Éramos tres en medio de la plaza,
cada uno con su historia,
cada quien su silencio,
con su noche cada quien a cuestas.
Yo miro el templo de Santiago,
al lado murmuran las ruinas de cantera,
bajo la luna, un fractal neón
atrapa los muros de vidrio.
En uno de los edificios dormidos
nos espera mi casa a oscuras:
los libros y el café
sumidos en el tibio balbuceo
de una lengua en la que apenas
comienzo a nombrar
el espacio que habito.
De todos los caminos posibles
MaryCarmen escogió este.
“Hoy será la noche”, dijo.
Emocionados salimos del café.
Emmanuel como un nuevo juglar
sembró de historias el camino bajo
[tierra.
Nuestras risas se apagaron
apenas salimos del vagón.
Atravesamos en silencio la Unidad.
Por nuestros oídos solo ha entrado
el susurro de los eucaliptos y los sauces,
cada paso nos llenaba
de una extraña emoción, de sentir
que algo ocurriría esta noche,
algo más que nosotros tres en medio
[de la plaza.
Venimos
por algo que no sabemos nombrar,
venimos hace más de diez años
caminando por los mismos rumbos:
desde el salón de clases al café
calles repletas de consignas, una
[escuela
como casa, compañeros tan hermanos,
una huelga nuestra adolescencia,
las celdas siempre celdas.
La primera vez que pisé este suelo,
no imaginé que aquí viviría,
la primera vez llegué gritando
“Vestido de verde olivo,
políticamente vivo …”
Quizá venía con él,
porque ya desde entonces
nos alegrábamos las palabras grises,
desde esos días venimos juntando
[historias,
preguntando por qué,
escarbando entre líneas, para entender
venimos.
Dicen, me dice casi en un susurro,
que …en trece de agosto,
y a hora de vísperas
en día de Señor de San Hipólito,
año de mill e quinientos
y veinte y un años…
se prendió Guatemuz y sus capitanes
Llovió y relampagueó…
y tronó aquella tarde…
con más agua que siempre
dice el viejo soldado queriendo
su pedacito de nuevo mundo.
Éramos los tres por vez primera.
Él y yo hemos venido muchas otras,
a sentarnos, a caminar, a estar de pie
a mirar este pedazo de la tierra,
hecho de tres pedazos,
de nuestras tres caras sumidas en la
[noche.
Pero antes fue solo arena,
un montículo de arena sobre el lago
luego rica ciudad, mercado populoso,
última trinchera, Colegio Ymperial,
cárcel, túmulo de estudiantes
…es lo que ha hecho
el Dador de la vida en Tlatelolco.
Dicen que llovió esa tarde, sobre la
[plaza
quedó el rastro de cuerpos y zapatos:
piedras rojas brotaron de los muros.
Pero el general arguye que ordenó
…que no matase ni hiriese a ningunos
[indios…
solamente en el caso de que el Ejército
sea invadido con armas de fuego…
y aun así que solamente se defendiese
y no les hiciese, otro mal…
para evitar desgracias en personal
[inocente.
Así dicen Cortés o García Barragán,
o cualquiera en cualquier plaza,
como si ignoraran
lo rápido que florece la muerte.
Y yo no sé de qué manera lo escriba,
pues en las calles y en los mismos
[patios
del Tatelulco no había otra cosa,
y no podíamos andar
sino entre cuerpos y cabezas de indios
[muertos…
Llovió y relampagueó
sobre la carne perforada,
los cráneos vueltos cuencos por el agua,
las costillas rotas, las tráqueas
y vértebras molidas, los tejidos
traspasados, los músculos contusos,
los pulmones sin oxígeno,
los hígados dañados, la sangre aún tibia
entrando en el silencio de la piedra
caliza que guardará memoria
de las palabras agolpadas
tras los labios inertes:
nosotros iremos hacia el sol…
Esa mañana fría,
de la que se ausentaron tantos ojos,
amaneció la plaza herida.
Piedra manchada en la memoria de la
[urbe,
piedra en el zapato de un pueblo
[vacilante,
piedra en el buche tricolor retacado de
[piedras,
piedra en la garganta de mi amiga,
que viene a esta plaza por vez primera.
Casi niña se lo prohibió,
se condenó a vivir al margen:
mordiéndose los labios,
llorando hacia adentro
el silencio de comidas obligadas,
la fortuna ominosa del abuelo Castillo
y los sus muertos
que no supieron de su asesino.
