Hace poco más de 10 años, una fuerza de 200,000 tropas de Estados Unidos y sus aliados invadieron Iraq. En un mes, la capital iraquí estaba en las manos de los invasores y el gobierno de Saddam Hussein efectivamente había desaparecido.
Así arrancó uno de los errores más graves de la historia de la Unión Americana. El primer acto fue todo un triunfo en términos militares pero mientras se festejaba la caída de un dictador desalmado, se sentaban las bases de un catástrofe. Finalmente, no fue la victoria principal sino lo que vino después, lo que sería el legado de la invasión: insurgencia, inestabilidad, escuadrones de muerte, terrorismo, y una fuga de la clase media del país.
Por lo mismo, la invasión se recuerda como un desastre en muchos sentidos distintos. Fue un desastre legal porque no tenía el respaldo de la ONU e ignoró las convenciones sobre la guerra preventiva. Fue un desastre económico, analistas de Brown University calculan que la guerra le costó al país más de $2 billones de dólares, cifra que podría alcanzar los 6 billones en próximas décadas, es decir, el equivalente al PIB de Japón o, si prefiere usted, cinco veces más que el PIB de México. Fue un desastre moral, ya que los argumentos de la administración de Bush se basaron en gran medida en mentiras y predicciones idiotas. Peor aún, los que se opusieron fueron pintados como débiles y hasta traicioneros. Un debate honesto y abierto nunca fue posible. Y eso, sin tomar en cuenta las más de 100 mil muertes iraquíes, otro grave indicador del costo moral.
Y fue un error estratégico. La guerra dio un duro golpe de inestabilidad a la región y mandó a países como Irán y Corea del Norte el mensaje de que había que conseguir armas nucleares cuanto antes para desalentar futuras invasiones (ahora, el segundo ya tiene varias armas, y el primero va por el mismo camino). Minó la credibilidad de EE.UU. ante la comunidad mundial, cosa que complicó el entorno diplomático hasta el día de hoy. Más aún, previamente la coexistencia tensa entre Irán e Iraq limitaba el poder de ambos en la región más petrolera del mundo. Ahora, el nuevo gobierno de Iraq es más amigo de un Irán cada vez más ambicioso que de EE.UU.
Pero más allá de una larga lista de errores cometidos por el gobierno de Bush al llegar a Iraq, la invasión nos deja unas cuantas lecciones sobre la peor forma de tomar decisiones importantes.
Para empezar, fue una decisión tomada a base del miedo. Bajo la sombra de los ataques del 11 de septiembre, una gran parte del gobierno y de la población estadounidense sintió una amenaza mortal, existencial. Si los agentes de un grupo terrorista armados con tan solo navajas fueron capaces de matar a 3 mil personas, ¿qué harían los mismos con el respaldo de un Estado y una bomba nuclear? Con el paso del tiempo, los miedos fueron revelados como exagerados y hasta ridículos, aunque sí eran reales en aquel momento. Esto llevó al gobierno de Bush a buscar enemigos que aniquilar, que no tuvieron nada que ver con Osama bin Laden. El 11 de septiembre dejó de importar; impulsado por ese miedo, el chiste era vencer enemigos. De ahí, el trabajo mental para justificar la invasión de Iraq no fue muy complicado.
Segundo, el gobierno demostró una enorme arrogancia en iniciar el proyecto. Pensaron los bushistas que a través de la guerra sería posible convertir a Iraq en un aliado fiel y una democracia moderna, pese a los escasos antecedentes democráticos de Iraq y las inevitables cicatrices abiertas durante la guerra y la ocupación. Además, pensaron que gracias a su tecnología militar de alto nivel iban a poder realizar una ocupación con un número de tropas muy por debajo del nivel típico de un operativo exitoso. Era una apuesta francamente idiota, que motivó la inseguridad que surgió después. En todo caso, resulta que hay límites a lo que puede lograr el poder económico y militar y, ni todos los dólares y balas en el mundo pudieron convertir a Iraq en un país listo para la democracia.
La invasión a Iraq fue una mala idea desde el principio e iba a provocar serios problemas de continuo. Demostró que al inicio de un proyecto complicado, los detalles pesan enormemente. El gobierno empeoró la situación gravemente por su desatención a los detalles y la falta de planificación para el futuro del país que donde fueron a tumbar su líder de tres décadas. Como demuestra George Packer en su libro The Assassin’s Gate, el equipo de Bush ignoró una biblioteca de información recopilada por sus agencias, sobre las instituciones y las necesidades del país que estaban a punto de invadir. No tenían idea de qué hacer con, por ejemplo, el ejército iraquí después de derrotarlo o con los administradores aliados de Saddam Hussein que habían manejado el país por más que una generación, sin importar que éstos fueran asuntos claves. Efectivamente, pensaron que mostrar determinación en una causa noble—noble según ellos, por lo menos—sería suficiente. Pero no lo fue. La invasión y la transición posterior serían dificiles pero al descuidar los detalles, Bush y su equipo perdieron la oportunidad de minimizar el trauma y dieron al país un empujón hacia el caos.
Las comparaciones entre la inseguridad en México y la guerra en Iraq salían con frecuencia durante el sexenio de Calderón y, en su mayoría eran muy injustas. La decisión de Calderón fue hacer un mayor uso de las fuerzas armadas dentro de su territorio para enfrentar un mal que estaba en plena operación y que sí amenazaba la seguridad pública. La decisión de Bush fue invadir a otro país soberano, a medio mundo de distancia, que no representaba una amenaza inminente. Es como comparar una pelea de barrio con un tiroteo de metralletas.
Sin embargo, los errores de Bush—la toma de decisiones basadas en el miedo, la arrogancia, el simplismo analítico y el descuido de los detalles—se repitieron bajo el gobierno de Calderón y México está sufriendo por ello. De nuevo, una tragedia.