Sobre la imagen de Mick Jagger se pueden leer algunas cosas. La memoria retoma un texto en lo particular: “Él nunca”, leía lo referido, “podrá satisfacer la imagen [platónica, subrayo] que tiene el mundo sobre el personaje”.
De alguna manera, se implicaba, estaba condenado a alguna suerte de fracaso. Como si aquello tuviera que explicarse para el resto de los mortales o las celebridades no lo fueran por eso mismo. Por el fracaso de su propia humanidad. Como si cultivar la idea de un personaje, muerta persona, no fuera el camino inmediato hacia la fama. Como si todos fuéramos ricos, o todos fuéramos pobres, y entonces pudiera empobrecerse algo más en nuestro espíritu. Es interesante pensar que Jagger nunca ha podido ser ése Jagger, pero en un plano netamente físico.
Como una imposibilidad de la imagen, el asunto interesa: la imagen que usted ha formado de Mick Jagger, probablemente, sea una fotografía inventada por su mente.
Así podemos imaginar a un Jagger en los años culmen de los Stones, cantando en París, debajo de una luz roja. Podemos pensar en que el rostro empieza a azotarle con arrugas, que la televisión (porque, claro, es un evento televisado) no le hace justicia cromática o cualquier otra tontería literaria.
(Imaginación)
Lo hermoso es que la imagen existe y es probable pero no puede constatarse. Quizá se encuentre en algún lado, o se construya de algunos otros episodios pictóricos, o sea una creación exclusiva; el asunto es que Jagger es ese Jagger y él poco se puede hacer al respecto. Su imagen es ya propiedad de su mitología.
Hay otros momentos en donde cabe la pregunta: ¿aún cuando sea un evento imaginario, digamos personal y ficticio, pudo haberse dado una situación real de enorme semejanza con la de nuestra fantasía? Es fantástico siquiera plantearse la pregunta: la vida de alguien transcurre en un cruce de infinitos tan extraordinario (un Aleph, acotaría el poeta) que cualquier escena que imaginemos de su vida pudo haber sucedido. “Ahí está”, mapea nuestra mente, “preparándose una buena tasa de café en esa cocina”.
En el caso de Jagger esa imaginación funciona por su propio hermetismo. Por su contradicción: ahí radica su mito y la enorme facilidad que tenemos para imaginarlo. Un tipo como Lennon, por ejemplo, era un sensible de inseguridades peligrosamente cercanas a las de todos, con un ánimo de grandeza dolorosamente cercano al de muchos y, ahí fallaba siempre, una falta rotunda de humildad, como la mía. La persona de John Lennon es fácilmente trazable, se ha documentado a la par de su cuerpo de trabajo y, cronológicamente, es distinguible: primero el ambicioso, después el más personal, el lúdico y psicodélico, el experimental, el político, el perdido, el muerto.
Jagger, en cambio siempre ha sido impecable en la dificultad para rastrearle. De ahí que la fantasía deambule, juguetee, se sirva para siempre de su cuerpo. Es un aristócrata de tabloide, claro, pero nadie nunca ha podido entender por qué es que baila así. Sucumbe ante el néctar más suculento del blues rural y al momento siguiente, de tajo, puede sentarse a lado de Christina Aguilera. Es el responsable directo de tres de las grandes obras en la historia de la música popular (Beggar’s Banquet, Sticky Fingers, Exile on Main St), aunque poco después se haya convertido en un foco farandulero en la más pura tradición de Liberace.
El mito es tan enorme que su imagen construida (pensemos en el plano de lo material) fácilmente es rebasada por los mitos de su día a día. ¿Cuál será el evento más extraordinario en la vida de Mick Jagger? ¿Cómo respondería él a esa pregunta? ¿Habrá suceso alguno que resalte dentro de tan abultada y (suponemos) biográfica leyenda?
Ron Wood dijo alguna vez que la fama no era más que una “jaula dorada”. Más allá de la alegoría simplona, pareciera ridículo aceptar tal afirmación: para cualquiera de los Stones, la figura ideal ha superado cualquier imagen de sus realidades: no es posible sentirse aprisionado, pues aquello es propio, nada más, de los mortales y la memoria.