En nuestro país todavía se tienen cuentas pendientes con las mujeres en cuestión de equidad y justicia social. En el siguiente artículo se señalan algunas de las variables que con frecuencia se omiten a la hora de diseñar, implementar y evaluar políticas públicas y programas sociales que tienen como objeto reducir la brecha de género.
Como resultado de la presión ejercida por la ciudadanía, cada vez más el gobierno se ha visto comprometido a establecer mecanismos de rendición de cuentas. Particularmente en el caso de la operación de los programas sociales se han instrumentado procesos de monitoreo y evaluación que buscan detectar problemas y encontrar soluciones adecuadas a fin de que dichos programas cumplan con los objetivos para los que han sido creados. Es decir, que hay una preocupación gubernamental por medir el impacto de las políticas públicas, para con ello responder a las demandas ciudadanas de rendición de cuentas y transparencia en el ejercicio y utilización de los recursos públicos. A la fecha, se ha legislado con relación a la transparencia, e inclusive esta, así como el combate a la corrupción, son parte de los acuerdos del Pacto por México que recientemente han firmado las diferentes fuerzas políticas del país.
Tanto las instancias gubernamentales como la ciudadanía requieren de información que evidencie los resultados de las políticas con un nivel de desagregación en el que se puedan observar especificidades sobre el territorio y la población, a fin de que se pueda analizar el impacto de dichas políticas de manera diferenciada. Es decir, poder distinguir, por ejemplo, cuál fue el impacto de las políticas en el medio rural en comparación con el impacto urbano, cuál fue el impacto en zonas indígenas y cuál en las no indígenas; particularmente, cuál fue el impacto de las políticas entre las mujeres y cuál entre los hombres, así como entre grupos etarios o grupos sociales, etcétera.
Tradicionalmente, la producción de la información estadística, aunque identificaba el sexo de las personas, solo entregaba y diseminaba agregados referidos al total de la población en diferentes temas, generalmente los requeridos por los responsables de la planeación del desarrollo; y solamente bajo requerimientos especiales se desagregaban algunas variables según el sexo de la población. Es hasta principios de los años noventa —cuando los gobiernos en general empiezan a introducir en la agenda política las cuestiones relacionadas con la equidad de género— que el Gobierno mexicano se plantea incorporar los temas de género en el marco de las preocupaciones nacionales (ver Planes de Desarrollo Nacionales), y junto con el impulso del Consejo Nacional de la Mujer (ahora Inmujeres) acompañado de Unifem (Naciones Unidas) y el INEGI, se inicia un proceso de revisión dirigido al mejoramiento de conceptos, definiciones y métodos utilizados en la producción estadística para poder contar con información que revelara el ámbito y dimensión de las inequidades y brechas de género. Aunque la desagregación de las estadísticas por sexo es el paso básico para construir un indicador con enfoque de género, se necesita redefinir el marco de la información con la que se mida —de manera más cualitativa— la aportación de mujeres y hombres.
Las estadísticas e indicadores de género se necesitan, entre otras razones, porque son un mecanismo eficiente para apoyar la toma de decisiones políticas, evaluar los resultados de aquellas que ya han sido implementadas, monitorear los avances, retrocesos o estancamientos de las acciones que promueven la igualdad en determinado tiempo. También ayudan a la identificación de las diferentes causas subyacentes que pueden estar incidiendo en las situaciones de desigualdad, para poder aplicar las acciones con las que se promuevan los cambios necesarios.
Un claro ejemplo de las cuestiones que pueden sesgar la interpretación de una estadística solamente desagregada por sexo es el que se refiere al empleo. En un primer acercamiento, podemos observar la participación en el empleo de mujeres y hombres en México en la Tabla 1.
Estas cifras muestran que mientras la participación de las mujeres en el empleo aumenta, la participación de los hombres disminuye en el mismo periodo. Como han señalado las investigaciones, la tasa de crecimiento del empleo femenino en México ha sido prácticamente el doble de la del empleo masculino, lo que marca un “acelerado proceso de feminización en las últimas décadas”.1
Inclusive, cuando observamos la dinámica del empleo en el sector formal e informal de la actividad, vemos que hay una ligera mayor participación de las mujeres en el empleo formal, situación que pudiera suponer una situación de mayor bienestar en el empleo de las mujeres (ver Tabla 2). Sin embargo, cuando se baja al nivel de los sectores de actividad en donde se ocupan unas y otros y al de los salarios, se observan brechas significativas (ver Tabla 3).
La mayor proporción del trabajo de los hombres se concentra en el sector formal de la manufactura, mientras que la proporción de mujeres trabajando en este sector se acerca y es mayor a la de los hombres, pero solamente en el sector informal, un ámbito de trabajo caracterizado por la inseguridad y la ausencia de esquemas mínimos de seguridad social.
Por otra parte, los sectores que concentran la mayor proporción de mujeres son el de restaurantes, servicios de alojamiento y servicios diversos; trabajos que por lo general no requieren de mano de obra calificada y, por consiguiente, se invierte muy poco en la capacitación o calificación de esta fuerza de trabajo.
Otro aspecto relevante de estas brechas entre mujeres y hombres en el ámbito del trabajo, es el relacionado con los ingresos (ver Tabla 4).
En el nivel más bajo de los ingresos —hasta un salario mínimo—, la mayor proporción es de mujeres, tanto en el sector formal como en el informal (ver Tabla 5). A medida que los salarios aumentan, son los hombres los que constituyen la mayor proporción de receptores. Un hecho relevante es el de la proporción de mujeres —comparada con la de los hombres— que no reciben ingresos, particularmente las que trabajan en el sector informal. El 20.7% de las mujeres que trabajaban en el sector informal en el año 2000 no recibía ingresos.
A medida que se relacionan otras variables con la situación de las mujeres y los hombres en el trabajo, tales como la educación, el área de residencia, el número de hijos, etcétera, se pueden observar una serie obstáculos que revelan las dificultades que tienen las mujeres para acceder a las mismas oportunidades de trabajo que tienen los hombres.
Ya que el trabajo tiene un carácter estratégico con relación al acceso a otros recursos sociales, es necesario que las políticas vinculadas al empleo se enfoquen de manera minuciosa y con una visión de género —a fin de ser incluyentes e igualitarias— sobre las cifras que revelan claramente dónde se han generado las brechas que ponen a las mujeres en los nichos menos privilegiados del mercado de trabajo, y con base en esa información, se implementen las acciones necesarias para superar dichas brechas.
1 Teresa Rendón Gan, Trabajo de hombres y trabajo de mujeres en el México del siglo XX, CRIM-PUEG, 2003.
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GUADALUPE ESPINOSA es consultora independiente. Trabajó en el Área de Población del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, en la División de Estadística del Secretariado de Naciones Unidas en Nueva York y como directora regional del Fondo de Desarrollo de Naciones Unidas para la Mujer (Unifem).