La semana pasada una gran parte de la clase política estadounidense se unió para apoyar un proyecto que urge desde hace años: una reforma migratoria.
Obama trazó su propuesta el martes en un discurso en Las Vegas, un día antes, un grupo de ocho senadores –cuatro republicanos y cuatro demócratas– plantearon otra reforma muy parecida. Falta ver si la coalición se mantiene coherente mientras avanza el proyecto, pero la ausencia de reclamos de los republicanos más extremos, sobre todo en la Cámara de Representantes, ha sido muy notable. Todo indica que el partido en su conjunto está a favor de una reforma, cosa que da una revolución al escenario.
Los detalles aún no se han definido, pero el marco básico de una futura reforma incluye lo siguiente: una vía hacía la residencia legal y la ciudadanía para la gran mayoría de los 11 millones de indocumentados que ahora viven en Estados Unidos; un programa de trabajadores extranjeros para asegurar que las necesidades del mercado laboral se cumplan; un programa de verificación obligatoria, para que las empresas sepan que sus empleados tienen el derecho de trabajar; y un incremento en los esfuerzos para frenar el tráfico de indocumentados en la frontera.
El último punto es lamentable. Durante siglos, se ha demostrado de sobra que un control absoluto sobre la frontera no es viable. La distancia es demasiado larga, el terreno es demasiado duro, los huecos son inevitables. Además, casi la mitad de los indocumentados llegan legalmente como turistas, así que un muro electrizado de 100 metros de altura, de Tijuana a Matamoros, no detendría una gran parte del flujo migratorio. Redoblar los intentos a controlar lo incontrolable es una receta para frustración y desperdicio. Peor aún, la propuesta del Senado dice que no habría residencia ni ciudadanía para los indocumentados hasta que se logre un mayor control en la frontera, cosa que no es posible, por lo menos no en el sentido aplicado.
Sin embargo, después de años sin progreso legislativo en este tema, la aprobación de una reforma defectuosa contaría como un gran logro. Con esta sola excepción (y creo que finalmente se tendrá que matizar el control de la frontera como punto de partida), ahora tenemos las dos corrientes políticas en la misma sintonía en cuanto a la inmigración, y por lo tanto, el alcance de lo posible ya es muchísimo más.
El cambio que facilitó todo lo anterior viene de los republicanos. Desde la última reforma en 1986, pese a los esfuerzos de algunos líderes de la derecha, como George W. Bush y John McCain, la base electoral del partido se ha vuelto cada vez más hostil hacia los inmigrantes. Esta oposición al nivel más básico donde nació los Minuteman y donde opera el famoso Sheriff Joe, siempre ha sido suficiente para superar los intentos lanzados desde arriba.
Ya no. Una de las pocas lecciones que tomó el partido republicano de su derrota en noviembre es que no pueden competir por la presidencia mientras los latinos votan cada vez más por el partido contrario. Apenas 27% de los votantes latinos optaron por Romney, comparado con 31% que preferían a McCain en 2008, y 44% que votaron por Bush en 2004. Ya que los latinos forman el sector de la población de mayor crecimiento, tales estadísticas representan una catástrofe electoral.
En pocas palabras, el pragmatismo electoral de los republicanos dejará a los antiinmigrantes políticamente marginalizado por el futuro previsible, por lo menos a nivel nacional. Por lo mismo, la reforma es una vuelta hacia las mejores tradiciones del país, de dar la bienvenida a todos los que quieran trabajar y aportar a la sociedad. Económicamente, es una decisión facilísima. La reforma agregará competitividad a la economía, aumentará la recaudación, y liberará recursos gubernamentales. El gran miedo es que la llegada de cientos de miles de migrantes, muchos de ellos de países pobres, podría frenar el crecimiento de los salarios, sobre todo entre los ciudadanos más pobres. No obstante, como afirmó David Brooks el viernes pasado, un buen número de las investigaciones relevantes llegan a la conclusión de que la inmigración ha tenido un impacto escaso, o hasta positivo, sobre las ganancias de los estadounidenses. En fin, todos ganamos.
Es una lástima que su actitud hacia los hispanos es la única parte de su agenda tradicional que los republicanos han querido volver a evaluar después de la derrota de noviembre; siguen aferrados a sus posiciones extremas sobre el cambio climático, los impuestos, y la venta de armas. Pero en al menos un tema muy importante, ellos han moderado sus creencias, y la consecuencia de su nueva moderación puede facilitar la vida de millones.