A Margarita y Felipe
llamados a conjugar el futuro
en un ámbito distinto.
Los trazos de un proyecto arquitectónico, al igual que una junta de planeación estratégica, la práctica del diseño industrial o del guionismo cinematográfico comparten una visión filosófica sobre el tiempo: constituyen un desafío al devenir ciego de las cosas: una expresión de inconformidad, un humanísimo no me resigno a la suerte, un ejercicio creativo. Dan cuenta de la confianza que el hombre tiene en su capacidad de dibujar el mañana. Son, en el fondo, expresiones de la misma disciplina: la de moldear una materia prima que fascina e intriga, pero también constituye al ser humano: el futuro.
Otra es la tesitura existencial de la quiromancia, el tarot, el meteorológico nacional, los chequeos médicos, el Weather Channel y las encuestas electorales de Consulta Mitofsky, derivadas todas ellas de un ejercicio más o menos sofisticado de adivinación.
Una significativa frontera actitudinal ordena nuestra visión de futuro: al norte: la creatividad, la política, la juventud y sus esfuerzos por dejar rastro en la historia; al sur: la curiosidad y los demás intentos por esquivar los coletazos del destino.
En un territorio nos esforzamos por dejar huella, en el otro nos acomodamos o nos resignamos. El uno es el ámbito del esfuerzo y la proactividad. El otro, el de la curiosidad.
Pero todavía más al norte del país de la planeación se encuentra, alimentado de nuestras promesas, de nuestros afectos y anhelos compartidos, el territorio espiritual de la esperanza.
Quien lo habita tiene derecho a la desesperación, pero no a la desesperanza. Trasciende la dimensión del transcurrir para acceder al ámbito del acontecer que —bien visto— ya no pertenece al tiempo.
Recuerdo al llorado Facundo Cabral:
Hay quien dice que este no es el momento, pero yo insisto, porque siempre es el momento de la esperanza, porque la esperanza es hija de la eternidad, no del tiempo. Por eso siempre es el momento de salir a buscar a los hermanos que pueblan al mundo con martillos y poemas, los hermanos que saben que solo el miedo nos separa: el miedo y sus congresos, el miedo y sus sectas, el miedo y sus banderas, el miedo y sus cuarteles. Pero está cercano el día en que dejaremos de lado al miedo para que la ley sea una canción, porque el universo gira alrededor de una canción, no de un parlamento. Por eso les recuerdo que el mejor negocio es apostar por la paz, invertir en el amor que nos salvará.
A una pareja de amigos —vitales, jóvenes, limpios— les fue pronosticado médicamente durante su segundo embarazo el síndrome de Down del hijo que esperaban. Decidieron, no exentos de preguntas ni de temores, seguir adelante con el embarazo. El niño nació sin el temido síndrome. Nació no solo a la vida biológica, sino también a la dignidad que engendra el amor incondicional. No solo tuvo un buen comienzo, también un buen principio.
Todos los seres humanos estamos llamados a ese doble parto: el de la espera y el de la esperanza, el del transcurrir y el del acontecer. El primero marca el inicio de nuestra biografía. El segundo, nuestro ingreso al gozo, la celebración, la espiritualidad, la trascendencia.
La planeación estratégica se convierte en ideología (además, peligrosa) cuando invade este sagrado territorio; cuando queremos controlar lo incontrolable, cuando nos cerramos al regalo de un vínculo; cuando el discurso se extravía y confunde a un hijo planeado con uno amado; las veces en que, estúpidamente, devaluamos todo lo que la existencia tiene de inasible.
El diseño, al igual que cualquier disciplina, funciona únicamente cuando tiene consciencia de aquello para lo que no sirve; cuando ejercita la difícil y dolorosa práctica de respetar sus fronteras. Son tan graves los pecados de omisión, como la pretensión de transformar lo que estamos llamados a contemplar y a celebrar.
El territorio de la esperanza se sitúa geográficamente al norte de todos. No apela al esfuerzo, sino a la gratitud y la fiesta. Se vive y se celebra; no se diseña. No se alimenta de talento creativo, sino de vínculos y promesas compartidas, de una radical confianza.
En este terreno alimentan su semana (no solo su domingo) los internos que esperan en la cárcel el abrazo de los suyos. En él habita la niña con discapacidad que cuenta e ilumina los días en función del encuentro sabatino con una amiga. En él somos todos el zorro del Principito: significamos nuestro transitar por la existencia en la espera de un encuentro, nos domesticamos mutuamente y nos reconocemos, finalmente, comunidad. ~
________________________
EDUARDO GARZA CUÉLLAR es licenciado en Comunicación y maestro en Desarrollo Humano por la Universidad Iberoamericana, y posgraduado en Filosofía por la Universidad de Valencia. Ha escrito los libros Comunicación en los valores y Serpientes y escaleras, entre otros. Se desempeña como Director General y Consultor del despacho Síntesis.