En poco más de dos meses de la flamante gestión de Enrique Peña Nieto, ha enfrentado dos crisis desprevenidas: el secuestro y violación de las seis españolas en Acapulco, y la explosión en la Torre Pemex en el Distrito Federal.
Los dos sucesos vienen de ámbitos muy distintos y tienen causas diferentes (tanto las inmediatas como las causas de fondo), pero en ambos, la reacción del gobierno ha sido pésima. En Guerrero, los peores actores fueron los gobernantes a nivel subfederal. Primero, el alcalde de Acapulco, Luis Walton Aburto, descartó la importancia de la violación que sucedió el 3 de febrero al opinar que crímenes así “ocurren en todo el mundo”. Unos días después, al ver que sus palabras habían provocado una ola de enojo popular, apareció llorando en plena rueda de prensa, reclamando la falta de apoyo federal. Una figura de fuerza y determinación, no es; los turistas que quieren una estancia segura en Acapulco no tienen un aliado confiable en el ejecutivo local.
Menos absurdo pero igualmente alarmante fue la actuación del gobierno estatal, encabezado por Ángel Aguirre Rivero. El gobierno de Aguirre anunció la detención de seis sospechosos en el crimen contra las españolas: “Ya hay detenidos, ya hay presentados y muy pronto vamos a presentarlos a la sociedad“. Sin embargo, parece que mintió. Un día después, admitió que los detenidos fueron ligados más bien con un caso de violación en el DF, en octubre. Un tiempo después, el gobernador se volvió a contradecir, cuando, junto al titular del PGR Jesús Murillo Karam, afirmó que los detenidos habían confesado. Por razones obvias, no convenció, y no queda claro si la conexión con al caso en Acapulco es verdadera o si es un invento.
Peña Nieto se limitó a clamar por la detención de los violadores, como si fuera otro ciudadano común, incapaz de hacer más que hablar. No es así: ¡Es el presidente! Claro, la violación es un delito del fuero común, y típicamente no tiene porque involucrarse el gobierno federal pero el caso de las españolas agredidas provocó noticias internacionales, y Peña Nieto ha apostado que bajo su liderato se pueden quitar las manchas en la imagen de México que surgieron bajo el mandato de Calderón. Pese a la singularidad de este caso, por alguna razón inexplicable, la postura del presidente rozaba con el franco desinterés.
La reacción a la explosión en la Torre Pemex, que ocurrió el 31 de enero, tampoco fue brillante. La investigación tardó más que lo que es ideal en arrojar conclusiones. Puede que esto se deba a que fuera un caso inusual, y que los investigadores fueran muy cautelosos, cosa que sería loable. El problema es que, mientras tanto, el proceso se llevó a cabo sin la comunicación necesaria, y sin la participación de Peña Nieto –fueron sus subordinados quienes dieron la cara ante las cámaras– lo cual genera desconfianza y hasta conspiraciones. En una situación así, tras un suceso insólito y difícil de explicar, el compromiso a la transparencia y la atención a la estrategia mediática es esencial, del presidente mismo más que nadie. Además, el propio Peña Nieto, tras declarar un periodo de luto de tres días, se fue de vacaciones para festejar el puente del Día de la Constitución. No hay una forma más clara para decir que, pese a las decenas de muertes en una instalación gubernamental, la explosión en la torre no era para tanto, por lo menos para el presidente.
El gobierno federal es una colección desbordada de agencias distintas, encabezadas por individuos con habilidades disparejas, con propósitos y retos muy diferentes. Por lo tanto, los errores y desaciertos por el poder ejecutivo son inevitables, y no es justo interpretar cualquier problemilla como un referendo contra el presidente.
Sin embargo, estos dos ejemplos no fueron problemillas sino escándalos mayores en que el bienestar de gente inocente peligró de la manera más pública posible. Es decir, fueron incidentes que requerían la presencia activa del ejecutivo mayor. Esto no se dio, lo cual precipitó las respuestas desastrosas que se describió unos párrafos arriba.
Desde hace años, ha sido claro que Peña Nieto no brilla cuando la presión aumenta. Durante dos de los momentos de mayor atención y presión de su gestión en el estado de México –el caso de la niña Paulette y el brote de influenza en 2009– estuvo inexplicablemente ausente. Dejó el trabajo de informar y tranquilizar al público, y de encabezar la respuesta gubernamental, a otros actores (a Calderón y a Ebrard en el caso de la influenza, y a los propios subordinados de Peña Nieto en el caso de Paulette). El exgobernador mexiquense ha mostrado el don de lucir delante de las cámaras en todo momento menos en los que su presencia realmente se necesita.
Ahora que es presidente no parece haber superado este defecto, que para un hombre de su posición, es bastante grave. Le quedan casi seis años, y cuantísimas crisis más.