No creo que el próximo domingo, al cierre de urnas de los procesos electorales que se siguen en 15 entidades del país, podamos presumir que las jornadas estuvieron limpias de acarreo, turismo electoral y coacción del voto. ¿De que forma será posible concluir la consolidación democrática en un país que como el nuestro, tiene una tradición política clientelar, populista y autoritaria?
La democracia es impensable si no se observan los valores que esta conlleva, entre los cuales destaca el principio de autodeterminación de los individuos: que estos elijan a sus representantes en completa libertad, sin coacciones y sin interferencias. Y para que esto sea posible algunos ven con buenos ojos la creación de un nuevo Instituto Nacional Electoral encargado no sólo de las elecciones federales sino también de las locales y municipales.
La historia de México ha sido la de una permanente apuesta por la institucionalización: desde las épocas de nuestros pensadores liberales hemos apostado por una Constitución que rija nuestras conductas. Constituciones fueron y vinieron pero nuestra sociedad estuvo lejos de apropiárselas y de regir con ellas su vida. Las instituciones siempre afuera. ¿Cómo escapa una sociedad de una situación así de esquizofrénica?
Hace unos años la idea de consolidación no era un tema importante. El objetivo era finalizar la transición que había iniciado en 1977 y fue lógico suponer que la democracia se estrenaría al instaurar un esquema legítimo y creíble de competencia electoral. Aunque hemos avanzado mucho con la constitución del IFE, la credibilidad deja mucho que desear cuando las elecciones quedan al margen de su regulación.
Es cierto que ha habido grandes avances con la transición y con el Pacto por México, hoy tenemos algo similar a lo que durante muchos años deseamos: que las elites políticas cayeran en la cuenta de que resulta más benéfico a mediano y largo plazo pactar y ceder en ciertos intereses que continuar el conflicto. Pero de nueva cuenta es el tema del poder y la ganancia cortoplacista lo que pone en riesgo acuerdos y reformas. Y si el avance político pasa por el Pacto por México, es un misterio lo que vaya a ocurrir tras el próximo domingo.
Para algunos estudiosos de la elección racional, hay que dejar a las elites de una sociedad la tarea de comprender que pueden perseguir apropiadamente sus fines en el marco de las reglas de un sistema democrático. Peruzzotti contrasta dicho esquema con otra manera de comprender los cambios: “El puro cálculo costo-beneficio deja de lado un problema fundamental de la teoría política: el de la obligación política. Un orden institucional que descansa meramente en un equilibrio estratégico de fuerzas representa una base muy débil para la democracia, puesto que la estabilidad y fortaleza de todo orden político requiere el anclaje de las pretensiones de validez del régimen en una cultura política específica”.
El mejor argumento que he escuchado contra la creación de un Instituto Nacional Electoral que organice todas las elecciones en México, es el de la falta de credibilidad recurrente que podría enfrentar tras cada elección local o municipal, con tantos cacicazgos y clientelismos y en el contexto de culturas políticas tan subdesarrolladas.
Desde el punto de vista de Peruzzotti, ante los problemas planteados por transiciones finalizadas pero consolidaciones siempre pospuestas, explicar la carencia de cambios de fondo introdujo el argumento cultural: la persistencia de tradiciones populistas y los actuales regímenes neopopulistas o delegativos representan obstáculos serios para la consolidación democrática. No bastarían entonces instituciones electorales nacionales todopoderosas pues estas se significan por la interpretación que los ciudadanos les brindan.
Desde este punto de vista, la cultura política emergería como variable crucial de la ecuación institucionalizadora, pues solo las prácticas y creencias de la sociedad pueden actualizar las estructuras institucionales. Y si el diagnóstico de la consolidología es correcto, la innovación cultural sería la precondición fundamental para el fortalecimiento institucional y la remodelación de las identidades colectivas en una dirección democrática.
El peligro de esta idea es caer en el determinismo cultural y creer que contar con instituciones democráticas sirve de poco si la evolución ciudadana nos aleja siempre de la consolidación. Pero la tesis del determinismo cultural ha sido suavizada por un abordaje gradualista: es posible alcanzar la democracia, si bien a través de la democratización gradual de las elites políticas. Este avance no se originaría a partir de una convicción de responsabilidad de la ciudadanía, sino de las estrategias pactadas por las elites políticas que se expanden poco a poco a los ciudadanos mediante un proceso de copia de las prácticas democráticas. Es un proceso ciego y el aprendizaje no consistiría en una apropiación reflexiva de ciertos valores sino en la rutinización de equilibrios estratégicos.
Es contra esta idea que Peruzzoti se pronuncia pues, desde su punto de vista, esta concepción naturalista pasa por alto el fenómeno de la producción social de cultura, a la vez que niega el aprendizaje colectivo.
Los ciudadanos son capaces de aprender más allá de las élites y por tal razón resulta fundamental garantizar una esfera pública en la cual se desplieguen procesos de deliberación y aprendizaje colectivos. La innovación cultural sería posible en virtud de la capacidad de redefinición de normas sociales de los nuevos movimientos de la sociedad civil.
Así, hay que estar pendientes de lo que nuestra sociedad organizada opine respecto de cada una de las jornadas electorales del próximo domingo, escuchando sus demandas con atención. Y por lo que hace al partido que pretende ganar las 15 elecciones, tendría que entender que ningún pacto será posible si no se muestra contundente al castigar a todo aquél que descrea de los valores que deben regular la competencia democrática.