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Poblar la noche
Becarios De La Fundación Para Las Letras Mexicanas | Cultura | Este País | Nayeli García Sánchez | 01.12.2013 | 0 Comentarios

Flickr/ Juan Paulo Carbajal-Borges

Conocí la selva Lacandona de pequeña. Una y mil noches la voz cálida de mi madre me narraba el recorrido que hizo por Chiapas antes de cumplir veinte años. De pequeña sufrí muchos problemas de sueño y la llegada del atardecer me parecía un mal augurio conspirado por el ciclo natural de las cosas. La mente se me despejaba, como se va poniendo el aire carretera adentro, y en las piernas y en los brazos sentía el impulso frenético de la energía necesaria para empezar una larga caminata. Era momento de dormir.

Mamá y yo vivíamos en un departamento angosto pero con mucho espacio libre. La situación había empeorado y los vacíos en la casa se reprodujeron. Dormíamos en una sola cama. Con las luces apagadas y compartiendo un sitio tan estrecho era como si las dos entráramos en un tiempo especial y en esos momentos agradecía el insomnio. Establecimos ciertas dinámicas secretas para pasar el rato en la oscuridad y construir un mundo nuevo. Una de ellas era contarnos historias sobre los viajes de mi madre. Había dos posibles vertientes: ella me platicaba a mí o yo le repetía sus historias añadiendo detalles con la ensoñación de mi memoria.

Siempre volvíamos al viaje a Chiapas. Era nuestro favorito porque se trataba de un viaje que había hecho acompañada de su mamá. Así abríamos la entrada a un calendario misterioso donde tres mujeres se encontraban en la voz amable de mis noches sin sueño. En los años sesenta Chiapas era un Chiapas que apenas puedo imaginar a partir del que ahora existe. San Cristóbal de las Casas estiraba las piernas sobre la geografía confusa del estado. El tren tardaba varios días en llegar allá y el camión que unía la estación con el poblado paraba en un punto donde las mujeres de mi casa bajaron sin idea clara de su localización, pero con la sensación plena de haber llegado. Encontraron hospedaje en la casa de unas monjas dedicadas al trabajo comunitario y al silencio. Ellas las llevaron a conocer la selva. No avanzaron mucho, pero a menos de un kilómetro ya se sentía la fuerza de la parva de plantas y animales. Mamá cuenta que el ritmo de la luz en el día era como un desplazarse de caracol.

Durante mucho tiempo conservé la ilusión de que esas experiencias pertenecían al pasado y que yo vivía en un mundo donde no podría repetirse un momento similar. Ese pensamiento desapareció la primera vez que me alejé lo suficiente de la burbuja urbana y fui a Costa Rica.

Cuando el avión despega intento imaginar unos rieles nubosos y grabar con precisión cada detalle relevante, pero a cada momento me llega el recuerdo imposible de lo que veo por vez primera. Un viaje dejà vu. Viaje / noches de insomnio.

Tras un breve almuerzo, camino hacia Monteverde, el bosque nuboso sobre la cordillera de Tilarán, fundado a mediados del siglo XX por una comunidad de cuáqueros que encontraron allí lugar para llevar una vida pacífica basada en la cosecha y la cooperación. A pesar de que San José está a 167 km de Monteverde, tardo unas cuatro horas en llegar. Las carreteras que comunican la autopista con el bosque son de terracería y, conforme sube el camino, la niebla va abrazando al auto y el cielo comienza a cerrar los párpados.

Desde ese ascender a la noche, girando varios montes hacia el bosque, la voz de mi madre se cuela en mi cabeza por entre los cantos de las cigarras: cascabeles vespertinos. Casi escucho las piedras que golpearon aquel tren de 1967 al pasar por los suburbios olvidados y resentidos de la Ciudad de México en su salida hacia Chiapas. Los oídos tapados y una bruma helada que arde anuncian la llegada tras horas calladas de caminos sin pavimentar.

