Dentro de Cuba y en la opinión pública global, existe gran interés por las reformas impulsadas bajo el Gobierno de Raúl Castro. En los últimos años ha cobrado fuerza la discusión sobre los cambios actuales (y otros previsibles o deseables) tanto dentro del monopólico sistema de medios estatales cubano como en las escasas publicaciones no oficiales o alternativas de la isla y en la prensa mundial. Para contribuir al debate en torno a esas transformaciones —con énfasis en su dimensión política— compartimos las siguientes reflexiones. AC y LG
El escenario de las reformas2
El régimen socialista de Estado vigente en Cuba presenta graves déficits democráticos.3 Reproduce muchos rasgos del modelo soviético de organización y funcionamiento de las instituciones: dirección vertical y centralizada en la cúpula del Estado, partido único (Partido Comunista de Cuba, PCC), control de los ciudadanos (encuadrados en organizaciones de masas creadas a partir de criterios sectoriales: género, gremio, grupo etario y/o territorio), y bloqueo sistemático de la capacidad de autorganización popular. En este contexto, las políticas, leyes e instituciones oficiales cubanas operan bajo criterios de discrecionalidad, escaso apego a la ley y preeminencia del personalismo frente a las instituciones.
Dentro de este esquema, la participación ciudadana se circunscribe a rituales electorales acotados (para asambleas municipales, provinciales y el nacional), sin partidos opositores ni candidaturas independientes, acompañados por modalidades consultivas (como los debates nacionales convocados por el binomio partido/Estado en 1990, 2007 y 2010) y expresiones comunitarias (los Consejos Populares) dotadas de escaso poder de decisión sobre la gestión pública local. Dicha participación también posee un sesgo “movilizativo” (canaliza la asistencia de la población a actividades de interés estatal). Fragmentada en lo territorial y desconectada horizontalmente, imposibilita al ciudadano conocer el resultado real de la agregación de demandas y proponer una agenda de discusión cuyos contenidos trasciendan los temas públicos decididos por la máxima dirección del país.
Las demandas y expectativas de la ciudadanía (necesitadas de una contraloría social capaz de evaluar y corregir las políticas públicas) son ninguneadas por la prensa y la sociedad civil oficiales, salvo excepciones puntuales sintonizadas con intereses estatales. En lo político, se trata de una ciudadanía encapsulada en el modelo de participación descrito. Por su parte, su dimensión civil (expresión, información, manifestación, integridad personal) se ve acotada dentro de un contexto donde el Estado de derecho es sustituido por los amplísimos y arbitrarios derechos del Estado. Y, en lo social, la ciudadanía se enfrenta (a despecho del discurso y propaganda oficiales) a la galopante disminución cuantitativa y cualitativa de las prestaciones sociales. Además, faltan mecanismos de protección de estos derechos sociales y de impugnación de sus violaciones. Frente a tal situación, el monopolio estatal sobre los medios masivos de comunicación impide el desarrollo de una esfera pública consistente y fortalece la escasa influencia de la población sobre las directrices del Estado.
A escala local, la participación se reduce al involucramiento vecinal en tareas de saneamiento, reanimación urbana, recreación y deportes, mientras que la arista política se reduce a la discusión ciudadana de cursos de acción ya esbozados (o decididos) en instancias superiores de la institucionalidad, como los consejos de Estado y de Ministros. Así, la posibilidad de participar se reduce al ejercicio individual de la voz y la agregación limitada de demandas, y no a la conformación de la agenda, mucho menos a su ejecución y control. Las correcciones, por su parte, son privativas de la voluntad de dirigentes estatales que operan (a nivel regional y local) con total discrecionalidad. Los Consejos Populares, como instancias territoriales de nivel inferior al del municipio, poseen limitadas atribuciones efectivas y aún menos recursos: al insertarse dentro de un orden vertical y centralizado, su promisoria expansión durante la década de 1990 no rindió los frutos esperados; su alcance y credibilidad se hallan en crisis. La fragilidad de la economía popular, la debilidad del asociativismo local y nacional, unidos a la ausencia de una legislación y políticas eficaces para regular la cuestión municipal, han afectado el trabajo de los Consejos Populares como espacios de participación.
