Este texto nos obsequia un recorrido por la obra del autor estadounidense más renombrado de los últimos lustros, y su visita a la más reciente edición de la FIL Guadalajara.
El escritor estadounidense Jonathan Franzen visitó México en noviembre pasado para participar en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. El autor de Las correcciones y Libertad —su libro más leído— tuvo un viaje fugaz pero, a su vez, la oportunidad de acercarse a algunos de sus lectores, darles la mano y discutir con ellos acerca de esos “personajes tridimensionales” —dice él— que habitan en sus novelas. Son seres de ideas claras, principios, convicciones firmes a veces, a quienes la vida va golpeando poco a poco, irreversiblemente como con cincel, para convertirlos en otros, dubitativos, a veces perdidos, obsesionados con algo que les acaba de suceder, un encuentro, una muerte… humanos, más humanos y aferrados a una vida que no hace concesiones, que a menudo les vence, les deja vivos pero los destruye.
Franzen se muestra cálido, cercano, generoso y conversador en los eventos del programa de la feria. “Muchas gracias por haber venido a esta conferencia de prensa [la única que dio]. Mi preferencia como ser humano habría sido hablar con ustedes de manera individual pero mis límites como ser humano me lo impiden”. Estoy sorprendido con Franzen (Western Springs, Illinois, 1959), una de la mejores noticias de la feria, que le ha invitado para inaugurar el Salón Literario por el que han pasado en años anteriores Hertha Müller, Mario Vargas Llosa, Tony Morrison y Nadine Gordimer, entre otros.
Los organizadores de la feria no están del todo contentos. La prensa tampoco porque la agenda de Franzen tiene pocos huecos para entrevistas. Sin embargo, la única rueda de prensa que concede supera las expectativas. El autor tira de buen humor (“Tenemos a Nicole Kidman en la cabina”, y pide un aplauso para su intérprete), bromea con su pobre español pero contesta una por una las preguntas que le plantea la prensa. Casi una hora de bombardeo y se le ve cómodo, sin aversiones. Un gesto llama poderosamente mi atención: después de cada pregunta, una pausa. Se para, piensa un momento qué quiere decir, mira al techo y sonríe… Es Jonathan Franzen, un escritor realista.
La libertad
Viste de negro, chaqueta gris, no lleva corbata. Parece un poco distraído, como si no le gustara demasiado hablar de sí mismo en público. En Guadalajara no hay concesiones. Estar en el epicentro de la cultura en español es un privilegio inusual para los grandes escritores estadounidenses, y Franzen lo es.
Posiblemente el lugar idóneo para este escritor, que rompió con esquemas como el “ellos o nosotros”, “estás conmigo o contra mí”, en boga desde el 11-S, sea algún lugar a campo abierto cercano a su casa de Santa Cruz (California), donde vive gran parte del año. Allí desaparece por momentos el hombre de letras y surge el curioso, el apasionado lector, el amante de la naturaleza y el explorador del alma de los seres humanos. Curioso.
“Soy un observador de aves”, explica en una comparecencia que debería versar sobre literatura pero en la que pronto se cuelan preguntas más personales que tienen que ver con los gorriones, los oriólidos y demás especies de aves.
Antes de llegar a la comparecencia ha estado mirando desde el vigésimo piso del hotel donde se aloja en Guadalajara, una ciudad que parece orgullosa de cargarse cada año con más y más tráfico y cemento. Franzen vio un pájaro color bermellón desde la ventana y explica su singularidad. Suena como que conoce mucho más que su nombre científico y explica a los presentes cuán privilegiados son por tener más a mano que él al pájaro carpintero imperial (Campephilus imperialis), en la reserva natural de Manatlán.
En algún momento comienzan a caer preguntas y debe aparcar su pasión. Se remonta a 2010, el año en que publicó Libertad, y se convirtió en una referencia imprescindible en el mundo de la literatura estadounidense de comienzos del siglo XXI.
“Creo que sería justo decir que escribo acerca de quien sueño, escribo sobre los objetos psicológicos primarios que tengo en mi cabeza: mi madre, mi padre, mi mujer de hace mucho tiempo, de unas cuantas personas, un par de amigos, que son quienes siguen apareciendo en mis sueños año tras año. De ahí viene la mitad de los personajes, la otra mitad de tres, cuatro o cinco personalidades”, cuenta Franzen.
