Durante las últimas generaciones, la disciplina intelectual que más se ha hecho pesar en el manejo de la administración pública es la economía. Los asesores estrellas de los gobiernos en una gran parte del mundo son los economistas (véase, por ejemplo, Larry Summers o Tim Geithner en EUA, o Luis Videgaray en México); cada vez más los aspirantes al liderazgo político estudian Economía (incluso, por ejemplo, Felipe Calderón). Entre los intelectuales de más influencia mundialmente, se encuentran un montón de economistas: Nouriel Roubini, Paul Krugman, Xavier Sala-i-Martín, Dani Rodrick, etcétera.
La tendencia va más allá que los personajes en la cima política o académica; también influye en como todos nosotros vemos el mundo. Es fácil olvidar, pero hace 100 años había poca comprensión popular de las recesiones o del ciclo económico, y hace 30 años, no existía tanto enfoque en los incentivos y cómo guían las acciones humanas; ahora, son conceptos comunes hasta para jóvenes. La creencia ávida de que el mercado abierto sea la mejor opción para todo tipo de problema también es un producto de este mismo fenómeno.
Hay razones importantes detrás del alza de la economía —principalmente, es el campo de estudio que más se preocupa por el bienestar material de la gente, y su bienestar material es lo que más le preocupa a la gente— pero también tiene sus carencias. Éstas representan el enfoque del nuevo libro de Michael Sandel, “What Money Can’t Buy”, o en español, “Lo que el dinero no puede comprar”.
Para Sandel, un docente de filosofía política en Harvard, el problema fundamental con esta forma de ver el mundo es que el mercado libre sufre de defectos, y al aplicarlo a cada vez más situaciones, provocamos efectos secundarios. En pocas palabras, el mercado abierto comercializa todo, y los productos o servicios que se venden acaban corrompidos y degradados gracias a este proceso de comercialización.
Para probar su caso, Sandel recorre a un sinfín de ejemplos. Entre los más obvios es el sexo; usted puede opinar como quiera sobre la prostitución, pero no cabe duda que el sexo vendido y comprado representa algo más bajo que el sexo que es producto de decisión propia de los participantes. Así, algo agradable se corrompe y se degrada. Además, la comercialización del sexo provoca un gran número de efectos secundarios, incluso los problemas legales, las enfermedades, la violencia, y un estigma que puede durar por toda la vida, entre otros.
Hasta allí, Sandel anda en tierra más o menos firme. Pero los problemas con su argumento ya se vislumbran, y vienen siendo más importantes con cada página. Para empezar, para Sandel el problema fundamental es el auge reciente de la economía, pero la prostitución no es producto de una ideología recién salida. Por algo se llama la profesión más antigua. Sin duda presenta los daños que menciona Sandel, pero no viene de la imposición del mercado abierto, sino el surgimiento natural del mismo, gracias a que la gente busca satisfacer sus deseos básicos de una forma u otra. El culpable en este caso no es Milton Friedman, sino Abraham Maslow.
Hay otros ejemplos más claros en su obra, en que los ideales de la economía sí crean un mercado comercial donde antes no existía. Pero, a diferencia de la prostitución, éstos son de poca importancia y menos daño. Por ejemplo, Sandel habla de la moda actual en que las grandes empresas patrocinan los estadios deportivos. Para el autor, lugares como el Territorio Santos Modelo en Torreón o el Estadio Omnilife en Guadalajara pierden el encanto que tienen sitios como el Yankee Stadium, el Camp Nou, o el Estadio Azteca. Puede que tenga razón, pero es una opinión más que un hecho, y de todas formas, nadie sufre mucho por el nombre de un estadio. El lector de este libro acaba con la misma sensación al contemplar la mayoría de los ejemplos de Sandal.
Por debajo del argumento principal de Sandel, hay un punto importante: la economía es amoral, pero el mundo real inevitablemente no es así. El mercado abierto nos dice que lo que se pueda vender, debe venderse; en realidad, las cosas son más complicadas. Es un argumento que uno puede llevar a lugares muy interesantes; véase, por ejemplo, la titulización de la deuda hipotecaria, que se vendía con un gran afán por todo el mundo, pero luego se convirtió en una clave para provocar la crisis del 2008.
Y más aún, la eficiencia en sí no siempre representa un fin apto. Hay analistas que recurren a argumentos económicos para decir que un concierto lleno implica que el costo de la entrada fue demasiado bajo. O que ser anfitrión al Mundial es una mala idea, porque no existe una garantía de que la inversión requerida se recompense. Dentro de la teoría económica, lo anterior tiene mucho sentido, pero en el mundo verdadero, sabemos que ir a ver un partido en el Mundial puede ser una gran diversión, y que el objetivo de un grupo rockero no es extraer la mayor cantidad de ingresos de sus fans.
Todo esto nos dice que hay límites a lo que puede iluminar la economía, y que se vale cuestionar o incluso criticar el auge de esta disciplina. Aunque Sandel no lo logre hacer, existe un argumento en contra de la economía.