Hace unos días, la administración de Obama anunció planes de enviarles armas a los rebeldes que pelean contra el dictador sirio, Bashar al Assad. La medida viene como respuesta a la confirmación de que las fuerzas de Assad sí utilizaron armas químicas en la guerra, una clara violación de las leyes internacionales y la llamada “línea roja” previamente establecida por la administración de Obama. Además, responde a una serie de reveses por parte de los rebeldes, que los deja en una situación estratégica muy complicada. Lo anunciado representa un incremento tímido, ya se estaba canalizando asistencia militar a los rebeldes a través de terceros, pero importante ya que el gobierno de Obama ha hecho una apuesta explícita y pública contra Assad. Es decir, de aquí a un papel mucho más activo en el país árabe, hay poca distancia.
Por lo pronto, es un paso que no satisface a nadie. El debate en los círculos estadounidenses se ha dividido entre los que abogan por un papel más robusto que implique medidas como una zona de exclusión aérea o el envío de fuerzas especiales y los que prefieren que no se meta de ninguna forma en este conflicto civil. El primer grupo argumenta que para influir en el resultado de la guerra, se requiere mucho más; el segundo considera que esto es un peligroso primer paso hacia la inmersión en una pelea sin fácil solución.
De forma paralela, los israelíes —vecinos y enemigos de Assad pero aliados eternos de los estadounidenses— se quejaron de que Obama actuó de manera tardía y débil con esta entrada. Los aliados europeos, cuyo apoyo fue vital para el operativo en Libia hace dos años, reaccionaron con poco entusiasmo ante el anuncio de Obama.
La diversidad de opiniones refleja una realidad incómoda, una situación en que todas las opciones presentan costos importantes e inevitables, y beneficios poco claros. Veamos las tres posibilidades desde el punto de vista de Washington:
1) No hacer nada. Esta opción evita que Siria se convierta en el Irak de Obama y así, puede evitar un conflicto mayor con otros poderes muy interesados en el resultado: China, Rusia, y, sobre todo, Irán.
Pero lo más probable es que no hacer nada otorgaría la victoria a un Assad ya fortalecido y provocaría una ola de masacres en contra de los rebeldes y sus zonas de influencia. Irán y el grupo terrorista Hezbollah, que ha entrado para pelear por el lado de Assad, saldrían ganando también. Las fuerzas más hostiles al occidente del mundo se fortalecerían bajo este escenario. Y peor aún, ignorar el uso de las armas químicas marcaría un precedente peligroso; tal táctica no se puede considerar un tabú si nadie hace nada para castigar a los que violan la norma.
2) Mandar la asistencia suficiente para que los rebeldes no se queden derrotados. Esta elección tiene la ventaja de prevenir una victoria segura de Assad mientras EE.UU. evita un papel demasiado grande, especialmente la inserción de sus tropas. Además, deja abierta la posibilidad de que por su cuenta, los rebeldes reviertan las tendencias recientes y acaben con el régimen de Assad. Visto así, combina lo mejor de todo.
Sin embargo, no es una apuesta para ganar la guerra, sino para alargarla. Puesto que la violencia que ha cobrado 100 mil vidas en 2 años y medio continuará, esta decisión, por más fácil que parezca desde Washington, es la que más sangre derramaría. Peor aún, nadie sabe qué es la asistencia necesaria para mantener a los rebeldes en la pelea, ni si el incremento en la participación estadounidense provoque lo mismo de Irán y Hezbollah. Puede resultar que la asistencia financiera y militar no sea suficiente; puede resultar que unos cuantos ataques aéreos tampoco logren el objetivo; puede que lo único que evite la victoria de Assad sea una invasión de tropas estadounidenses. De ser así, esta alternativa no ofrecería la combinación idónea; al contrario, resultaría difícil distinguir esta opción con la siguiente.
3) Meter todas las fuerzas necesarias para asegurar la derrota de Assad, sean bombarderos o, incluso, soldados terrestres. Esta opción tiene el beneficio de castigar y eliminar a un dictador horroroso y sus aliados, cosa que teóricamente deberíamos festejar.
Sin embargo, la misma lógica prevalecía en Irak hace poco más de una década, y la decisión de invadir aquel país resultó ser un desastre. Muchos de los porqués detrás del catástrofe iraquí son iguales a los que enfrentamos hoy en Siria. Sería bastante costoso, hay poco apetito mundial para tal operativo, y, más importante, hay muy poco conocimiento de los contornos de la sociedad más allá de la élite política. Todos podemos estar de acuerdo en que Assad es un monstruo, pero seguramente no es el único monstruo en Siria con ambición de poder y serviría muy poco derrocar a un dictador para sustituirlo con un régimen igual o peor.
Lamentablemente, no hay mucho conocimiento de los rebeldes que pretenden reemplazar a Assad y que pronto recibirán armas estadounidenses. Las entregas ayudarán a que se conozca un poco más de los grupos insurgentes pero en situaciones parecidas, los estadounidenses a menudo han elegido el caballo equivocado, como en el caso de Ahmed Chalabi, el iraquí exiliado que enamoró al Washington de Bush antes de la invasión de 2002. No obstante, contaba con muy poca influencia política dentro de Irak, y el patrocinio de Chalabi se convirtió en un signo de la ignorancia gabacha del país que pretendía liberar.
En fin, el gobierno de Obama puede tomar la decisión que quiera en Siria sin embargo, todos los caminos están lleno de peligro. Y ni una de las opciones ofrecen una pronta solución al horror en Siria, el corazón de la región más inestable del mundo.
Fotografía tomada de http://www.flickr.com/photos/61606819@N07/5606924846/