Para los vinófilos
de los miércoles
¿Por qué un texto subjetivo —que se asume como tal— puede interpelarnos de manera tan honda y significativa?
Esta pregunta, que nos asalta frente a los poetas y novelistas de nuestra estirpe, me sorprendió también frente a un ensayo: el del médico, teólogo y psicoterapeuta alemán Manfred Lütz: Dios: Una breve historia del Eterno.
Más allá de su inobjetable honestidad, la confesión de Lütz me tocó por su fidelidad a una sola pregunta. Una que, si bien es por definición inagotable, también es constitutiva de nuestro ser: la que versa sobre la existencia de Dios.
Lütz propone, precisamente, que esta pregunta no es trivial, que no podemos evadirla sin acortar nuestro horizonte existencial. Se pronuncia igualmente contra el ateísmo ramplón (que sigue poniendo veladoras) y contra la fe chapucera; contra “esos cristianos, que no creen ya en la bondad, en la justicia, en el amor, esto es, en todo aquello que define a Dios; […] que confían más en los seguros de vida que en la oración” espeta el autor parafraseando no a un profeta radical y enardecido sino a Feuerbach, patriarca del ateísmo.
Partiendo de la convicción de que nuestra visión de Dios cincela nuestra humanidad, Lütz nos reta a tomar postura frente a este cuestionamiento esencial, pero también nos acompaña desde una exposición genial y osada sobre lo que Occidente ha dicho al respecto. Termina con ello enriqueciendo tanto la sabiduría del escéptico ilustrado como la del creyente reflexivo.
El capítulo dedicado al Dios de los ateos es especialmente revelador. Convencido de que quien lo niega posee una visión de Dios, el autor recorre, de la mano de Minois,1 lo que los ateísmos —desde los griegos hasta nuestros días— han pensado sobre lo ilimitado. Después de recorrer dicho trayecto, nos sentimos invitados a preguntar a los increyentes: “¿De qué religión eres ateo?”.
Pero los creyentes tampoco lo son del mismo Dios. Por eso esta obra —surgida de conversaciones entrañables— se estructura presentándonos perspectivas diferentes del Eterno: el Dios de los artistas y el de los psicólogos; el de los niños, los filósofos, los científicos…
En cada uno de estos capítulos, el también periodista alemán hace un recorrido histórico —ágil, seguro, asistemático— que termina, tal vez sin pretenderlo, por construir una perspectiva necesaria de nuestra propia historia y nuestra propia identidad. Ahondar en la manera en que Occidente ha negado y afirmado a Dios termina pareciéndonos necesario para comprender no a Dios, sino a Occidente.2
El texto, que ha vendido más de ciento cincuenta mil ejemplares en Alemania, acorta el camino de quien se ha preocupado por Dios. Lo sustenta y lo contextualiza. Nos regala, cualquiera que sea nuestra apuesta existencial, ángulos, preguntas y profundidades nuevas.
El capítulo dedicado al Dios de los científicos es la crónica de un ancestral desencuentro cuyos actores disimulan su mutua curiosidad. Una historia apasionante —humana como ninguna— en la que ciencia y fe, originalmente vinculadas por el asombro, cultivaron malos entendidos, rupturas dolorosas, incomprensiones, reconciliaciones secretas, mezquindades y temores. Después de siglos, hoy dan también señales de añoranza, reconocen disimuladamente las limitaciones de sus caminos y la riqueza ajena. Se saben llamadas a dialogar abiertamente.3
Al referirse al Dios de los psicólogos, el autor inicia documentando la crítica que desde esta disciplina se ha vertido tradicionalmente contra de los creyentes (Freud, el propio Feuerbach), para enumerar enseguida argumentos que la misma psicología puede fabricar sobre los no creyentes. Es cierto que Dios puede ser la coartada perfecta para evadir los cuestionamientos más dolorosos de la existencia (e incluso producto de la nostalgia de un tiempo prenatal de simbiosis con el todo), pero lo es también que al corazón del narcisismo contemporáneo, al individualismo y a la mentalidad adolescente de quien sigue ansiando quedarse “solo en casa” (al igual que a la cultura virtual y televisiva), les incomoda Dios. Declarado el empate, concluye que, frente a la pregunta sobre la existencia de Dios, la psicología, como disciplina teórica, no tiene nada que aportar, que tanto las psicologías creyentes como las ateas presuponen la existencia o no existencia de Dios, pero no llegan a ella.4 Ya por esto —por su capacidad de ahorrarnos años buscando las llaves donde no se perdieron— el libro valdría la pena.