La noche se cerró minutos antes de encontrar el hotel donde está mi reservación. El cuarto tiene una ventana grande que da a la reserva del bosque húmedo y entre las escalas de negro hay curvas más oscuras que una sala de cine vacía. Cada monte se levanta como el lomo de un gigante exhausto y adolorido. Una interrupción podría despertarlo y provocar una ira guardada mucho tiempo atrás. Aun así prendo la luz del balcón. Bajo a cenar algo al pueblo y, de regreso, la ventana se ha poblado de centenares de insectos que cantan oraciones para sostener al cosmos. Apago el foco de afuera. Un susurro de aire que se cuela por la puerta me devuelve a las noches de insomnio con mi madre. En Chiapas la noche era tan silenciosa que podías escuchar un crujir minúsculo antes de dormir, golpes débiles pero rítmicos abajo de la quijada: el pulso. La sangre se acomoda a las variaciones musicales del reposo. Mamá acariciaba mi barbilla mientras me contaba esto. Esta noche en Costa Rica, intento con gran esfuerzo alcanzar a escuchar el fluir de mi sangre en el nacimiento de mi cuello. Me quedo dormida.

Cuando despierto todavía es de noche. Un relámpago que atraviesa la ventana me pega directo en los ojos. Una tormenta eléctrica. Camino hasta tocar el vidrio con la nariz en completa oscuridad. Otra luz. Hay un mundo que nace cada que el rayo parte el horizonte. Oscuridad. Solo veo mi propio vaho en el cristal. Luz. A lo lejos está el mar y copia en su cuerpo un rayo idéntico al que lo alcanza. Los relámpagos golpean el agua o la tierra y es imposible prever dónde caerá el siguiente: acupuntura celeste. Vuelvo a la cama y descanso.

Amanece, no puedo ver la salida del sol porque la ventana mira hacia el poniente y la humedad cubre las alturas de un algodón muy espeso, dulce. Dice mi madre que, en las primeras horas del día, San Cristóbal parece una ciudad fantasma con iglesias flotantes. Aquí no hay catedrales de piedra, pero existen árboles tan altos que tejen techos con sus copas, templos de peregrinos mínimos, fieles de un dios vivo y verde, líquido. Voy hacia la reserva biológica del bosque húmedo, el día es lluvioso y oscuro. Mi abuela y mi madre llegaron a la selva Lacandona también un martes antes del mediodía.

Apenas entro al bosque, un nuevo ruido me envuelve y no alcanzan los sentidos para terminar de habitarlo. El sonido se empieza a acomodar y si permaneces lo suficientemente inmóvil escuchas de repente un crepitar de hojas por la derecha, la conversación de varios pájaros como a la altura de las costillas, el golpear de unas ramas recién movidas por algo que es más rápido y fuerte que tú, pero corre asustado a resguardarse.

En el mismo instante, entra un ruido por entre las copas de los árboles más altos, que crecieron asomados al barranco unos cuantos metros arriba el monte. El ruido avanza como lo haría un viejo habitante de los primeros mares y tienes que desear unirte a la tierra y erguirte árbol para aguantar de pie, antes de que el bramido se pose en su andar encima de tu cabeza. La caída de unas cuantas gotas y el aleteo de las aves, que llevan ya rato viéndote desde arriba, te susurran suaves: eso que sentiste era el viento.

Las palabras de mamá se mezclan en mi historia y comprendo que la única manera posible de enfrentarme a un mundo que a primera vista considero abrumador es repitiendo su voz en mi oído: una guía en la oscuridad. La caminata por el bosque es áspera. Cierro los ojos. Respiro. Hay viajes que debes hacer en silencio, le dijo mi abuela a mi madre. Busca estar sola, ve hacia allá, acalla un rato el cuerpo y aprende a diferenciar entre un armadillo que avanza a ciegas debajo del follaje seco en el suelo, de un ave que golpea con sus alas las ramas en una breve preparación para el vuelo. Ahora escucha mis pasos. ¿Los distingues? Silencio. Entre los círculos que trazaba con su andar la madre sobre la hija, se coló el canto de un quetzal. Mamá abrió los ojos y vio las plumas coloridas, la cabeza pequeña del pájaro, a unos cuantos metros de altura.

El viaje a Chiapas termina distinto cada que mamá lo cuenta. El insomnio desaparecía antes de ciertas sílabas que anticipaban el final de la historia. La sensación de una vereda que da vuelta, de un viaje con final móvil, abre la posibilidad de seguir contándolo. Modificar el desenlace. Preservar la palabra.  ~

Fotografía tomada de http://www.flickr.com/photos/elcoacervado/

_________

NAYELI GARCÍA SÁNCHEZ (Ciudad de México, 1989) cursó la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM, donde ha impartido talleres de español y redacción. Trabajó como consultora lingüística en la Academia Mexicana de la Lengua y actualmente colabora en el proyecto de la Enciclopedia de la Literatura en México en la Fundación para las Letras Mexicanas.

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