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Este exutorio que no supura
Blog | El Domador De Polillas | Rocío Franco López | 12.04.2013 | 1 Comentario

El Domador de Polillas | Rocío Franco López

Guillermo Fernández, Exutorio. Poesía reunida, 1964-2003,
México: Fondo de Cultura Económica,

Col. Letras Mexicanas, 2006, pp. 246.

 

Jeanne Enríquez Salgado

Jeanne Enríquez Salgado

El viento sopla frío por las sombras de mis abetos.

Yo estoy aquí, y espero a mi amigo,

espero su último adiós.

Oh, amigo, deseo fervientemente gozar

contigo de la belleza de este atardecer.

“La despedida”, La canción de la tierra, Gustav Mahler.

No sé con qué palabras huérfanas decirte el mundo que perdí contigo.

Hernán Bravo.

 

Creo que era 1996 cuando conocí a Guillermo, en ese entonces yo tenía 20 años y cursaba el primer semestre de la universidad. Yo escribía unos poemillas fatales desde hacía un rato, y necesitaba saber qué hacer con aquello. No sé de donde vino la idea de buscar un taller de poesía. Encontré un par, que no me satisficieron.

Fueron unos amigos fotógrafos y gestores culturales (Guillermo Zarazúa y Jesús Espino) quienes me dijeron que se abriría una escuela de escritores en Metepec, la idea fue bastante vaga, ¿qué es una escuela de escritores? No tenía (sigo sin tener) idea. Sin embargo, me presenté a la entrevista para ser admitida, y me quedé. Y todo lo que allí sucedió fue determinante en mi vida, pero nunca nada ni nadie como Guillermo, que me dio Poesía, en el primer semestre del diplomado en Creación Literaria, que en ese entonces amparaba la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM).

Fueron mis precarios recursos como estudiante los que me obligaron a acercarme a él, pues disponía de poco dinero para trasportarme todas las noches al salir de las clases de la Casa de Cultura en Metepec hacia Toluca. Un día Guillermo se levantó de la silla y dijo: “¿Quién va a Toluca?”, y como perrillo apaleado me acerqué y dije: “Yo…”, pues era la única oportunidad que tenía de llegar a mi casa. Fue así como comenzó todo.

La primera vez, no sabía que decir, pues Guillermo en clase era seco y tajante, y siempre reafirmaba que él sólo nos acercaba a la poesía, pues jamás podría enseñarnos nada. Su voz era fuerte e intensa, y nunca se limitaba para decir con claridad lo que pensaba. Así que la primera vez me subí al auto con miedo de hablar, con el miedo de alguien que tiene 20 años y piensa: “Mejor el silencio que decir estupideces, porque este señor sabe muchas cosas, siempre, todo el tiempo, ¿y si meto la pata? ¡qué vergüenza!”.

Pero a Guillermo le encantaba conversar, así que no había forma de no hacerlo, y me parecía un insulto hacer el trayecto en silencio luego de que yo le “gorreaba” todos los viernes el raite. Yo lo veía aferrarse al volante de esa forma particular que tenía, con ambas manos, con fuerza, con el cuerpo echado para adelante, con la mirada siempre atenta a los espejos laterales, como si el resto de autos fuesen enemigos (Guillermo solía estar y pensar en muchas cosas a un tiempo, así que era un tanto riesgoso al volante. Aún recuerdo aquella vez que lo acompañé al DF y en una esquina se dio vuelta en sentido contrario en uno de los ejes principales, justo en el momento que se ponía el verde y veíamos como los demás autos, en efecto enemigos, se acercaban peligrosamente. Por fortuna, también tenía buenos reflejos).

Volteaba a todas partes con la inquietud de su cuerpo delgado, aferrando el volante, pero de tanto en tanto haciendo revolotear las manos para enfatizar una frase, subiendo el tono de voz para criticar al último premiado del concurso poético en turno. Al comienzo yo ignoraba tantas cosas que no sabía cómo seguirle la conversación. Porque siempre preguntaba: “¿Qué opinas de esto, de aquello? ¿Qué te parece tal escritor y aquél?”. Y a esto había que sumar la vertiginosidad conque Guillermo hablaba de tantos temas a un tiempo, las bromas que hacía que parecían certezas (una vez me hizo creer que había conocido a Jim Morrison en Estambul, más tarde descubrí que Morrison jamás llegó a tal lugar), luego yo no sabía si debía reírme o ser grave (un tiempo después descubrí que cuando iba a echarte una de ésas, surgía de su ojo derecho una pequeñísima centella que fulguraba como el misterio en la travesura de un niño). Creo que fue este descubrimiento cómplice y mi honestidad para responder: “No lo conozco… no sé… No puedo opinar porque no lo he leído…”, los detalles que me ganaron su simpatía. Llego el tiempo en que esperaba cada viernes, con ansia, con urgencia, a que dieran las 10 de la noche, porque era la mejor media hora de mi semana, la media hora en que tenía a Guillermo para mí sola. Luego el semestre terminó, y pensé que no lo vería más.

