Hay terrores ante las hojas en blanco, y todos los que escribimos, a ratos o siempre, tenemos que escribir en algún punto que, sí, hay veces que se prenden terrores inevitables ante la imagen de una hoja en blanco, ante la imagen del absoluto desprecio que es el blanco.
La sensación es clara, y es distinta al “no-decir”: a final de cuentas, el acto de “no-decir” generalmente implica una serie de vericuetos y trampas lógicas increíblemente sofisticadas, elaboradas y barrocas, que trascienden a lo retórico y se quedan inmóviles pero nunca mudas. “Decirlo todo”, Beckett decía, “para no decir nada”.
También es distinta al del silencio pasivo, el de la contemplación, que amarra las lenguas durante años y las libera solamente cuando ya es tiempo de decir algo. Saramago, un escritor terrible con una buena anécdota bajo el brazo, decía que había dejado de escribir por casi 30 años por no sentir la necesidad de decir algo. Rulfo, en su silencio, nos lo dijo todo.
Pero hablamos de un retrato muy particular del vacío, ese que brinca por algunos compromisos o por los agentes propios del ocio. El que obliga a comenzar con alguna frase, la que sea, y nunca deja satisfecho con el cuerpo del texto; el papel en blanco, la cejilla del monitor parpadeando, el lugar común de que nadie, en realidad, puede escribir algo.
La necedad de la palabra.
Porque así sucede, y hay que admitirlo: el mundo es fascinante en cada uno de sus rincones, pero hay momentos (y hay quienes los padecen de manera demasiado frecuente) en los que nada ni nadie logra atraparnos.
Podría, por ejemplo, escribir algo sobre la sensualidad exuberante de una mujer, los chismorreos literarios del Siglo de Oro o el engaño de las nuevas prácticas curatoriales. Podría hablar un poco de Pablo Rasgado, amigo pero artista, y como artista, objeto de crítica; de ahí pasar a Enrique Peña Nieto, de su vergüenza pública y de nuestros intentos, patéticos e idiosincráticos, por hacer de ello un humor. Podría después abordar el tema del tatuaje y las formas de recompensa y de castigo que ha impuesto en la sociedad actual, además de en la histórica. De por qué la fijación por la caída del Hindenburg y del comportamiento biológico de los tigres, ahora casi extintos, nuevos héroes de la pantalla grande.
Pero no es un día para ello. Hoy lo es para enfrentarse a la hoja en blanco, idiota, que brinque alguna frase y a ver a dónde nos lleva: el recorrido comenzó en el silencio y terminó en la necesidad de que, de vez en cuando, el silencio acomode.
La otra vez pensaba en el genio, en el ingenio y en el éxito aparente de las personas. El genio habita en pocas, en muy pocas, quizá en ninguna; el ingenio es el arte de la conversación, el ataque puntual y cínico pero inocente de la seguridad; el éxito aparente es un engaño y un producto de la suerte. Ninguna depende de las otras, aunque siempre se les asocien.
Así, mandaré este texto en blanco. Hoy, en lo particular, no hay mucho más por hacer que sucumbir.
(HOJA EN BLANCO)