Si analizamos el estado de la participación en su dimensión electoral, vemos que el marco legal vigente (la Constitución de 1976, modificada en 1992 y 2002, y las Leyes Electorales de 1976 y 1992) y la división Político-Administrativa consagran un sistema escalonado y jerárquico. Bajo este, el Consejo de Estado designa a la Comisión Electoral Nacional, la cual a su vez designa a los miembros que integrarán a sus homólogas provincial y municipal. Así, únicamente la Comisión de Circunscripción (local) es electa por la asamblea de vecinos, pero sin voto secreto; es decir, mediante el procedimiento de mano alzada, lo cual reduce las opciones democráticas. A su vez, los candidatos a los puestos de elección popular son designados por las respectivas comisiones electorales: a nivel municipal y provincial en el caso de delegados, y nacional en el de los parlamentarios. Mientras que solo en el ámbito de la circunscripción los delegados son propuestos por la comunidad bajo el mismo mecanismo asambleista antes mencionado.
Los candados de este sistema se complementan con disposiciones que favorecen a los candidatos designados por el Partido y no por las bases: la ausencia de campañas de candidaturas (que impide conocer las propuestas, cualidades y proyección de los aspirantes), la fijación de cuotas no definidas por el voto popular (50% de las Asambleas Municipales), y el establecimiento de que no es necesario residir en la circunscripción para aparecer en la boleta de cara a las elecciones a diputados provinciales y nacionales. Pese a ello, como recursos extremos para acotar la emergencia de liderazgos contestatarios y autónomos, durante las jornadas electorales, el Gobierno suele acudir a la movilización casa por casa, a la influencia (ilegal) de los órganos de base del PCC en pro de candidatos dóciles y, más recientemente (2013), a la práctica de modificar los circuitos electorales (gerrymandering), lo cual no ha evitado un incremento del voto de castigo (nulo, abstención) y una paulatina disminución de los otrora masivos niveles de asistencia (expresión del cansancio y malestar ciudadano) ante estos rituales de carácter legitimador. (Ver Cuadro 2)
Los debates de política pública (consultas) desarrollados en espacios laborales (empresas, oficinas), estudiantiles y locales, constituyen otra modalidad de participación elemental impulsada por el Estado, con vistas a recoger el sentir popular ante la situación socioeconómica imperante y las propuestas de cambio. En uno de los ejercicios masivos más recientes, las asambleas de discusión de los Lineamientos de la Política Económica y Social del Partido y la Revolución, previas a las sesiones finales del vi Congreso del PCC (2011), se cuantificó la intervención de 8 millones 913 mil 838 ciudadanos, de los cuales solo el 33.87% opinó.
Los asuntos más demandados por los cubanos se refieren de manera directa a los problemas de la vida cotidiana (alimentación, transporte, servicios básicos), resultado del drástico deterioro masivo de las condiciones de su aumento tras más de 20 años de crisis. Le siguen en importancia otros como la venta de equipos automotores y la posibilidad de salir al exterior a hacer turismo. Aunque los planteamientos masivos informados por el Gobierno no se refieren a las formas de control ciudadano ni a la rendición de cuentas de la gestión estatal, debe decirse que se desconoce el contenido de las 50 mil demandas que fueron rechazadas o que dice el documento que “están en estudio”. Puede que en ese grupo aparezcan demandas más ligadas a semejantes problemáticas.
Esta situación revela una cultura ciudadana que combina la percepción de la real imposibilidad de proponer alternativas políticas (porque el debate está abierto solo a los dilemas económicos y sociales) y el desconocimiento de formas autónomas de control y gestión popular. En consecuencia, sobreviene por efecto perverso de los mecanismos de participación la apatía y desconexión ciudadana respecto a la política y los asuntos nacionales ajenos a su sobrevivencia inmediata.