En los ochenta empezó a escribir. Vivió en Alemania y coqueteó con el mundo de las ciencias pero decidió que quería dedicarse a la literatura tras haber probado algo del mundo del periodismo. Su primer impulso fue tomar como referencia a los posmodernos, Thomas Pynchon, Don DeLillo y otros, pero no quedó satisfecho. Siguió explorando, experimentando y quedó fascinado por la obra de Edith Wharton, cargada de un “cuidadoso realismo psicológico”.
Franzen explica que la literatura que le interesa es aquella que “quita lo que recubre nuestras vidas superficiales y escarba en la materia caliente que hay debajo”. “Me siento como un automóvil que tiene once ruedas, con más personalidades de las que necesito, y algunas de ellas se ponen en el camino de las otras. Por eso desperdicio mucho tiempo tratando de aclarar las demandas de las distintas dimensiones de mí mismo, y creo que a todos nos pasa eso”, cuenta.
Sus protagonistas, los Lambert, los Berglund, son complejos y están llenos de recovecos. Eligen, yerran, buscan redimirse y reconstruirse, fracasan. Callan, se levantan. Nadie es capaz de entender su dolor, ni siquiera ellos mismos. Están completos.
Libertad tiene mucho de eso. Es la historia poliédrica, caleidoscópica dicen algunos, de una familia aparentemente disfuncional de Minnesota cargada de personajes contradictorios. Todos quieren ser mejores pero lo intentan por caminos divergentes, centrífugos. Cuanto más cerca están unos de otros, menos se entienden. Huyen por voluntad propia o son empujados a escapar pero siempre llegan a un punto de quiebre donde deciden ser libres, miran atrás, regresan sobre sus pasos, se miran a los ojos y se sinceran.
El escritor está satisfecho con esa obra, es consciente de que le hizo llegar a una audiencia mayor, global, millones de lectores han entendido mejor con los Berglund las tensiones que se vivieron en la sociedad estadounidense después de los trágicos atentados del 11 de septiembre de 2001.
“Lo que me encanta de las novelas es que no te dicen cuál es el sentido, construyen un mundo, una historia, en el que el sentido es posible. Siempre y cuando estés en ese mundo las cosas tienen sentido”, explica Franzen. Demócrata abierto y confeso, no cree que sus opciones políticas condicionen su literatura ni que la use para ganar adeptos a la causa de determinado mandatario (Barack Obama, en su caso) ni para crear animadversiones contra los Bush. Tiene otras metas: “Yo no trato de escribir sobre el estilo de vida contemporáneo. No es por eso por lo que escribo”, sostiene.
Quizá lo que ha buscado todos estos años es su propio espacio de libertad, un mundo en el que él mismo pueda adueñarse y pelear contra sus propias dudas, sinsentidos, ansias, contradicciones a la vez que combatir lo que describe como “una lógica que está en proceso y que es antihumana”. No busca necesariamente contribuir a un mundo mejor, en abstracto, pero sí confía en la literatura como uno de los caminos de cada persona, de cada lector, hacia eso.
“Mi pequeña meta es escribir para la gente que necesita tener libros en sus vidas. Es justo decir que no me importan los demás pero sí los lectores en todas partes. Yo mismo soy un lector y quiero buenas cosas que leer. El lector al que yo tengo en mente es alguien que no encaja bien en todas partes, […] que no está satisfecho con las políticas y las narrativas sencillas, y a quien no le gusta la idea de ‘nosotros somos los buenos y ellos los malos’”, sostiene.
Está convencido de que un novelista convive con muchas situaciones que le gustaría que fueran diferentes, que no comulga necesariamente con la lógica efímera y poderosa de las nuevas tecnologías que han invadido todos los discursos y parecen ser lo más importante que hay en nuestras vidas, más incluso que la cultura: “Ahora más que nunca la novela es algo para un grupo relativamente pequeño. Sigue siendo una gran cantidad de personas […], decenas de millones de personas en el mundo”.
Por eso ambiciona que la novela provea “una alternativa al ruidoso mundo de la tecnología”, que se ha convertido en algo masivo e “intensamente adictivo”, algo de lo que algunas personas, con todo y la fascinación que puedan sentir por las redes sociales, la información instantánea, la comunicación mediada, preferirían no depender tanto.
“Creo que todo empezó con la novela, que se adueñó de la cultura durante más de doscientos años y luego apareció la tecnología y graciosamente dijo ‘quédate con una parte de esto’, pero básicamente sigue siendo una empresa novelística”, advierte.
