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(No hay que perder el humor)
“Si la literatura me ha ocupado en cuanto a proyecto de vida”, dijo Susan Sontag alguna vez, “primero como lector y después como autor, se debe principalmente a mi interés en otras almas y dominios, otros mundos y territorios”.
Puede referir al mundo de la fantasía, a esa dimensión narrativa en donde el juego de idealizar, incluso en los escenarios más realistas, se emprende con un entusiasmo digno de una señorita lectora del siglo XIX. La literatura como divertimento, novela multidimensional de donde florecen las emociones más cándidas, acusa la mente de algunos autores/lectores como un universo propio en donde existen, nada más, realidades propiamente “li-te-ra-rias”. Un asunto muy del XIX. Etcétera.
Explico: la idea se resume en plantarse en los zapatos de Emma Bovary, una que no existe pero que se relata como si hubiera existido. Ahí podemos encontrarnos con alguna “otra alma”, diría Sontag, de nuestro interés, relacionar lo nuestro con lo suyo, proyectar, inventar, jugar. La idea literaria del modernismo temprano, en donde el magnetismo de la televisión no figuraba en el horizonte de los entretenimientos y las posibilidades urbanas eran demasiado áridas. Cualquier personaje interesaba.
Las niñas entonces jugaban a la inocente risa decimonónica y algunos inventos comenzaban a revolucionar sus consciencias (las novelas francesas del periodo así lo buscaban, con Balzac y las otras novelas inglesas “de familia”). Sin embargo, todo se resumía en la aventura “del otro”, del personaje a proyectar con la lógica del interés propio: somos Emma Bovary por nuestra falta de libertades, nuestra temeridad, alguna cosa de esas.
Igualmente aburridos los activos del siglo siguiente, en donde la reflexión supuestamente “seria” en torno a la existencia se ha asumido como una revelación literaria casi tan importante como la propia socrática en Filosofía: Sartre apantalló a propios y extraños con noveletas intrascendentes que “imaginaron”, también, a un hombre enjuiciado por su condición efímera; Hemingway buscó de siempre medir los tamaños de su hombría y de las faltas del hombre para con la naturaleza; autores menores, cuyos clones pululan hoy en día, redujeron el ejercicio de la palabra y el pensar “del otro” a un ejercicio aburrido y falto de identidad en los mundos de la orgía, el alcohol y demás placeres mundanos. No hay nada más risible que algún emulador de Bukowski, como si aquello le diera al personaje en cuestión un dejo de personalidad.
Porque son pocos los valientes que han interpretado la máxima de Sontag en otro sentido: las palabras no son más que un vehículo hacia otra cosa, una especie de mal necesario. No sirven para “imaginar” en un otro, sino para explicarlo. La diferencia es importante: los juegos de la imaginación suceden a partir de desplantes descriptivos (“es blanca, como una flor”), mientras que el juego explicativo es directo y se asume de una forma mucho más intuitiva (“es blanco porque…”). Nos interesa la palabra porque es una forma efectiva de transmitir ideas. Nada más.
“Entonces hablamos de otra cosa, que no es ficción”, podría decir alguno. “Entonces no estamos pensando en el acontecer literario”.
Y aquello sería mentira: son todavía menos los autores que han entendido la naturaleza propia de su juego. Literatos que, más allá de “imaginar” o “explicar” o “proyectar” a un otro, han asumido el problema propio de “lo que es literario”. Qué es literario. Qué puede ser literario. Etcétera.