Es difícil aprehender de las ciudades como partes narrativas.
Alguna vez argumenté lo contrario: que el espacio público era fundamental y claro en la obra de muchos, que el Dublín de Joyce, el Nueva York de Midnight Cowboy y la España brava y blanca y roja de García Lorca, que no existía obra sin Ciudad (espacio urbano, polis) ni Ciudad sin obra.
Esto puede ser así, pero la concepción y la influencia del espacio físico me parece una abstracción imaginaria, justamente, cuando se imagina:
¿Por qué leer de una calle en Coyoacán? ¿Eso qué importa a nadie, esa conexión tan íntima pero también imaginada por el que nos puso en palabras en Coyoacán? Por definición, resulta una aventura casi imposible para el intelecto revivir el espacio físico de forma virtual.
Esto porque preguntan a un amigo: “Su libro se aleja del cliché y narra con humor varias situaciones límite. ¿Por qué se desarrolla en el DF y en Cohauila?”
Él responde que conoce ambas partes con la palma de su mano, con su corazón y su cerebro y su sexo (no sé si la respuesta haya sido publicada) y en realidad la pregunta no nos ha regalado nada en relación a la narrativa del texto del que se está hablando. La pregunta no importa porque no se comenta la ciudad, sino la ciudad dentro del libro, y ahí se pierde toda conexión real.
El espacio físico convertido en espacio virtual pierde significado, conexión simbólica real para con la audiencia/el lector/con quien se comparte.
Esto resulta extraordinariamente interesante dada la estructura física/virtual en la que habitamos ya casi permanentemente: ese espacio físico pero virtual, tridimensional pero plano, que es el de las pantallas y el ciberespacio.
Se han escrito algunas cosas acerca del ciberespacio en cuanto a espacio físico. Y, paradójicamente, las más atinadas de ellas resultan describir a esta nueva forma de vida encapsulada como exactamente contraria al espacio real imaginado: si el Dublín de Joyce es una realidad convertida en símbolo, las paredes del Facebook son un símbolo programado convertido en realidad.
La realidad que habitamos durante horas y horas de nuestro día es un esfuerzo de la imaginación que resta esfuerzo a la imaginación; el programador es quien decide la calidad y naturaleza de esos símbolos, para que el lector/audiencia no se pierda en ese mar infinito de posibilidades —a final de cuentas, la ciudad dentro del ciberespacio, prácticamente, podría no tener ni pies ni cabeza, podría ser infinita y podría ser de alcances físicos completamente imposibles y abstractos.
Si hay esquinas de la realidad que se atienden en el ciberespacio (como, por ejemplo, la imagen o el video de una mujer desnuda), la forma de su despliegue resulta parte de esta realidad simbólica, sin corresponder en ningún momento al de una realidad adoptada de nuestro mundo físico: la mujer se desnuda en medio de cientos de miles que se desnudan, en medio de docenas de ventanas que con su dinamismo nos están situando, más y más, en una experiencia diametralmente distinta a la de “la mujer que se desnuda”.
Con el paso del tiempo, el acto de desnudarse tiene ya dos definiciones que cohabitan de forma extraña en nuestro cerebro, quizá nunca en nuestro ente biológico.
Porque el libro, como el cine, promete una experiencia sensible y racional, pero no una experiencia espacial para el lector/audiencia, una experiencia, digamos, físicamente probable.
Los arquitectos de esta realidad habitada e inexistente son los nuevos arquitectos de modos de pensar ya adoptados subliminalmente, metodologías mentales y físicas que tenemos ya que soportar todos los días para poder sobrevivir en el mundo.
Las paredes de Facebook y las cientos de mujeres desnudas han logrado lo que nunca pudo lograr el Dublín de Joyce: mientras la ciudad del monstruo irlandés resulta un enigma indescifrable y contenido, la realidad virtual que imita nuestras posibilidades espaciales ha formado ya todo nuestro mundo.
La lectura está muerta.
________________________
Fotografía tomada de http://www.flickr.com/photos/elfidomx/