Un día  de tantos se dio más o menos esta conversación. ¿Tú qué quieres escribir, qué escribes? Pues escribo poesía, pero sé que lo hago muy mal. Mmmmm, jáa. ¿Y entonces qué haces con tus poemas? Pues cuando están muy feos lo quemo. Mmmm, jáa, maestrita, haces bien, en un rato más, cuando se te pase la primavera (brillo en el ojo, porque eso en realidad significaba “cuando se te pasen las ganas de coger”), ni te acordarás de los poemas. No, no creo, de verdad quiero escribir, pero soy muy ignorante. Mmmm, jáaa, al menos lo reconoces. Y además yo no escribo poemas de amor. Mmmm, jáa, pues ¿por qué no vas un día al taller que doy? El lunes es el taller de italiano y el viernes el de poesía.

Después de aquello dejé de verlo algunos meses. Guillermo me imponía, me seguía dando miedo. Hasta que decidí ir los lunes, pues los viernes la clase del diplomado no me dejaba tiempo para ir al taller de poesía (de hecho, el diplomado y el taller me hicieron abandonar  la universidad que nunca me dio ninguna satisfacción). Llegué ese lunes con un cuaderno y un lápiz. Llegué tarde, la sesión ya había comenzado y había cerca de diez personas, en silencio, escribiendo. Me senté, Guillermo hizo apenas un ademán con la mano y luego me aventó una fotocopia encima. Yo la vi y me pasmé: estaba en italiano, y obviamente no entendía un carajo. Así que me quedé quieta. Traduce, anda. Es que… es que… no sé italiano (y me sonrojé). No te estoy preguntando qué sabes, te estoy diciendo que traduzcas. Es que no sabía que tenía que traducir y no tengo ni diccionario. Ay, que necia, y además rezongona, ¡traduce, no necesitas diccionario, aquí se viene a traducir, y si no mejor te vas! Entonces, traduje, y seguí yendo todos los lunes durante cerca de cinco años.

Cinco años en los que conocí a muchos poetas, todos italianos. Guillermo nos daba fotocopias de los poemas, de un manual de gramática y otro de verbos. Primero nos leía en italiano, luego nos ponía a traducir, así en seco, sin explicación alguna, nos daba varios minutos, y después al azar elegía a alguien. A ver tú, qué tradujiste. A ver, ahora tú. Luego de repasar el poema en cuestión entre todos, lo transcribía en un rotafolios, mientras lo repetía en italiano, y lo explicaba con detenimiento, demorándose en las partículas gramaticales complejas, aclarando un significado particular. En Italia se dice así, pero también así… aunque esta forma sólo la emplea la gente del pueblo. Se dice así de manera muy culta… Y cuando uno preguntaba: Guillermo, ¿y tú por qué enseñas italiano? ¡Para darle en la madre a la lengua del imperio! ¡El maldito inglés que es tan horrendo y que se propaga como un virus, es una maldita lengua de dominación, una gonorrea!

Año y medio después de comenzar a asistir al taller de traducción, comencé a ir al taller de poesía “Joel Piedra”, llamado así en memoria de aquel extraño poeta, que a mediados de los 1970 pertenecía al igual que Guillermo al Taller de Poesía Sintética  (Taposin) y que un día desapareció en un viaje en autobús desde San Luis Potosí hacia la Ciudad de México, sin que nadie jamás volviese a saber de él. Y si lo de traducción era difícil, no saben lo que era asistir al de poesía.

Un día otro escritor mexiquense me encontró y me dijo. ¿En qué andas? Voy al taller de Guillermo Fernández. Ah, ¿eres del taller de “los chacalitos”? En ese momento no entendí el apelativo, pero digamos que no estaba tan errado. No es que los asistentes a ese taller fuéramos intencionadamente desgarradores. No. Lo que se hacía en el Joel Piedra era una labor intensa, pero por sobre todas las cosas honesta, fuerte, concreta, concisa y argumentada. Allí nunca se le daba cabida al elogio gratuito ni a la lambisconería de la farándula literaria. Allí no podía haber amiguismos, allí cada quien era alguien que escribía y que debía tener el criterio necesario para juzgar un poema de la manera más analítica, objetiva y enriquecedora posible.

Para iniciar la sesión, Guillermo nos daba copias (también), pero en este caso era de cualquier poeta de cualquier nacionalidad. Nos pedía al azar que leyéramos. Cuando alguien leía mal, cuando tu entonación era nefasta, te quitaba la palabra. Al término de la lectura, nos pedía opinión y después de esto, nos explicaba qué era lo que habíamos leído, quién y por qué. Por qué tal o cual había escrito eso en un momento determinado. Eso era la mitad de la sesión.