En ese contexto, al asumir las riendas de la nación en el periodo 2006-2008, el nuevo presidente Raúl Castro acometió un conjunto de reformas económicas y de gestión gubernamental. Sobre el trasfondo de una sociedad agotada por dos décadas de subconsumo acumulado, crecientemente pluralizada en lo ideológico y cultural, y bastante desconectada de los procesos de innovación tecnológica globales (consecuencia de un centralizado control estatal y el embargo/bloqueo económico y financiero aplicado por Estados Unidos durante más de 50 años), Raúl apostó por responder a un conjunto de demandas ciudadanas (mediante cierta apertura a la iniciativa privada y más recientemente a formas cooperativas) como factor de legitimidad que respaldaría las reformas encaminadas a garantizar la sucesión generacional del grupo dirigente y la consolidación de un modelo de gobernabilidad estadocéntrico.
Estas transformaciones son positivas, por cuanto combaten el inmovilismo acumulado en los últimos años de gobierno directo y personalísimo de Fidel Castro, al propiciar la pluralización de los sujetos socioeconómicos, ofrecer un margen (todavía acotado) al mercado frente al plan hipercentralizado, y abrir espacios de oferta/consumo de bienes y servicios muy demandados por la población. No obstante, acusan un sesgo poco democrático que invita a moderar el exceso de entusiasmo, a delinear algunas críticas tanto a su real desempeño como a las reformas económicas y políticas —con o sin anclaje constitucional—, críticas encaminadas a privilegiar la discusión de nuevas leyes —con los parlamentarios y ciudadanos— en detrimento de los decretos gubernamentales.
¿Qué reformas?
Una evaluación de los horizontes de las actuales reformas las caracterizaría como un conjunto de mecanismos orientados a impulsar cierta liberalización económica con control autoritario, pero en la adopción de las nuevas medidas continúa brillando por su ausencia la añorada democratización que permitiría la organización y acción autónomas de la ciudadanía. Las transformaciones —y la etapa que abren— marcan el inicio del tránsito, dilatado y siempre abierto a contingencias, hacia un modelo económico y un orden político diferentes, ambos caracterizados por una mayor presencia de elementos de mercado y actores privados, acompañados de cierta expansión o permisividad ante el debate público y, en la esfera política, por un énfasis en la institucionalización y los límites (temporales y legales) de los mandatos de los principales cargos del Estado. Vistos en conjunto —y en su consecutividad— semejantes momentos parecerían dar pistas para comprender las nuevas condiciones que se abren con las reformas.
Cuba cambia. No se puede ignorar que la expansión del mercado y el reconocimiento de sus leyes, la aparición (o legitimación) de nuevos actores socioeconómicos, el incremento (inestable, problemático, lleno de resquemores gubernamentales) del acceso ciudadano a las nuevas tecnologías de la información, y la anunciada modificación legal de los términos en el ejercicio de los cargos del Gobierno, modifican definitivamente la vida nacional. Por supuesto, las continuas prácticas represivas y de ilegalización sobre los grupos opositores, comunicadores y juristas independientes, señalan que el régimen cubano permanece anclado en el viejo socialismo de Estado sin siquiera pasar a un modelo autoritario —que supone el reconocimiento por parte del Estado de una oposición, sociedad civil y prensa no subordinadas— como el que impera en buena parte del tercer mundo y en potencias como Rusia. Pero de ahí a rehusar que hoy las cosas se mueven (en diversos sentidos, no todos perversos), la vida de la gente y algunos de sus derechos (de viaje, emprendimiento, comunicación) se enrumban por renovados horizontes, y que esto habilita nuevos escenarios para la lucha democratizadora, hay un trecho.