Convencido de que la disciplina filosófica, pese a sus abusos y desusos, está más dotada que la psicología para afrontar la pregunta, el autor desgrana cual Paganini los pasajes argumentativos que los filósofos occidentales creyentes y ateos han vertido sobre Dios. Nos lleva de Sócrates (inesperadamente paralelo a Mahoma) a las famosas cinco vías de Tomás de Aquino, del pensamiento medieval al ilustrado y de La Mettrie a Nietzsche, su ateo favorito. Pero el Dios negado o afirmado por los filósofos (fundamento, principio, causa, premisa o razón suprema) no es alguien con quien se pueda hablar. ¿A quién le interesa dialogar con un motor inmóvil?
El Dios de Isaac, Jacob y Abraham se contrapone al hallado por la razón filosófica. Este se mete y se entromete en la historia de su pueblo, se le aparece en sueños, lo interpela y problematiza enormemente su peregrinar por la historia. Se enoja, reacciona, enseña, cuestiona, guía y estorba.
Pero el autor no disimula su asombro ante un Dios que armoniza la oposición entre el siempre y el todavía, entre el amor al otro y al Eterno.5 Esta paradoja rescata del absurdo no solo al título de la obra —¡historia del Eterno!— sino también a la existencia humana.
La apuesta de Lütz lo lleva a detenerse también en la fe simple, natural y pura de los niños, cargada de asombro y gratitud. ¿Quién en su sano juicio puede afirmar que la visión del niño es inferior a la del hombre unidimensional de Marcuse o a la del adulto que, a juicio de Hobbes, solo ve la realidad imaginándose qué haría con ella si la poseyera? ¿Quién puede afirmar, después de Saint-Exupéry, que la intuición infantil —siempre creyente— es inferior a la del bebedor, el geógrafo, el hombre de negocios, el rey o el farolero? ¿Quién prefiere ir al mar con un turista japonés que con un niño?
En una reivindicación tácita de lo lúdico como ámbito de encuentro,6 el autor descara también su inclinación por el Dios de los artistas, especialmente por el de los músicos. Recuerda que en las celebraciones oficiales del cielo, los ángeles interpretan a Bach, pero que cuando cantan para sí mismos prefieren a Mozart… y Dios se acerca detrás de la puerta para escucharlos. Trasladando su intuición al ámbito del pensamiento podemos imaginar que en los actos académicos oficiales del cielo se leen las obras de Santo Tomás de Aquino, pero que Dios se encierra en su habitación ¡para leer a Nietzsche!
El hecho es que no se puede creer o no creer de la misma manera tras el texto de Manfred Lütz, como tampoco se debe creer hoy sin afrontar las objeciones de Freud, Marx, Sartre o Nietzsche que, para el creyente honesto, se convierten en poderosos filtros purificadores.
En todo caso, no es posible evadir la pregunta eje de Lütz (¿existe Dios?) sin empobrecer nuestro horizonte vital, como no es deseable en una sociedad verdaderamente incluyente, diversa y democrática relegar un cuestionamiento hondo y humanizante al basurero o al clóset. ~
1 Georges Minois, Histoire de l’athéisme: Les incroyants dans le monde occidental des origines à nos jours, Fayard, París, 1998.
2 De paso, el autor nos presenta con un sentido literario ejemplar la esencia de lo que pensaron sobre Dios Sócrates, Einstein, Mahoma, Darwin, Edith Stein, Freud, Heidegger, Rahner, Jesús, Nietzsche, Kierkegaard, Bach, Miguel Ángel, Stephen Hawkins, etcétera. Tal es, quizá, la ventaja de construir un ensayo en torno a una sola pregunta, y la de ser Lütz.
3 Recuerdo inevitablemente el aforismo de Werner Heisenberg, el físico y Nobel alemán fallecido en 1976: “El primer trago del vaso de las ciencias naturales hace ateo; pero en el fondo del vaso espera Dios”.
4 Otra cosa es lo que ocurre en el encuentro, en los profundos diálogos que en ocasiones propicia la práctica psicoanalítica, psicoterapéutica e incluso psiquiátrica. Allí, sospecha el autor —más allá de la fe o la no creencia del terapeuta y el paciente— puede palparse el misterio, algo parecido a lo que Viktor Frankl llamaría la presencia ignorada de Dios.
5 En la novedad que es la conexión entre el amor a Dios y al otro se funda la sospecha de Octavio Mondragón de que, quien pierde a Dios, antes había perdido al otro.
6 En el rescate de lo lúdico en sentido amplio como lugar del encuentro con Dios y con el otro, la propuesta de Lütz encuentra un paralelismo inconsciente y muy interesante con la filosofía de López Quintás.
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EDUARDO GARZA CUÉLLAR es licenciado en Comunicación y maestro en Desarrollo Humano por la Universidad Iberoamericana, y posgraduado en Filosofía por la Universidad de Valencia. Ha escrito los libros Comunicación en los valores y Serpientes y escaleras, entre otros. Se desempeña como Director General y Consultor del despacho Síntesis.