La semana pasada el New York Times reportó que la DEA efectivamente vetó la llegada del General Moisés García Ochoa a la Secretaría de Defensa Nacional a unas semanas de la protesta de Peña Nieto. Gracias a su actuación, García Ochoa, a quien se le sospechaba de peculado y de tener vínculos con narcotraficantes, ahora labora como un general más en Coahuila, mientras el General Salvador Cienfuegos Zepeda se pudo convertir en uno de los hombres más importantes del país.
La noticia revela verdades incómodas sobre la etapa de cooperación bilateral, caracterizada por la Iniciativa Mérida, que experimentan México y EE.UU. Hay algunos que reclaman que las actuaciones del gobierno estadounidense representan una intervención inapropiada y, tal opinión, es definitivamente defendible. Las sospechas de la DEA sobre García Ochoa no fueron concretadas y es posible que carezcan de fundamento. En tal caso, un hombre inocente y capaz ha sufrido una gran reversa a causa de calumnias. Además, como presidente, Peña Nieto tiene el derecho de nombrar a quien quiera a cualquier puesto del gabinete. Teóricamente, una agencia extranjera debería respetar este privilegio.
Pero, por más lógico que parece lo anterior, es poco realista. Como cualquier organización, la DEA (y, más aún, el gobierno que representa) tiene opiniones e intereses que al verse ignorados o amenazados la llevan a movilizarse. Así, pues, entre más profundiza México la relación con la DEA, más invita a que utilice su influencia.
Además, cabe mencionar que los vetos inapropiados no han provenido solamente de los estadounidenses. Hace dos años, el embajador estadounidense en México, Carlos Pascual, tuvo que renunciar después de que Calderón, enfadado por las declaraciones de Pascual dadas a conocer por WikiLeaks, inició una campaña pública en su contra. Efectivamente, el presidente mexicano corrió al embajador estadounidense, cosa sin precedente. Quizá lo de Pascual haya sido injusto para él, pero la cooperación requiere de la voluntad de los dos lados. Si el presidente mexicano no podía trabajar con su interlocutor estadounidense, uno se tenía que ir, y no podía ser Calderón.
Además de injustos, estos inevitables sucesos también pueden resultar peligrosos. La DEA goza de un prestigio que, debido a su presupuesto y su historia, tiene cierto mérito pero eso no quiere decir que la agencia es infalible. Con eso en mente, me llamó la atención la siguiente frase de la nota del New York Times: “[L]os estadounidenses sigilosamente [filtraron] a los funcionarios mexicanos sospechosos de corrupción porque temieron que las instituciones mexicanas no habrían sido ni capaces ni dispuestas a hacerlo solas.”
Lo que los autores no cuestionan es si los funcionarios gabachos sí son capaces de llevar a cabo adecuadamente ese proceso de filtración. La verdad, tengo mis dudas, de ahí viene el peligro de dejar que la DEA se encargue de una tarea tan delicada. Finalmente, es una agencia extranjera operando en un país que no es suyo. Pese a sus ventajas tecnológicas para la vigilancia, tal entorno se presta a que los agentes de la DEA sean manipulados. Si un grupo de narcos quería provocar dudas entre los de la DEA sobre un funcionario tenaz y honesto –es decir, un adversario verdadero– no sería un maniobra muy complicada: se arranca una simple campaña de pasar chismes falsos entre los narcos a todos niveles, para que luego lleguen los rumores (ahora con tintes verídicos) a los agentes de la DEA gracias al contacto con la industria que combaten.
No estoy diciendo que esto es lo que pasó con el General García, pero al darle a la DEA la habilidad de frenar cualquier nombramiento basado en sus sospechas, se abre un espacio muy grande para la manipulación, y lamentablemente, la historia de los agentes estadounidenses en este tema no es muy alentadora.
En fin, la cooperación bilateral implica no solamente que todos se lleven de maravilla (como a veces se pinta), sino que se incremente la influencia aplicada desde afuera. Cuando esta influencia se hace vista, puede que se vea desagradable.