En la Cuba actual se entrecruzan y confrontan las expectativas de una sociedad en proceso de mutación —heterogénea en su naturaleza social y cultural—, las de un Estado que implementa una serie de reformas descentralizadoras —en la administración pública y, en un futuro no muy lejano, de políticas como la separación de las funciones estatales, partidarias y gubernamentales, y el establecimiento de límites a los mandatos presidenciales— y, finalmente, las de un régimen político cuyas leyes y mecanismos continúan siendo los del modelo soviético, lo cual les hace disfuncionales para lidiar con la creciente complejidad nacional. Cuba experimenta, desde este punto de vista, el agotamiento del pacto social posrevolucionario que proveyó durante varias décadas políticas sociales amplias y generosas a cambio de la máxima lealtad de la población y la cesión de buena parte de sus derechos al Estado. Por consiguiente, presenciamos la paulatina clausura del esquema de gobernabilidad sustentado sobre ese pacto, circunstancia que provoca la necesidad concientizada de la población y las élites —en diversas formas, urgencias y sentidos— de modificar el orden vigente, lo que a su vez despierta notables resistencias e incertidumbres sobre cómo hacerlo con eficacia y oportunidad.
Las reformas se encuentran hoy entrampadas en una relación asimétrica que otorga ventajas a los actores autoritarios y mercantiles frente a otros democratizadores o comunitarios, situación abonada por la cultura política tradicional generadora de apatía, sujeción y violencia. Todo ello crea la necesidad de articular esfuerzos entre los actores interesados en la democratización del país. Ante un régimen que obstruye la apertura del campo político con una mezcla de monopolio legal de la representación/participación políticas y el control/represión del activismo cívico, la única alternativa sostenible a largo plazo apunta a la constitución de un conjunto mínimo de acuerdos y acciones concretas acerca de las formas de restituir estos derechos a la ciudadanía y los modos en que se enfrenta la arbitrariedad de los órganos del Estado.
En el curso de la transición actual, resulta un imperativo pugnar por la materialización de un modelo de democratización sustantiva capaz de sustituir al orden vigente y sus más previsibles mutaciones. Ello implica abogar por un modelo de economía mixta, con mercado ampliado respecto a sus niveles actuales, pero acotado para evitar la hegemonía del capital en áreas como la política social y los sectores claves de la economía. Supone también adoptar nuevas formas de producción, comercialización y consumo cooperativas, comunitarias y autogestivas, así como mecanismos y organizaciones para la protección del trabajador, el consumidor y el vecino. Y, en tanto el desarrollo de las reformas está ya ampliando la brecha entre los actores favorecidos por estas y los perdedores del cambio —trabajadores urbanos y rurales, familias huérfanas dependientes de remesas, mujeres, negros y mestizos, ancianos y habitantes del interior del país a quienes el mercado no acoge y cuyos derechos aún están administrados y limitados por el Estado—, habrá también que redefinir, revalorizar y defender los viejos temas de la tan ponderada justicia social.
Todo ello sería viable únicamente a partir del establecimiento de un Estado de derecho que ofrezca garantías a la gente frente a la acción depredadora de funcionarios y empresarios domésticos o foráneos, y que auspicie los procesos e instituciones de innovación democrática y participación ciudadana capaces de corregir el conocido problema de las democracias delegativas y los poderes fácticos encumbrados dentro del modelo neoliberal. Ello conduce a la necesidad de defender, en agendas progresistas, una doble noción fuerte de soberanía (nacional y popular), privilegiando a nivel global la solidaridad ciudadana trasnacional sobre las políticas y acciones de todo Estado que afecten, de uno u otro modo, la vida y derechos de los ciudadanos, sea el cubano, el estadounidense o cualquier otro poder extranjero.
En cuanto a la despenalización del disenso y la organización autónoma de los ciudadanos —y el establecimiento de mecanismos que favorezcan su participación en los asuntos públicos— es preciso crear instancias como una Comisión Nacional de Derechos Humanos y un Tribunal de Garantías Constitucionales, con amplia representación de sectores relevantes de la vida nacional, que reciban asesoría de aquellas instituciones homólogas de la región y el orbe distinguidas por su notable desempeño. Estas entidades —cuya operatividad supone tanto disponibilidad de recursos como preparación de un personal bien capacitado y comprometido— permitirán ampliar las libertades civiles y políticas, así como el establecimiento de candados legales que protejan los derechos y políticas sociales frente a agendas privatizadoras.