Recurre al ejemplo del 11-S y de cómo aquel suceso impactó no nada más en la política de su país, con el sinsentido de la “guerra contra el terrorismo” y la invasión de Irak apelando a la justicia universal sobre todas las cosas, para explicar que también cambió en buena medida la forma en que las familias estadounidenses se relacionaban: “Surgió esta preocupación por estar constantemente en contacto: ‘Dile a tu madre que la amas’, ella te va a decir que te ama también”, explica.
La escritura de ficción parece el antídoto perfecto al mundo contemporáneo dominado por la tecnología y el consumismo, dos de sus preocupaciones recurrentes: “Siempre tomo partido por los libros y por la cultura que viene de los libros. Hablamos de una cultura de concentración sostenida, de un silencio relativo al grado que permite darse cuenta no solo de la propia vida sino de cómo en los últimos años el ‘sabor’ de la vida, del mundo, ha cambiado radicalmente”, añade.
Precisamente de la hiperconectividad en los nuevos medios y redes sociales cree que hay una lógica de incomunicación que se aleja cada vez más de lo humano, un ámbito diferente de relación con el otro que ha perdido a las personas y ante los cuales las letras y la literatura son un dique, una alternativa cuyo paradigma es “la construcción de sentido”.
“Y la explosión de nuestras capacidades tecnológicas ha sido tan enorme en las últimas décadas que no son susceptibles del viejo proceso de crear sentido. Es antihumano, antihumanístico. Y eso va acompañado por esta retórica de progreso”, lamenta Franzen.
Retratos de familia
Su parada en México le permite hablar de uno de esos países que le preocupan. Cree que la violencia que en los últimos años se desató en el país es un problema “que aparentemente no tiene solución”. Le inquieta y la observa atento. La ve como una subversión de un orden preexistente que tiene desconcertada a la gente. Deplora que nada más se vincule la problemática a las drogas cuando lo criminal es “todo tipo de tráfico ilegal”, armas y personas, dos de los caballos de batalla del presidente Obama, el hombre que convierte a Franzen en una persona esperanzada por su segundo mandato.
Las simpatías demócratas de Franzen son inocultables. Concordaba a partir de ellas con Carlos Fuentes, a quien conoció a comienzos de 2012 en el Hay Festival de Cartagena de Indias. A Fuentes le gustaba de Franzen cómo rompía “con los moldes y restricciones de la novela americana”. Comieron juntos, hablaron posiblemente de México y de Estados Unidos, esa relación tan compleja como la de muchos de los personajes de Franzen.
El estadounidense evita hablar de sus referencias literarias, de quienes admira. Se considera heredero de dos tradiciones, una propia de su país que pasa por Mark Twain, Ernest Hemingway, Raymond Carver, Herman Melville, Henry James o Flannery O’Connor pero que él asimila a su manera. Le consideran un renovador de las letras de su país, como era su gran amigo, el también estadounidense, David Foster Wallace, ya fallecido. No obstante comparte un interés casi reverencial por la obra de la canadiense Alice Munro, a quien considera la mejor escritora viva “de Panamá hacia el norte” en el continente. Respeta y admira a escritoras como Paula Fox, Lydia Davis, Joy Williams y Lorrie Moore.
Hace unos años Carlos Fuentes publicó una deliciosa colección de relatos titulada Todas las familias felices, un vasto compendio de ficciones literarias que encerraba la idea de que las historias de familia son la base de toda la literatura. Franzen, divorciado tras catorce años de matrimonio con Valerie Cornell, comulga al parecer con esa idea: “Creo que las familias son perennemente fascinantes para los novelistas porque hablamos de cosas con las que no podemos vivir, pero tampoco sin ellas: ‘No la aguanto, no la soporto, pero la quiero’”.
La novela Movimiento fuerte (1992) es el retrato de una familia de Massachusetts. Las correcciones, de 2001, un retrato de una arquetípica del siglo pasado. A ella debe el Premio James Tait Black Memorial y ser finalista del prestigioso Pulitzer en 2002.
Su trabajo más reciente es Más afuera, una colección de ensayos que incluye uno sobre un viaje que hizo hace tres años a la isla chilena de Alejandro Selkirk, en el archipiélago Juan Fernández. Sus escritos de no ficción han sido muy celebrados por los críticos y han aparecido en la antología Best American Essays de 2002, 2004 y 2005. ~
______________
HORACIO MARTOS, periodista cultural afincado en México.