¿De qué color es el vientre de la cosa?
Hay algo en mí que no quiere morir y que se oculta. Parece un niño con hidrocefalia pues tiene un gran cerebro que de lo único que vive es de ser grande y poderoso. Su misión es desafiar a la muerte. Protegido por un campo de fuerza de estructura concéntrica y extensa dentro del que desconoce todo mal, se halla a salvo al interior del vientre de la cosa y es uno con ella: todo gira a su alrededor.
Hay que acabar con ese niño. Se trata de un Capitán Garfio con síndrome de Peter Pan. Existen métodos: por ejemplo el de Oliverio, personaje de El Lado Oscuro del Corazón, que sacó una vez a su ser niño del closet en el que lo tenía encerrado lloriqueando. Le dijo “deja de llorar marica, sé fuerte. Vamos, te llevaré a alimentar a la nutria” –Oliverio era un adicto a las prostitutas.
En un capítulo de la Dimensión Desconocida, una institutriz es llamada a ocuparse de un bodoque con poderes psíquicos que tiene esclavizados a sus padres y hermanos, aterrorizados por su control mental sobre las cosas, con el que podría hacerlos papilla (mutante nivel 5, dirían los X-Men). La institutriz se ve “seducida” por él y decide hacerla de maestra -es su única salvación. En ocasiones los niños resultan peligrosos pues no desean saber nada acerca de la muerte: escuchar de su existencia es para ellos lo que las tijeras a Sansón.
Por eso las personas sensatas deciden crecer demasiado pronto y eso implica guardarse al niño en el armario desde la más temprana infancia. Pero ese huésped se sulfura en el encierro, mancha los techos de saliva y sangre, se azota en las paredes y en las vigas. Se convierte en un monstruo entre pálido y verdoso a la manera de Mr. Hyde (por eso hay que cuidarse de las personas sensatas).
Un método para deshacerse de la amenaza, si bien nada recomendable, es el ahorcamiento: hay quienes utilizan su propio cinturón para matar al niño que llevan dentro y luego van y lo esconden dentro del hueco de algún árbol. Entonces se sienten tan culpables que dan su carne al niño muerto y van de calle en calle ahorcando al primer adulto que ven.
Debo decir que existe un sin fin de relaciones con nuestro niño interior. Y como nadie sabe para quién trabaja, estas maneras terminan engrosándole el caldo al niño, cuyo único objetivo es resanar las grietas producidas por la muerte a su guarida. Así, nadie está exento de alimentar al ogro infante: algunos se inventan religiones para tenerlo contento; otros confían en el socialismo o en el libertarismo económico y en su peluda mano invisible; algunos ponen bombas; otros se consumen en las drogas y otros más habitan su esferita de cristal templado. Tienen por consigna olvidarse de la muerte confiando en su destino manifiesto o en alguna providencia. La fantasía de nuestro Oliverio radicaba en soñar con la mujer que vuela.
Yo no quiero matar al infante en mis adentros: los sueños que produce no están mal, pero sus exigencias son demasiado graves. Si me descuido, en un segundo me encuentro haciendo frente a alguien que apenas conozco, las peores pataletas y berrinches.
Tengo que convencerte, niño mío, de que tus días están contados y de que las mujeres o los hombres que vuelan No Existen. No puedo hacerme cargo de ti. Tienes que madurar y hacerte responsable. Sólo así me dejarás vivir y pondrás crear algo de provecho para ambos. Quizá termines la novela que iniciaste o me lleves a escalar el Everest.