Nunca he podido terminar un cuento, ningún relato en prosa. Hay algo en la ficción que no es poesía que me detiene; el comentario debería de ser siempre directo, nunca oculto.
Encaminados a un destino no el de nosotros: amanecimos en otra vida, de otra vida, como si el Director asignara ciertas misiones especiales, espías para descifrar alguna historia que no era nuestra. Éramos ella y yo y mirábamos todo desde arriba. Misiones especiales.
Porque habían varios proyectos inconclusos. De mayor importancia que pagar alguna renta, había que saludar al vecino como si fuera la última vez, despedirse del contador, visitar a aquel periodista que no conocía pero leía a diario, recapitular con las exnovias, seguir al tendero hasta su casa —la pregunta siempre era qué era lo que hacía en su día a día, pregonar con la bandera de su muerte a todo aquel importante que nunca la habría de notar.
Explicándome bien: mucha gente coincide en nuestra vida, gente que notamos y nos transforma por el tiempo que la frecuentamos sin nunca saber su nombre. Espiamos, pues, a los frecuentes anónimos de alguna vida, la del señor X, cuando éste ha fallecido. Esclarecemos dudas. Pintamos el retrato completo. Nadie que alguna vez pensó se nos escapa. Violentamos las vidas privadas sin que nadie sufra las consecuencias.
Porque son personas importantes, las que habitan nuestras imágenes pero nunca contactamos. Las que no facultan nuestra vida diaria pero estructuran su imaginario. Las que caminan a nuestro alrededor y reconocemos y nos reconocen pero nunca saludamos. Las accidentales que por buena acción recordaremos siempre. Las que nos han atraído.
Como espiar en las tareas inconclusas de un muerto, órdenes del Director, como visitar espacios privados por los que siempre preguntamos. Dedicamos nuestro tiempo a responder dichas preguntas de un muerto, reportar nuestros hallazgos, disipar todas las dudas que hicieron por la vida oculta de los demás una suya llena de preguntas sin respuesta. ¿Cómo se verá desnudo y cuál será su secreto oculto? ¿Qué pensará el señor Presidente, qué comerá y cómo es que se baña? ¿Cómo tendrá el culo? ¿Alguna vez es que ha llorado?
Naturalezas que se esconden bajo la nata de lo social y que nos descubren, ahí, como miembros de una misma especie. La pregunta del otro, de su intimidad, surge del actuar propio: si uno asqueroso, asquerosos somos todos. Nosotros confirmamos, tranquilizamos el horror de la intimidad una vez que ésta ya no importa. Descubrimos en todos aquellos «reconocibles» por el muerto, nunca sus amigos, la razón misma de su privacidad: todos iguales a él. Algunos no se bañan y nunca. Etcétera.
Porque nuestra labor es noble. El peso de esas dudas, preguntas sobre el otro, puede ser imperceptible pero se viene acumulando. Son toneladas para cuando el cuerpo no da y se queda si vida. Si surgieran todas de un golpe, digamos una noche, el sueño sería inalcanzable, somos nobles. Tranquilizamos vidas. El Director no es algún idiota, ningún ocioso que dedica sus días a las preguntas de la trascendencia. Sabe que todos sospechamos de la porquería, que ahí está lo importante. Cómo se vería desnudo, etcétera.
Porque hay acciones que trascienden el secreto. El secreto es un evento social, existe porque existen otros. Aquí buscamos lo intratable, todas esas pequeñas acciones que comulgan entre todos y nunca se revisan. Que pensamos de los conocidos que nunca saludamos, y de los que saludamos también. Detalles que nos ayudan a hacernos dueños de nosotros mismos. Los jardines que nunca cuidamos.
Como los de Téllez, un abogado de grandes trajes, cafés ellos, que soltaba la oficina nada más para pensar en la oficina. Su regreso a casa era físico, no mental. Pensaba en la oficina. Sorbía todavía el café de la oficina. Llamaba por teléfono, bien entrada la noche, para resolver pendientes de oficina. Seamos claros: desayunaba y comía y cenaba y se bañaba de oficina. Téllez era una oficina, convertida en hombre.
Hasta que prendía la computadora. Entonces desnudaba sus brazos y colgaba los grandes trajes. Soltaba los tirantes, especie de seguros laborales, para dejar caer los pantalones. Se tocaba. Olía su sexo con disfrute, sudados los calzoncillos, ansiaba que del olor también distinguiera su culo. Veía noticias de celebridades, visitaba algún periódico, cantaba, a veces lloraba descontrolado. Las mañanas lo visitaban con el saludo de los grandes trajes, todo volvía a ser igual. Mónica nos acompañó a ver sus días. Ella había muerto pocos antes y le quería. Téllez había resuelto bien el asunto de un divorcio.
O el caso de Andrés, un tipo que en la oscuridad parecía vivir al revés: de la fiesta dejaba a la novia para regresar a casa invadiendo el auto de radio AM, éxitos del momento (por eso mismo, temporalmente efímeros como un estornudo), en una soledad tan absoluta como irreconocible para un señor-alma-de-la-fiesta. Y nada qué hacer. Disfrutaba del sexo poco y tenía que concentrarse profundamente para lograr una erección. Su novia lo amaba. Lo visitamos con alguna tía, que de verlo habrían sido unas cinco veces.