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Becarios FLM: Andenes
Becarios De La Fundación Para Las Letras Mexicanas | Cultura | Este País | César Tejada | 01.08.2013 | 0 Comentarios

Francisco Toledo, El burak, tinta y acuarela sobre papel, 24 x 34, 1983.

Francisco Toledo, El burak,
tinta y acuarela sobre papel,
24 x 34, 1983.

Aunque muchos niegan mi industria nadie puede desestimar mi genio. Me gusta la polémica porque me coloca en los escaparates. Trabajo solo. Me alejo de las galerías porque mi arte habita en los recuerdos; lo que yo hago va disuelto en las cavilaciones de mi público. En suma, perduro lo valedero.

Mi destreza es delicada, necesita tiempo y constancia. Mi habilidad no es una mano avezada, mi competencia radica en encontrar el lugar indicado.

Para ejemplificar mi quehacer puedo narrar la última de mis piezas, que es también la mejor lograda. En ella, el esplendor radica en lo sencillo. Se titula: Nos vemos en los andenes.

Como siempre que trabajo, salgo a las arrolladas en busca de algún sujeto o grupo de personas sumados a una circunstancia atractiva y fugaz. Es cuestión de probabilidad. Hay que ir con los ojos bien abiertos a lugares infestados de transeúntes, detenerse en un punto y abstraerse de los apresurados que van inmersos en la cotidianidad y capturar a los calmosos, a los inconscientes del tiempo.

Aquel día, urgido de crear, me abalancé al Zócalo de la ciudad: en la magna plaza nacional habría de nacer el más soberbio de mis trabajos.
Noté que había mucha belleza pero nada era especial. Tanta vehemencia que se restaba a sí misma. Una de mis experiencias como artista es que el arte, acostumbrada a renegar de lo económico, no puede abstraerse del precepto más simple del capital: la ley de la oferta y la demanda. La apostura en demasía se deprecia a sí misma.

Pero mantengo el buen gusto y me abstengo de visitar las cloacas en busca de una rosa; hallar sublimidad en el fango es más factible de lo que se cree. Lo apoteótico debe brillar y distinguirse entre los mil balajes.

Ese día no conseguía encontrar algo exclusivo y el periodo que había dispuesto para laborar se consumía. Ante mí, no se erguía ninguna revelación emocional y la desesperación había comenzado a cegarme. “Basta”, me dije. Iba de regreso a mi hogar cuando decidí darle una última oportunidad al día que menguaba; esperé que algún incauto se me acercara con su suerte para que yo lo hiciera perdurar. Una vez en el Metro, antes de bajar a los andenes, me detuve mirando de un lado a otro cuando, de repente, ¡la vi! Gracia ocasional.

Una pareja de jóvenes se despedía sin dejarse ir una y otra vez. Su posición intermedia en el pasillo me indicaba que cada uno de ellos, al separarse, tomaría una ruta contraria en la misma línea subterránea. Me oculté detrás de una columna para observarlos: él la besaba, ella reía. Él se iba, ella lo retenía. Él regresaba, ella lo besaba. Él la abrazaba, ella se iba y él la retenía.

¿Lo ven?, esa ocasión anodina era noble, pero todavía no era arte. Se trataba de un encuentro meloso, almibarado y adolescente. Y aquí entro yo, artista de las emociones, del sentimiento y de la vida: el único artífice enemigo de las representaciones pueriles.

El tiempo sirve de imán para que los jóvenes se separen. Ella mira al reloj y dice: “Tengo prisa”. Él la suelta dejándola ir, se alcanza a oír un tenue “te amo”, ella regresa, lo besa y dice: “Nos vemos en los andenes”. Se separan.

Escogí seguirlo a él. No fue una decisión arbitraria: me pareció que ella era realmente atractiva y él, en cambio, podría pasar desapercibido en el mundo de lo estético. La que debía permanecer en esta tierra para conservar intacta mi obra en su cabeza, era ella.

Una vez alejados, lo escolté. El momento que servirá de pretexto para mi arte se prolongó unos instantes. Lo iba siguiendo, se veía con urgencia de volver a verla aunque fuera con las vías del tren de por medio. Abajo, nos encontramos con que había dos trenes, uno en cada dirección, y así no habrían de “verse en los andenes”. Seguramente ella, que tenía prisa, se había subido ya a un vagón; eso debimos pensar los dos.

Como la esperanza muere al último, él se postró en un punto para esperar a que partieran los dos trenes que le obstaculizan la vista. Se va uno, se va el otro y quedan de frente los dos. Ella no se había subido cumpliendo así con su testimonio y entonces, “se estaban viendo en los andenes”. La causalidad amorosa los había colocado uno exactamente enfrente del otro. Hablan a gritos. Él hace muecas y ella las imita con gracia. Se mandan besos y cuando dicen “te amo” bajan la voz para pintar las palabras con sus bocas en el aire.

Es magnífico, el momento que había estado esperando no podía ser mejor. Llega primero un tren, el de ella, quien se para en un lugar equidistante entre las dos puertas. Si él quiere seguir viéndola, debe adivinar cuál de las dos ha elegido porque las masas obstruyen su vista. Él no la encuentra y cuando parece rendirse, ella logra acercarse a una ventana para despedirse por última vez. El tren comienza su marcha y ella le manda un beso. Las personas que los rodean se dan cuenta del acto pero a ellos no les importa porque solo existe su propio mundo. El tren de ella se pierde en la oscuridad y aparece, entonces, otro. Ese que habremos de abordar él y yo.

Muchas veces me preguntan si es que tengo pena por mis víctimas. Es como si el sacerdote ancestral tuviera pena por el guerrero que sacrifica. Lo mío es eso, un sacrificio poético; de ninguna manera un asesinato. Donde hay posteridad no existe el perjuicio.

Sigo al joven sin que me vea porque prefiero no vivir en los recuerdos de mis obras. Ni por un instante.

Esperaba el momento preciso para sacar el escalpelo, hacer un corte y poner mi rúbrica. Debí esperar, no obstante, por el exceso de concurrencia.

Ahora estoy seguro de que mi obra es entendida. Ese momento antes descrito, en los andenes, será el recuerdo más dulce y más amargo en la vida de aquella joven que pintaba un “te amo” con los labios. Ella, mientras viva, recordará que tuvo un novio que amaba y del cual le costaba mucho despedirse en el Metro. Al principio el recuerdo arderá en la memoria. Luego será una remembranza febril y se convertirá, con los años, en su reminiscencia favorita. Ahí acudirá siempre que se sienta mal. Él pasará a ser una posibilidad futura que vive en el pasado. Cuando termine con otros novios o esposos pensará que él era su amor verdadero; entonces discurrirá su mente por fantasías de lo hermosa que habría sido la vida a su lado. De otro modo, aquel noviazgo habría seguido bien un tiempo, mal después, hasta terminar como lo hacen todas las relaciones juveniles.

Mi obra de arte estará solo en los recuerdos de ella. Yo soy el artista que renuncia a la cantidad de espectadores en busca de la calidad en los mismos. Una obra, un espectador. Una obra, un espectador cautivo.
El tren subterráneo hizo su última parada. Bajamos y lo seguí mientras salíamos a la noche y nos dirigíamos hacia calles más oscuras.  ~

——————————
CÉSAR TEJEDA es narrador. Ha sido colaborador en las revistas Playboy México, El Fanzine y Conexión GS1, y es autor de Épica de bolsillo para un joven de clase media (Planeta, 2012). Fue director de la revista Los suicidas.

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