucía Etxebarria.
Yo la verdad es que no encuentro el motivo de tanto odio encarnizado hacia esta mujer (revise en internet y por todas partes encontrará blogs, notas y comentarios enconosos en su contra). Sí, claro, ha estado acusada de plagio en al menos cuatro ocasiones, pero lo cierto es que ha producido otro tanto (no es que la disculpe, pero quienes la odian comentan poco acerca de esto).
Cierto, el plagio no es nada bonito, pero recuerden que hay personas a las que incluso se les ha premiado por ello, si no me creen pregúntenle al peruano aquél al que los representantes de la Feria del Libro de Guadalajara le fueron a dejar su premio a su casa para que no fuesen a lapidarlo.
El caso es que no puedo decir que la Etxebarria me caiga bien o mal. Me parece una mujer atrevida y trabajadora, que tiene sus propias opiniones y que las defiende, así de llano. Que si tanta agua lleva el río es porque bastante de cierto habrá, es seguro. Pero creo que también hay unas pizcas de misoginia en medio de todo. Así que dejaré de lado el mundanal ruido y retomaré lo que me ocupa que es la novela Beatriz y los cuerpos celestes, escrita por esta mujer y ganadora del Premio Nadal en 1998.
Cierto es que no me parece una novela maravillosa, acaso bonita, y su autora lo sabía, ¿si no para qué le pondría el subtítulo de “una novela rosa”? Sin embargo, lo que rescato de esta novela es el tono de la mujer urbana y actual desde el que está narrada la historia.
Beatriz es una adolescente madrileña que vive con unos padres bastante acomodados, pero mientras crece uno va descubriendo a una chica confundida, temerosa de convertirse en mujer, antes que temerosa, quizá debiera decir que ignorante de lo que es ser mujer; es decir, ¿qué aspectos de la sexualidad garantizan a las adolescentes de hoy su inserción en el carrusel de la circulación carnal?
No lo sé, Beatriz tampoco lo sabía, no sabe cómo vestirse para ser sensual, no sabe cómo salir de ligue en las noches de viernes, no sabe y no le importa. A ello deben sumarse también sus confusiones y dudas en otros aspectos de la vida: ¿qué es el éxito?, ¿cómo es que se “debe” vivir en la sociedad?, ¿cómo es que se decide lo que quieres “ser”?, y además, la fuerte presión familiar por el adocenamiento.
Beatriz, como tantas otras chicas, decide entonces conducir su existencia por otros rumbos que quizá no la satisfacen más, pero al menos le multiplican las perspectivas y la diversión. Es así como la autora nos lleva por las noches madrileñas de marcha incontenible, de discotecas, de música ensordecedora, de sustancias que corren a granel —siempre y cuando se tenga para pagarlas— y del ejercicio de una sexualidad desprejuiciada que se da oportunidad de rebuscar en tanto se decide.
Beatriz va creciendo junto a Mónica, su mejor amiga, ésta sí, sexualísima, promiscua, desenfadada, y con todo lo que quiere a su alcance; una niña mimada de esas que obtienen todo apenas con un guiño. Beatriz la tolera porque la quiere, o mejor dicho, está enamorada de ella. Incluso acepta que Mónica la introduzca en el menudeo de drogas. Bea entonces es enviada por sus padres a estudiar a Edimburgo.
En Edimburgo cambia su vida. Se interesa más por estudiar y por hacerse una reputación de universitaria lesbiana, de hecho comienza a vivir con Cat, una rubia que la ama intensamente, pero más tarde o más temprano, el pasado de Beatriz la lleva a la añoranza. Y al regresar a Madrid se encuentra con muchas sorpresas.
Más tarde la propia Lucía confesaría que esta novela es bastante autobiográfica pero decidió enviarla al Nadal para aminorar el escándalo que ocasionaría en sus progenitores (yo jamás hubiese hecho tal confesión, so consecuencia de quedar como una timorata).
El título le viene de una metáfora contenida al comienzo de la novela, quizá la parte más hermosa del libro, en la que se habla de la órbita cementerio en la que se pueden paragonar las personas y los satélites espaciales convertidos en basura.
Si necesita un libro dominguero, como para descansar de las brutalidades decibélicas de su ajetreada vida, tómelo y léalo. (Yo incluso hice una nota en el mío que dice: “Léase escuchando Space Oddity”, aunque quizá vaya un tanto sobrado, ya usted verá.)
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Hay materia que brilla en el universo, sí, esas estrellas que dan luz y calor, las gigantes rojas y las enanas amarillas; pero también hay materia oscura, agujeros negros, planetas enfriados, estrellas errantes, enanas marrones, lunas desiertas y órbitas cementerio. […]
Piensa en la soledad de los satélites, la soledad orbital. Abandonados por aquellos a los que una vez sirvieron. Olvidados y fríos. Rodeados del vacío más yermo y absoluto, en el silencio helado del universo helado, cubiertos de una capa de escarcha que no brilla, que no tiene siquiera ya luz que reflejar. Inmóviles y dignos en su glacial retiro, satélites difuntos, cadáveres exánimes de gélida chatarra, antiguallas que fueron monstruos de acero y hierro, que una vez transmitieron fechas, datos y cifras a los que concedían importancia crucial. Fechas, datos y cifras a los que ahora nadie recuerda. Ni la fuerza del hierro escapa al desamparo. […]
A veces pienso, Mónica, dondequiera que estés, que a mí me ha pasado lo mismo. Que fui enviada al mundo con una misión: comunicarme con otros seres, intercambiar datos, transmitir. Y sin embargo, me he quedado sola, rodeada de otros seres, que navegan desorientados a mi alrededor en esta atmósfera enrarecida por la indiferencia, la insensibilidad o la mera ineptitud, donde una nunca espera que la escuchen, y menos aún que la comprendan. A nuestro alrededor giran universos enteros, estrellas, soles, lunas, galaxias, aerolitos, grandes constelaciones, nubes de gas y polvo, sistemas planetarios, materia interestelar. Hasta basura espacial. […] Pero sobre todo, un silencio insondable que todo lo absorbe. Un vacío enorme y negro, una quietud indescifrable.
Y aunque sé que no debería ser así, el caso es que me siento a millones de años luz de cualquier señal de vida, si la hay, que se desarrolle a mi alrededor. Siento que navego en la órbita cementerio.