Toda familia guarda sus secretos, como guarda también a sus muertos. Y en la manera como hacen una cosa y la otra se revelan sus complicidades y complejidades, su sentido del humor y de la vida, su dudas y su fe, la manera singular que tiene para transitar la historia: su ética, su espíritu y su identidad toda.
Esta aseveración, si bien es válida en los tiempos regidos por la cotidianidad, adquiere contundencia cuando algo inesperado irrumpe en la historia de la familia y la trastoca.
Imaginemos el improbable telefonazo. Con toda la formalidad del caso, se nos informa que se ha aprobado que los restos mortales de determinado ancestro nuestro sean trasladados a la rotonda de las personas ilustres. Luego, en escrupulosa carta, se solicita a nuestra familia participar en el acto solemne, encabezado por el presidente de la república, que para tal efecto se llevará a cabo tal día a tal hora. Además, se nos invita a aportar las facilidades necesarias para la realización del solemne acto, que en casos como este consisten fundamentalmente en rescatar los restos mortales del homenajeado para conducirlos a la ceremonia y al lugar de su reposo definitivo.
Convengamos: en la historia de toda familia existe al menos un notable. Pero el que la patria lo reconozca formalmente es otra cosa.
Así se inició la aventura en que la familia de unos maravillosos amigos se dieron a la tarea de ubicar las cenizas de su bisabuelo. Años antes, en el afán de colaborar con la construcción de una iglesia en las cercanías, habían adquirido muchas más criptas de las que parecían llegar a necesitar. Se permitieron incluso albergar las cenizas de amigos y de personas desamparadas en ellas. Para sorpresa de todos, las cenizas requeridas, las del bisabuelo oficialmente ilustre, no estaban en la cripta donde, según recordaban los viejos, las habían colocado. Tampoco en ninguna de las demás. La encargada de tan singular registro parroquial les mostró el documento en que constaba que uno de sus hijos, en tal y cual fecha, las había trasladado a otro sitio. El problema es que dicho tío no había comunicado a nadie localizable el destino del inexplicable traslado y se había llevado el secreto a la tumba —quiero decir, a la suya propia.
Sirve agregar que para aquel entonces el número de criptas adquirido por la familia, que inicialmente daba para prestar, ya parecía más bien justo, incluso insuficiente. La familia se había multiplicado y los más conspicuos tenían claro que el número de espacios disponibles en las criptas era ya menor al de los miembros vivos de la familia. No faltó quien, púdicamente, se había informado del tamaño de las urnas y del espacio restante en la cripta familiar.
Mientras tanto, la fecha de la ceremonia se acercaba. ¿Qué hacer?
La solución provino de una mujer creativa y sabia, conocedora de la naturaleza humana y con gran sentido del humor. Recurrió a la inefable nana que por años le había ayudado a resolver ocasiones especiales. Para ser más preciso, recurrió a sus restos mortales. La mujer había muerto en total desamparo y había sido una de las huéspedes de la cripta familiar. ¿A quién podría importarle que sus cenizas terminaran en la rotonda de las personas ilustres?, ¿quién notaría la diferencia?
Por si a la solución le faltara elegancia o genialidad, a las cenizas de la nana se agregaron las de su hija que en vida sufriera una terrible discapacidad y había compartido tanto la suerte de la madre como la hospitalidad fúnebre de la familia.
Resultaba cruel separar los restos de quienes en vida estuvieran tan unidas. Además, así se liberaba espacio en las criptas para dos familiares consanguíneos.
Se inscribió cuidadosamente en una procurada urna de madera el nombre y apellidos del homenajeado. Alguien la llenó con las indisolubles cenizas de la madre y de su hija. Todo cupo y todos (los autores y los inocentes de la jugada, la difunta nana, su hija, los futuros inquilinos de las criptas y hasta el bisabuelo) quedaron más que satisfechos.
Resuelta la ecuación ya solo había que enterrar también el secreto y, por supuesto, garantizar que a los autores de la metafísica travesura no les ganara la risa en la ceremonia con el presidente.
Y ayer, en una cena memorable, estos amigos grandiosos nos compartieron, además de su mesa y su cariño, esta singular historia que merece tanto ser contada como discreción en cuanto a la identidad de sus actores. ~
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EDUARDO GARZA CUÉLLAR es licenciado en Comunicación y maestro en Desarrollo Humano por la Universidad Iberoamericana, y posgraduado en Filosofía por la Universidad de Valencia. Ha escrito los libros Comunicación en los valores y Serpientes y escaleras, entre otros. Se desempeña como Director General y Consultor del despacho Síntesis.
Me pareció sencillamente ¡GENIAL!