A partir de la semana pasada, el Senado estadounidense dejó de ser la misma Cámara de siempre. Los líderes demócratas abolieron parcialmente el filibuster, una táctica insólita que permite que una mayoría de 40 senadores (de 100 en total) bloqueen cualquier reforma, resolución o confirmación de nombramiento ejecutivo que tengan pendientes. El Senado celebra su reputación por reflexión considerada, y se llama —con suma humildad, por cierto— la Cámara más deliberativa del mundo. No obstante, ahora el Senado es significativamente menos deliberativo.
La razón detrás de este cambio histórico es el incremento dramático en el uso del filibuster en años recientes, especialmente durante la gestión de Barack Obama. Teóricamente, el filibuster se podía usar en cualquier circunstancia, pero en los hechos, durante muchos años se recorría a ello solamente para oponerse a la legislación o nombramientos muy polémicos. (Un ejemplo famoso y penoso: hace medio siglo, senadores sureños utilizaron el filibuster para frenar la legislación que avanzaría los derechos civiles de los afroamericanos.)
Sin embargo, con el tiempo, la costumbre de uso limitado se andaba mermando. Los demócratas empezaron a usarlo para prevenir los nombramientos de jueces federales durante el gobierno de George W. Bush, y los republicanos lo han empleado con aún más frecuencia: al momento de la abolición, había 242 nombramientos ejecutivos estancados gracias a los filibusters. Cualquier funcionario que requiere la confirmación del Senado ocupa un puesto de peso, así que la ausencia de 242 de ellos representa una carga muy importante para el gobierno. Entre los puestos que siguen vacantes son los de directores de la Fed —peor aún, durante una época en que este banco central se ha convertido en el más importante del país— y jueces en la corte de apelaciones de Washington, que después de la Corte Suprema es la más importante del país.
Es decir, el filibuster se convirtió en un freno a la función normal y eficaz del gobierno federal. Su abolición parcial —los cambios a las reglas del Senado dejan lugar para su uso para bloquear legislación y ciertos nombramientos— representa un avance indudable.
Como se mencionó arriba, el Senado es una institución obsesionada con su lugar en la historia, y los tradicionalistas dirán que con los límites impuestos al filibuster, la Cámara alta pierde sus raíces históricas. En eso, tienen razón.
Pero no importa. Para los pocos que les preocupan estas cosas, es un suceso lamentable, pero si la tradición sirve para la obstrucción, entonces no merece fidelidad. Además, desde hace tiempo, la famosa cortesía y amistad entre rivales ya se había perdido.
Como demostró el periodista George Packer en un reconocido artículo de 2010, las épocas en que los senadores utilizaban el debate honesto y respetuoso como paso hacia la legislación seria se han acabado, si es que en algún momento realmente existieron. Así pues, el uso exagerado del filibuster es apenas un síntoma de un síndrome mucho más profundo. La bronca de fondo es que, como bien demuestra Packer, el Senado de hoy es un lugar dominado por tonterías partidarias y enemistades mezquinas.
Pero ahora un poco menos, gracias a los nuevos límites al filibuster. La modificación de la semana pasada es un intento, muy atrasado por cierto, de adaptarse a este nuevo entorno.
Es la mayor derrota de la democracia representativa en los tiempos modernos pues deja a las minorias sin poder hacer valer sus derechos y obligaba a las mayorias a tomarlas en cuenta, con esto se hace un dictadura de los muchos sobre los pocos.