El debate sobre la reforma política, y sobre todo el propuesto Instituto Nacional Electoral, tapa un dilema más profundo que cualquier país grande enfrenta: el centro versus la periferia. Es decir, cuánto poder debería ejercer el centro político, y cuánto debería quedar con los estados y los municipios. La sustitución del Instituto Federal Electoral con el flamante INE es una jugada de Peña Nieto para recuperar un poco el poder que la presidencia de la república ha perdido en los sexenios recientes a los ejecutivos estatales.
Como es de esperar, los gobernadores no ven esta acción con buenos ojos. No importa que la mayoría de los gobernadores sean copartidarios del presidente; esto es un juego de suma cero, y a medida que gane el presidente, pierden ellos. Es más, las críticas de mayor resonancia han salido de la boca de nada menos que Eruviel Ávila, receptor del dedazo de Peña Nieto en 2011 para sucederlo como gobernador del Estado de México. Como dijo el líder mexiquense a Joaquín López-Dóriga:
“Se atentaría contra nuestra soberanía, contra esa garantía constitucional que tenemos las entidades…¿Qué seguiría, también centralizar los tribunales electorales locales, los tribunales superiores de justicia, los congresos locales?”
En cuanto al tema del momento, hay argumentos para los dos puntos de vista, y en lo personal, los dos me dejan un poco tibio. La verdad es que hay muchas formas de asegurar un proceso electoral limpio y justo, y la concentración o no de tales esfuerzos en el gobierno federal no es un asunto de suma importancia.
Lo que sí es un tema de suma importancia para el sistema político mexicano es que los gobernadores han acumulado demasiado poder, y los esfuerzos para acorralarlos son muy atrasados.
Hay varias razones para creer que la influencia de los gobernadores es una suceso maligno, pero dos se sobresalen. Primero, el control que los gobernadores llevan sobre los diputados de sus estados complica el proceso legislativo nacional, y aleja las posibilidades de concretar reformas importantes. Los gobernadores típicamente escogen a los candidatos para diputado de sus entidades, y éstos típicamente se mantienen leales a él que les dio el puesto. Así que si un pequeño grupo de gobernadores no favorece una iniciativa, si una reforma perjudica ligeramente una región pero es un avance incuestionable para la República, pueden tumbarlo sin mayores dificultades.
De entrada, México enfrenta un entorno legislativo difícil, ya que opera bajo un sistema presidencial con tres partidos principales. Comparado con uno bipartidario, es más fácil que la oposición se una para negarle logros importantes al presidente. Para superarlo, el presidente tiene que encontrar un socio dispuesto entre la oposición, y él tiene que estar dispuesto a pagar el precio que imponen para su apoyo. La actuación de los gobernadores fragmenta las divisiones prácticas aún más. No es suficiente que el gobierno convenza a los líderes de un partido de oposición; tienen que convencer a una mayoría de los gobernadores también, y éstos responden a una serie de incentivos diferentes. De ahí se explica sin dificultad la falta de reformas importantes durante los últimos 13 años.
El segundo punto detrás de la creencia mencionada es que los ejecutivos estatales se han convertido en el mayor bastión del autoritarismo mexicano. No es una casualidad que los políticos que más han avergonzado a México —Mario Marín, Ulises Ruiz, Humberto Moreira— han sido gobernadores. Operan sin contrapeso político local, y, en muchos casos, sin escrúpulos. Es una combinación peligrosa. La etiqueta común es “viceroy”, y encapsula perfectamente la arrogancia y la autonomía que destacan a muchos gobernadores.
La creación del INE y la desaparición del IFE no serían capaces de arreglar esta tendencia de un solo golpe, pero el IFE sí es una herramienta del poder de los gobernadores. Por lo tanto, arrebatársela reubica la dinámica política en México de manera loable.