Esta es la séptima entrega de una serie dedicada a la revisión de los postulados fundamentales del capitalismo. Se refiere a las distorsiones que resultan de favorecer la actividad de cualquier agente económico.
I
El sexto mandamiento del Decálogo es este: “Reconocerás como grave error, desde el punto de vista tanto de la economía como de la justicia, el otorgamiento de privilegios (protecciones, subsidios, concesiones monopólicas, etcétera) a favor de grupos de intereses, independientemente de que sean productores o consumidores, razón por la cual, en ningún caso, por ningún motivo y en ninguna medida, los concederás, aceptando que tu participación en la esfera económica debe ser neutral”.
Los gobiernos pueden hacer, en esencia, tres cosas: (1) garantizar derechos, (2) defender intereses y (3) satisfacer necesidades; el problema de la expansión arbitraria del Gobierno (la gubernamentalización de todos los frentes de la vida) comienza cuando se identifican, caprichosamente, necesidades e intereses con derechos. El Gobierno que se limita a garantizar derechos que realmente lo sean es liberal; el que defiende intereses, sobre todo pecuniarios, es mercantilista; el que satisface necesidades, comenzando por las básicas, es socialista. El Gobierno liberal no otorga privilegios, trata a todos por igual. Este no es el caso ni del Gobierno mercantilista, ni del socialista, que, si bien de manera distinta, privilegian a ciertos grupos, principalmente productores nacionales en el caso del mercantilista, y gente necesitada en el caso del socialista. Estos privilegios resultan injustos, dada la redistribución del ingreso que suponen, y económicamente ineficaces, dados los incentivos que generan, razones (ojo: razones) más que suficientes para evitarlos y que hoy en día no son escuchadas. ¿Qué Gobierno, por más elementos liberales que contenga (y no hay que confundir un Gobierno liberal con uno que practique ciertas medidas liberales), no pone en práctica medidas mercantilistas y socialistas, no defiende intereses de ciertos grupos, no satisface necesidades de otros?
II
El Gobierno mercantilista es, en esencia, el que otorga ciertos privilegios a ciertos grupos de intereses pecuniarios, casi siempre productores nacionales, con el fin de mantenerlos al margen de la competencia (por ejemplo: prohibiendo la participación de nuevos productores, tanto nacionales como extranjeros, en “sus” mercados) u otorgarles una falsa ventaja competitiva (por ejemplo: exentándolos del pago de impuestos), todo lo cual les permite cobrar un precio mayor del que podrían si estuvieran sujetos a la mayor competencia posible (en el supuesto, por ejemplo, de la prohibición de importaciones) o cobrar un precio menor del que cobrarían si no tuvieran esa falsa ventaja competitiva (en el supuesto, por ejemplo, de una exención tributaria). En el primer caso resultan perjudicados los consumidores, quienes se ven obligados a pagar un precio mayor del que podrían si hubiera competencia. En el segundo caso salen perjudicados los competidores, quienes enfrentan una competencia desleal, consecuencia no de un aumento real en la competitividad o la productividad de sus rivales, sino del privilegio otorgado por el Gobierno.
¿Dónde queda la legitimidad de un Gobierno que, al beneficiar a unos, perjudica a otros, aunque la intención haya sido lo primero y no lo segundo? Esta pregunta nos lleva a otra todavía más interesante: ¿debe el Gobierno defender intereses, que casi siempre son pecuniarios, o debe limitarse a garantizar derechos? Para responder hay que ver qué sucede cuando el Gobierno, además de garantizar derechos, pretende defender intereses. Lo que sucede es que se cometen injusticias. Pongo de ejemplo la prohibición de importar con el fin de que el productor nacional pueda, dada la menor competencia que enfrenta, cobrar un precio mayor del que podría si hubiera más contienda en el mercado. La prohibición de importar limita arbitrariamente la libertad de elección de los consumidores, quienes no pueden elegir entre el producto nacional y el importado, ya que este (suponiendo que no haya contrabando) no se ofrece en los mercados nacionales. Y limitar la libertad de elección de los consumidores es injusto.
La prohibición de importar también ocasiona una situación antieconómica pues agudiza el problema de la escasez, que es el problema económico fundamental: no todo alcanza para todos, y menos en las cantidades que cada uno quisiera; este problema se reduce (nunca desaparece) en la medida en que los precios sean los más bajos posibles (a igual ingreso y menores precios mayor consumo y menor escasez), para lo cual la oferta de productos debe ser la mayor posible, por lo que las importaciones deben ser también las más posibles. En la medida en que el Gobierno prohíbe las importaciones, la oferta de mercancías en el mercado nacional es menor, el precio de estas es mayor, el ingreso alcanza para menos y el problema de la escasez se agudiza, todo lo cual supone una situación antieconómica, es decir, una situación a favor de una mayor escasez, siempre en contra del consumidor, sobre todo de aquellos incapaces de generar un ingreso mayor.
