Para mi tía Lupita
incluyente y expansiva.
®JoyLaville
El combate —como tantos— no ocurre tanto en el cuadrilátero lógico sino en el psicológico: es ahí en donde las palabras madre y muerte son incompatibles. Nuestra madre, fuente primera de nuestra vida, sencillamente no puede morir. Quizá por ello, durante los días, las semanas y los meses posteriores, cualquier cosa enciende instantes crueles en los que la sabemos viva, para, al siguiente microsegundo, volver a tener que sufrir su muerte.
En esto pensaba al compartir con mis primos el homenaje agradecido y la despedida de mi tía Lupe Lafarga, singularísima maestra de la más difícil de las artes.
Seis años atrás, su presencia había sido uno de los acontecimientos más conmovedores y reconfortantes en la despedida de mi propia mamá. Con un sonoro: “ahora que somos menos, tenemos que querernos más” partió plaza en Gayosso, resucitó nuestra risa y la certeza de que la vida, herida, recuperaría bríos y sentido. Frente a la calidez de sus abrazos, sencillamente nos rendíamos.
Muchas otras de sus expresiones merecieron las ocho columnas de nuestro corazón. “No toquen, ¡pasen!”; “Rosi Cuéllar, estamos agustísimo”; “Tu coche está elegantísimo. ¿Es Mustang?”1; “El agua nos la llevamos puesta”; “Pero ve nada más, qué bonitas piernas tienes, Anilú”; “Eres un magnate, Carlitos”; “Juanito es importantísimo”; “Luis te quiere muchisisísimo”…
Hasta ahora entiendo que esas expresiones provenían necesariamente de alguien contactado con la existencia, con lo que en verdad importa; que eran expresión de la vida misma.
Muchas de ellas eran porras, piropos naturales y certeros de quien tenía la capacidad no solo de mirar lo que cada uno era, sino lo que podía llegar a ser, aquello que ansiaba secreta o inconscientemente.
Se dice que hay que ver para creer. Ella diría que hay que creer para ver, especialmente cuando se trata de descubrir en el otro futuro, vocación, potencial y esperanza… En sus hijos vio grandes músicos, bailarinas, psicólogos, hombres y mujeres con una buena higiene de ideales, constructores de comunidades. Por supuesto, los encontró.
Esta singularísima manera de mirar alcanzó cada día a un mayor número de personas: dispuso siempre de un nuevo sitio para nuevos encuentros, amigos, posibilidades y experiencias.
¿Cómo pudo lograr tanto sin secarse? Su secreto —la fuente de tanta energía— fue una vida espiritual intensa y alegre, una fe sencilla, franca, a prueba de todo, cultivada cotidianamente, la práctica de la oración y de devociones que si bien fueron diarias, nunca tuvieron el rostro amargo de la culpa o la repetición.
Más que un fin, dichas prácticas fueron alertas, recordatorios de su certeza fundamental: se supo profunda, incondicional e infinitamente amada, en la comedia y en la tragedia, más allá del tiempo. Reconoció, además, en cada uno y en cualquiera, esa misma sacralidad; nos la anunció en el trato de manera contundente, confiada y gozosa: sin ansiedad, sin prisas.
De Dios se supo un instrumento simple, como un tubo, supo conectarse a la fuente de la vida y se dedicó después a conducirla. Los muchos que fuimos salpicados por su hospitalidad (los nietos a los que por años dedicó una tarde a la semana en un parque, sus asegurados, los vendedores de escobas que guardaban su carrito en el garaje, sus hijos, hermanos y sobrinos, sus amigos, los amigos de sus amigos, algún borracho despistado, literalmente, cualquiera que pasara) entendimos que su cariño era expansivo e inagotable.
Su signo específico fue el de la alegría. Cualquier encuentro o evento se convertía en el pretexto de un nuevo sketch, otra obra de teatro, de una carcajada, canción o pastorela, de un buen juego de baraja; de una fiesta… Decía que los velorios de los Lafarga eran más divertidos que las fiestas de los Velasco. Lo terminaba provocando.
No solo “sacó adelante” a sus seis hijos (enviudó siendo los dos últimos cuates de solo tres años de edad), sino que les dio libertad y alas para hacer lo que quisieran y en donde fuera. También los “sacó hacia arriba”. Hoy viven en diferentes ciudades del mundo, construyen vidas diferentes y exitosas al servicio de los demás, pero disfrutan como nada reencontrarse.
Yo también gozo e incluso requiero congregarme de cuando en cuando alrededor de ellos. En tiempos ordinarios, los disfruto hasta reconocerme uno en la familia. Pero en eventos dolorosos —los suyos y los nuestros— me duele no abrazarlos. Nadie merece estar lejos del lugar en el que está su corazón.
Quizá por eso cada abrazo me permitió reconocerme. Quizá por eso también me sigo preguntando en las aceras y en las juntas, en el rostro de los entrañables y en el de los desconocidos, dónde encontrarla. También, cómo hacerla presente. ~
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EDUARDO GARZA CUÉLLAR es licenciado en Comunicación y maestro en Desarrollo Humano por la Universidad Iberoamericana, y posgraduado en Filosofía por la Universidad de Valencia. Ha escrito los libros Comunicación en los valores y Serpientes y escaleras, entre otros. Se desempeña como Director General y Consultor del despacho Síntesis.