Éramos tres y no me he dado cuenta:
ella se ha adelantado hasta la placa
se ha detenido
con todo y su silencio,
de pie ante la estela de los caídos.
No sé desde hace cuánto
se habrá quedado sola, inmóvil.
Por el brillo de su blusa
tan blancamente idónea, la reconozco
arrodillada en la penumbra
de esta noche cualquiera,
buscando en su interior las palabras
para hablar con los muertos
que siente como piedras en sus pasos.
Ella rompe el silencio en esta plaza,
el no decir trémulo
de su ascendencia militar,
de su abuelo paterno,
general que ganó su grado el dos
de octubre en esta plaza,
mucho antes de que ella naciera,
muchas veces condecorado
por las muchas vidas tomadas
impunemente
mucho muy orgulloso
de haber salvado a la patria.
Ella pide perdón
por su abuelo que morirá
sin haber dicho perdón,
con su grado,
su sagrada creencia en las órdenes
sus cenas sin familia.
Pide perdón por estar viva,
“soy la nieta del asesino,
vivo sobre su muerte, a pesar
de su muerte tengo amigos,
paseo por la ciudad, perdón,
con dos generaciones de retraso”.
El llanto se extiende,
las lágrimas gotean allí en Tlatelolco.
¡El agua se ha acedado, se acedó la [comida!
No sé qué hilo nos junta
en esta noche de culpas heredadas,
qué aguja enhebró mi mudanza
a este lugar, qué cuerda fue tocada
en sus entrañas para formar esa
[palabra,
perdón,
qué hilos serán tocados
por las seis letras apenas audibles,
qué música desatará esta noche
desde esta plaza con el llanto y las
[estrellas,
qué oídos, corazones, manos serán
[tocados
por esa palabra humilde y desgraciada.
Apenas un gesto mínimo,
lento grano que cae lastimosamente
en este reloj
que no marcará la Historia,
que tal vez no escuche nadie,
pero está como estuvieron
esos muertos en la plaza, como
[nosotros
ahora que la lluvia vuelve
sobre nuestras cabezas.
Y yo no sé de qué manera decir
este hueco en los costados.
Qué me ocurre al imaginar
el agua sucia por la sangre
impotable
que llueve en la masacre.
Y solo queda este lazo que nos ata
al correr del tiempo y nos re-une
esta noche, en este lugar,
hoy que la cuenta de los años nos
[alcanza:
año casa, año conejo,
año cuchillo de sacrificio,
siempre el mismo para las tres ciudades:
Tenochtitlán, Nueva España
y esta que piso a oscuras,
siempre la misma sangre.
Éramos los tres en medio de la plaza,
todo calla, la lluvia cesa.
Ella vuelve a nuestro lado,
apenas ha dado unos pasos
pero parece llegada
(llagada)
desde el Mictlán.
Algo ha dejado ante la placa
y vuelve siendo otra, algo
le ha cambiado
la expresión del rostro, se ha roto
algo
dentro de ella (y también de nosotros)
pero el lazo tejido por los caminos
nos anuda a esta plaza humedecida.
Solo nos quedará el instante
sin palabras, se grabará
el silencio tras las risas
como la hierba entre las piedras.
Resonará el momento compartido
cuando el día nos encuentre
tomando otro café en mi casa
y el eco del silencio
se cuele por los huesos de la tierra.
Y quedará la plaza gris
enverdecida
aquí y allá
la hierba rala
como los cabellos
de los muertos bajo las piedras,
entre las ruinas rasguñadas por el
[tiempo
y la iglesia sorda
sepultada en la noche más oscura.
Todo esto es lo que ha hecho
el Dador de la vida en Tlatelolco. ~
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DIANA DEL ÁNGEL (Ciudad de México) estudió Lengua y Literaturas Hispánicas y en 2011 obtuvo la maestría en Letras Mexicanas en la UNAM. Fue becaria dentro del programa de formación para jóvenes escritores de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de poesía. Desde el 2002 pertenece al Taller de Poesía y Silencio. Ha publicado Vasija (Instituto de Cultura de Morelos, 2013), así como artículos sobre retórica, gastronomía y literatura; también poemas en revistas impresas y electrónicas como Círculo de poesía, La Jornada Morelos y Artetipos. Actualmente colabora en el proyecto de la Enciclopedia de la Literatura en México.