III
El Gobierno socialista es, en esencia, el que pretende satisfacer, por lo menos, las necesidades básicas de, por lo menos, los más necesitados, o sea aquellos incapaces de —por medio de su trabajo y por ello de manera independiente— generar un ingreso que les permita adquirir, en el mercado, los bienes y servicios indispensables con los que satisfacer sus necesidades básicas, que son aquellas cuya insatisfacción atenta contra la salud y la vida del ser humano. Ya no se trata, como en el caso del Gobierno mercantilista, de defender intereses pecuniarios, sino de satisfacer necesidades básicas (lo que también supone un interés pecuniario). Esto puede llevarnos a pensar que se trata de gobiernos diametralmente opuestos, rechazable el mercantilista, aceptable el socialista. ¿Es así?
Lo primero que hay que tener en cuenta a la hora de analizar el socialismo es que no hay Gobierno capaz de darle todo a todos, de tal manera que (1) solo es capaz de darle algo a algunos; (2) ese algo que da a algunos tuvo que habérselo quitado antes a otros, y (3) nunca, dado que el Gobierno cobra por quitar y dar, da la misma cantidad que quita. El socialismo se basa en la redistribución del ingreso, en quitarle a unos para darle a otros (algo esencialmente distinto a que unos voluntariamente le den a otros), lo cual, independiente de que el fin sea la satisfacción de las necesidades básicas de los necesitados, no pasa de ser un robo con todas las de la ley, que ha encontrado justificación en muchas leyes positivas y positivistas (que justifican, falsamente, los privilegios que, a favor de los necesitados, otorga el Gobierno) pero no en la ética y la justicia.
La redistribución que realizan los gobiernos socialistas supone que el Gobierno obliga a unos, los contribuyentes, a entregarle parte del producto de su trabajo para, luego de cobrar un monto (insisto: el Gobierno cobra por quitar y dar), darle a otros, las clientelas presupuestarias. Al margen de quiénes sean los otros, y al margen de qué fin se persiga, esto no deja de ser —dada la coacción que ese quitar supone— una expoliación legal, la que tan bien analizó Federico Bastiat.1 Pregunto nuevamente: ¿dónde queda la legitimidad de un Gobierno que, al beneficiar a unos, perjudica a otros, aunque la intención haya sido lo primero y no lo segundo? Esta pregunta nos lleva a otra: ¿debe el Gobierno satisfacer necesidades, comenzando por las básicas, o debe limitarse a garantizar derechos?
IV
Aunque con otro fin, el Gobierno socialista, al igual que el mercantilista, debe otorgar privilegios.2 Ambos gobiernos, cuya esencia es la concesión de privilegios, tratan de manera desigual a quienes deberían tratar igual: los gobernados. Y ambos gobiernos son la muestra de que, como lo definió Bastiat, el Gobierno es la gran ficción por medio de la cual todo el mundo pretende vivir a costa de todo el mundo, por ejemplo, (1) el productor nacional a costa del consumidor, cobrándole un precio mayor del que le cobraría si el Gobierno no lo mantuviera al margen de la competencia que las importaciones traerían consigo, lo cual es injusto (se viola la libertad de elección de los consumidores nacionales) e ineficaz (al aumentar los precios, por causa de la menor competencia, se agrava la escasez); (2) los más necesitados a costa de los contribuyentes, satisfaciendo necesidades gracias no al trabajo propio, sino a la redistribución de parte del producto del trabajo de otros, lo cual es injusto (viola la propiedad privada de aquellos a quienes se les quita para darle a otros) e ineficaz (incentiva la solicitud de ayuda gubernamental y no el trabajo productivo).
La legítima tarea del Gobierno es la de garantizar derechos que realmente lo sean. El problema comienza cuando, arbitrariamente, se identifican necesidades e intereses con derechos, tal como sucede en los gobiernos socialistas y mercantilistas. Para entender esto último hay que tener en cuenta que un derecho, ya sea natural (a la vida, la libertad o la propiedad) o contractual (a lo pactado entre las partes contratantes), siempre tiene como contrapartida una obligación, negativa en el caso de los naturales (no matarás, no esclavizarás, no robarás), positiva en el de los contractuales (sí harás aquello a lo que te comprometiste, por ejemplo, entregar un bien o servicio, desembolsar una determinada cantidad de dinero), obligación en función de la cual se definen los verdaderos derechos, lo que nos permite responder correctamente las siguientes preguntas: (1) ¿tienen los productores nacionales, de manera natural, el derecho a que el Gobierno los proteja de la competencia?; (2) ¿tienen los más necesitados, de manera natural, el derecho a que el Gobierno les satisfaga necesidades? Ya vimos cuáles son las consecuencias, en términos de eficacia, pero sobre todo de justicia, del socialismo y del mercantilismo: la violación de derechos. Por ello el sexto mandamiento de este Decálogo.
En este, como en muchos otros temas, hay que ir más allá de las fronteras.
1 Véanse, de Federico Bastiat, La Ley y El Estado.
2 Que se definen, para que quede más claro mi argumento en su contra, como la exención de una obligación o como una ventaja exclusiva o especial que goza alguien por concesión de un superior o por determinada circunstancia propia.
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ARTURO DAMM ARNAL es economista, filósofo y profesor de Economía y Teoría Económica del Derecho en la Universidad Panamericana. ([email protected]; Twitter: @ArturoDammArnal)