Conscientes de que el monopolio político del PCC —constitucionalmente establecido— debe ser superado, urge el establecimiento de un marco legal e institucional que garantice procesos de regulación y financiamiento públicos y transparentes a las diversas organizaciones sociopolíticas emergentes cuya aparición y reconocimiento es la condición sine qua non en el ejercicio efectivo de la diversidad social y la pluralidad ideológica ya existentes, pero que aún están camufladas bajo falsos unanimismos. Esta regulación debe, por un lado, minimizar las asimetrías entre actores y organizaciones que favorezcan a sectores dotados de abundantes recursos materiales y de otro tipo —sean estos procedentes de la burguesía o la burocracia— y, por el otro, reducir al máximo el siempre acechante control/colonización de dichas organizaciones por poderes fácticos o extranjeros, algo crucial dadas las políticas de injerencia del Gobierno estadounidense en esta materia y la necesaria defensa de la soberanía popular frente al predominio de las camarillas políticas.
En esa senda democratizadora, es un imperativo luchar por la implementación de políticas de participación de calidad —vinculadas a reformas tendientes a la descentralización y despartidización efectivas a nivel local del poder popular— que promuevan la autonomía de los ciudadanos e impidan la sujeción de los Gobiernos locales a las directrices partidarias, sean del pcc o de nuevas organizaciones que puedan surgir. Es preciso fortalecer, frente a cualquier escenario, las capacidades y prerrogativas de los Consejos Populares, los Gobiernos municipales y las asociaciones y movimientos comunitarios; crear instancias de participación/deliberación (consejos técnicos/consultivos, etcétera) e instituciones de nivel central dentro de los mecanismos/procesos (contraloría, descentralización, etcétera) que forman parte de la reforma del Estado. También se necesita un cambio radical en las instancias de Gobierno: mayor poder y representatividad de la diversidad social y pluralidad ideológica en la Asamblea Nacional, y una revisión del marco legal correspondiente con apego a la Constitución, a la Ley de Consejos Populares y a la normatividad electoral. En suma: la lucha por una democratización sustantiva —en sus múltiples formatos institucionales y ciudadanos, representativos, participativos y deliberativos— tiene que ser parte fundamental de las reformas, más allá de resquemores, sectarismos o aproximaciones selectivas.
1 Los autores agradecen a Haroldo Dilla, Marie Laurie Geoffrey, Marlene Azor y Sam Farber, cuyas ideas sobre la transición cubana nutrieron el presente trabajo.
2 La marcha de los cambios ha tenido seguimiento y abordaje de reconocidos analistas como los economistas Omar Everleny, Óscar Espinosa y Carmelo Mesa Lago; de los politólogos Eusebio Mujal y Rafael Hernández, y de los sociólogos Haroldo Dilla, Mayra Espina y Marlene Azor (entre otros), quienes han expuesto sus ideas en textos aparecidos en diversos medios de la isla y el orbe. Para ver los documentos que reflejan la agenda oficial de las reformas, ver PCC, 2011. Para la información sobre el resultado del Debate de los Lineamientos de la Política Económica y Social del Partido y la Revolución, ver VI Congreso del Partido Comunista de Cuba, La Habana y PCC, 2011. También “Primera Conferencia Nacional del Partido Comunista de Cuba”, en Proyecto Documento Base, Editora Política, La Habana.
3 Para un abordaje más profundo del tema democrático, ver Whitehead, Laurence, Democratización. Teoría y experiencia, FCE, México DF, 2011; y Tilly, Charles, Democracia, Akal, Madrid, 2010.
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ARMANDO CHAGUACEDA es politólogo e historiador por la Universidad Veracruzana. LÁZARO GONZÁLEZ cursa la maestría en Sociología en la Universidad Iberoamericana.
Artículo muy interesante
Muy buen texto, útil para comprender los cambios en el hermano país