La otra mitad, servía para tallerear los textos propios. ¿Quién trajo texto? A ver tú, te toca a ti. Lee. Al finalizar había unos momentos para que los demás leyeran con mayor detalle. ¿Quién empieza? Después de emitir cada quien su juicio, Guillermo daba el suyo. Y ay de aquel que entre una opinión y otra se atreviera a defender a su tullido hijo. ¡Chht, no tienes por qué explicar tu poema! Pero es que yo quería decir que… ¡Qué no! Tú no dices nada. Quien habla es el poema. Porque uno nunca va a estar junto a su texto para defenderlo. Y si tu poema necesita explicación, es porque es muy malo. ¡Sé humilde! Los poemas viven solos. ¿No los ves? Míralo, éste es como un niño asustado. Éste otro es petulantííísimo, míralo, míralo, es como una de esas señoras engreídas que no tienen nada que hacer sino venir a talleres de poesía…

Ay de aquel, que se atreviera a insultar un poema o a uno de los presentes. Ay de aquel que hiciera argumentos estúpidos. Es que no sé, tu poema no me gusta, le falta algo, es como si así, como si pues vaya no sé. ¿No sabes qué? ¿No tienes palabras? ¿Entonces cómo escribes, cómo haces tú? Hay que nombrar, siempre, esas palabras que no sirven para nada sólo estorban al poema. ¿Qué tú no tienes nombre? E tu come ti chiami? ¿Acaso no ven que las palabras tienen forma, color, textura, cadencia…? (Un poco así nace la anécdota de Enzia Verduchi: “En cambio, apreciaba un libro impreso en linotipo al que se le pudiera ‘tocar las nalguitas a las a’”.) Porque Guillermo sabía que las palabras eran como las personas, así de particularísimas y vivas.

Aún recuerdo la primera vez que llevé un poema. Rodolfo Mendieta se percató mientras leía con su lupa, pues apenas veía. Pues no sé cómo hiciste para escribir un poema sin verbos. (No me pregunten, porque yo sigo sin saber.) Al final, Guillermo concluyó: Tu poema no tiene huesos.

Y esa frase se me quedó grabada por varios días. Lorena Romero decía, “pues no te fue tan mal”. ¡No? Te parece que no! ¡Es horrible! Un ser sin huesos es lo mismo que un moco, que algo fláccido desparramado por el suelo. ¿No te parece triste que escriba yo tan mal, que mis poemas ni siquiera tengan consistencia? ¡Es horrible!

Con el tiempo, dejé de sentirme intimidada por todo lo que Guillermo sabía y compartía. Con el tiempo me gané un lugar en el taller, porque ahí el lugar no se regalaba ni se vendía (el taller siempre fue gratis), se ganaba. Con el tiempo me gané la invitación de los viernes: Vamos a casa. Y era el día más feliz de la semana, ver llegar el sol a las 6 am del sábado, porque habíamos estado bebiendo, hartándonos de cigarrillos, conversando y escuchando música toda la noche con Guillermo (y cuando estábamos en esto siempre me acordaba del Club de la Serpiente de Cortázar). Que de pronto a las seis de la mañana preparaba café, y comenzaba a levantarnos a todos. Despierten, ¡vamos al Nevado ahora mismo! (al Xinántecatl, pues) ¿Ahora Guillermo, hace mucho frío? Já, ¿no que son jóvenes? Ustedes sólo viven porque no les queda de otra. Son tan jóvenes y nada les importa. Están muertos en vida. ¡Ahora, vámonos al Nevado, ahora mismo! ¡Andiamocene! (Guillermo hacía esto cuando él ya tenía 70 años y nosotros 20.)

Con Guillermo aprendí no sólo de literatura, poesía y música. Como ya dije en alguna ocasión, aprendí la rebeldía. Guillermo fue mi padre de rebeldía, de coherencia, de dignidad. Aprendí de la vida, de la amistad. Del sarcasmo y la ironía. Aprendí a no envejecer. Aprendí de “il calcio” y la mejor manera de insultar a los diputados. Aprendí que uno tiene que hacer lo que le venga en gana, porque se está vivo, y esto único basta y debería bastar.

De igual forma en que uno se enamora y lleva a cuestas el recuerdo, y todos los  días despierta pensando en esa persona. Así me ha acompañado el recuerdo y las palabras de Guillermo durante los últimos quince años de mi vida. Él es el clavo ardiente que me aferró a la vida. Desconozco cuántos podemos decir esto, pero sé que somos muchos sus huérfanos, somos generaciones quienes quedamos marcados por su sonrisa pícara, y su sentenciosa voz.

“Me has dejado ahora más solo que nunca, en medio del silencio que derriba las puertas de esta ciudad en ruinas, huérfano de todo.” Quisiera que el Exutorio sirviese para aliviar el dolor, pero no supura.

 

 

exutorio

 

 

* * * * * *

Exutorio

 

15

 

He bajado a la calle

pensando que llamabas.

Sólo hallé sombras

y una uñita de luna

en tanto cielo menesteroso.

 

Subo nuevamente la escalera

sin saber hacia dónde,

y vuelvo a oír tus pasos

en el reflujo de la sangre

que se agolpa y me lastima

donde más dueles,

donde más faltas.

 

La esperanza

de reencontrarte no envejece.

Por las mañanas

se mira en el espejo

los años de la cara.

“Nada en ti ha cambiado”,

le digo, y me sonríe

con un poco de lágrimas.

Una respuesta para “Este exutorio que no supura
  1. FLOR CECILIA dice:

    Qué fortaleza, qué belleza. Gracias China.

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