Para mi compadre Enrique.
Mi casero era un hombre sensato, de familia, un profesionista de clase media, fiel a sus amigos y a sus aficiones, dispuesto a la conversación y a la amistad.
Alguna vez, platicando con él, le referí las impresionantes credenciales académicas e intelectuales de uno de mis maestros en aquel entonces.
Me interrumpió para preguntarme: “Oye, mano, pero ese cuate del que me hablas… ¿es feliz?”.
Sospechaba —como no pocos hombres y mujeres de a pie— que sumergirse en el océano intelectual conlleva el riesgo de una descompensación asintomática de lo humano, que en no pocas ocasiones atenta contra la felicidad misma.
Pero quien realmente tiene vocación a la vida intelectual —y nuestro tiempo ciertamente la tiene— no puede renunciar impunemente a ella.
¿Cómo conciliar la vida intelectual con la felicidad, la criticidad con el desarrollo personal? A mí también, al releerla, esta pregunta me pareció trivial, incluso ingenua. Después, al recordar el gesto atormentado y la amargura discursiva de muchos intelectuales, volvió a parecerme pertinente.
Cuestionarnos sobre las motivaciones, los mecanismos, las herramientas, el sabor y el sentido del quehacer intelectual (más aún, los de nuestro propio estilo de pensamiento) puede ser un buen primer paso para encontrarnos con esta pregunta.
Una vez que nos liberamos del mito de una racionalidad químicamente pura —es decir, totalmente libre de prejuicios ideológicos, de orientación axiológica, del sesgo de los sentimientos y la acción del inconsciente—, estamos invitados a indagar y asumir con la máxima honestidad posible tanto los cimientos en los que apoyamos nuestro edificio conceptual, como sus aspiraciones arquitectónicas.1 Reconociendo que no hay mente sin mentalidad, habría que asumir la nuestra propia.
Entre los diversos usos y orientaciones que podemos dar al pensamiento, podemos distinguir —incluso contraponer— dos: la racionalidad inquisitorial y la diligente.
La primera se organiza para develar los errores e inconsistencias pero, sobre todo, los engaños que sustentan lo aparente. Parte de la convicción de que la maquinaria discursiva, como la social, está movida por mecanismos ocultos que se pueden identificar y desactivar (tal es su misión intelectual) mediante la sospecha sistemática.
Los más talentosos herederos de esta tradición han cuestionado los cimientos de nuestras certezas; han sido los arqueólogos que nos han permitido descubrir en el subsuelo las claves de su funcionamiento. Nos han hablado del oscuro inconsciente, de la voluntad de poder, la lucha de clases o la corrupción irreversible de paraísos perdidos.
Otros heredaron el temperamento de los maestros de la sospecha, pero no su talento. No son Illich, Nietzsche, Marx o Freud, sino su caricatura: construyen con tres ideas un bulldozer ideológico, una especie de explicación-para-todo demoledora y acrítica, que se termina nutriendo de sí misma y perdiendo de la realidad. Son frecuentemente gente de un solo libro que utiliza un referente ideológico simple (autor, doctrina, ídolo) como cama de Procusto: el que cabe en su modelo es su aliado. El que no, su enemigo.
En los extremos, se convierten en lamentables paparazzis ideológicos. Eligen normalmente de manera proyectiva una víctima, la investigan para exhibirla en su peor momento o expresión —normalmente fuera de contexto— y tratan de hacernos creer que el total de su vida se reduce a eso.
La racionalidad diligente tiene un sentido y un carácter distintos: su objetivo es proveernos de un juego de luces y contrastes —incluso de espejos— cuyo objetivo es liberar a la verdad en su evidencia. Los pensadores diligentes nos ayudan a encontrar anteojos con la graduación justa que nos permite ver claro. Sus textos, sus conversaciones y sus clases son liberadoras de la miopía. Construyen además los cimientos desde los que se pueden imaginar y proponer alternativas viables de transformación social.
En los puntos de vista ajenos aprenden gradualmente a descubrir, más que amenazas o enemigos, retos de complementariedad: posibilidades de enriquecer el propio paradigma. Su proceso mental es integrador, más que judicial.
Pensar diligentemente no significa asumir un optimismo apriorístico o ingenuo: significa reconocer que el ejercicio intelectual puede edificar, que cualquier hallazgo es perfectible y está llamado a depurarse dialogando con sus sombras y objeciones, así como con los desaciertos históricos de su tradición.
Convencida de la máxima “piensa mal y acertarás”, la racionalidad inquisitorial mira las cosas con antipatía y distancia, incluso con cierto aire de superioridad no exento de soberbia. La diligente las mira con empatía. Confía en las posibilidades de quien lee y mira las cosas desde dentro. “Piensa bien y acierta”.
La racionalidad inquisitorial se sitúa geográficamente fuera de las realidades que juzga y describe. La diligente, en cambio, se sabe parte de las realidades que piensa. Puede mantener una racionalidad crítica pero, antes, se reconoce deudora del discurso que analiza. Por eso no utiliza herramientas de demolición, sino constructivas.
Pero, sobre todo, pensar diligentemente significa encontrar en el horizonte de la actividad intelectual el servicio que la racionalidad puede prestar a la edificación de lo humano.
Para ubicarlas generacionalmente habría que decir que la criticidad diligente está asociada a la sabiduría de los viejos, mientras la inquisitorial, orientada normalmente contra un sistema de pensamiento tradicional, comparte la estirpe vital del joven; más específicamente, la del adolescente.
Es cierto que entre estos dos tipos de racionalidad —la propia de la sabiduría y de la juventud— se genera una tensión generadora de historia, que lo amargo de uno y lo dulce del otro son igualmente necesarios en la elaboración del chocolate. También es cierto que esto parece ser una cuestión de alternancias y proporciones, que hay generaciones y momentos de la historia llamados más al rompimiento que a la continuidad y viceversa. Pero, a fin de cuentas, aunque en ocasiones es necesario demoler para construir, la deconstrucción tiene un límite. No podemos derribar discursos y sociedades eternamente. Tarde o temprano la vocación del pensamiento de ponerse al servicio de realizaciones humanas, como la felicidad y la justicia, prevalece. Tal era, quizá, la intuición que accionó la pregunta de mi casero. ~
1 Esta inquietud asalta tarde o temprano a científicos, filósofos e intelectuales que, conscientes del poder de sus hallazgos o de la eficiencia de los aparatos críticos que han construido, se preguntan sobre el sentido y las motivaciones profundas que impulsaron su trabajo. Tal fue el caso de Einstein, el de Marcuse, Habermas y otros miembros de la Escuela de Frankfurt.
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EDUARDO GARZA CUÉLLAR es licenciado en Comunicación y maestro en Desarrollo Humano por la Universidad Iberoamericana, y posgraduado en Filosofía por la Universidad de Valencia. Ha escrito los libros Comunicación en los valores y Serpientes y escaleras, entre otros. Se desempeña como director general y consultor del despacho Síntesis.