Vuelvo al asunto de la intentona prohibicionista de la pornografía en Islandia porque me parece que se halla en el epicentro de la deliberación de los derechos en las sociedades “civilizadas” del nuevo siglo: como retorno al puritanismo protestante en territorios que habían sido avanzada de la tolerancia, echa por la borda cualquier ilusión sobre el Fin de la historia.
Existen regresiones: los niños son criaturas transparentes cuya pureza hay que proteger. ¿Es cierta esta premisa? Porque si no lo es, toda la construcción resultante se viene abajo. Y justo contra esta base, se alza la nueva película de Thomas Vinterberg.
Vinterberg no ha vuelto en sus trabajos al Dogma del 95, se encuentra lejos de esconder su autoría en este filme e incursiona en cambios geográficos que rompen con el aquí y con el ahora; además de que su ambientación y la belleza de los colores hacen de La caza una obra muy bien cuidada que no parece para nada grabada cámara al hombro. Y aunque la temática la acerca a Festen, lo hace desde el lado contrario del asunto: la sexualidad no se encuentra fuera ni irrumpe de manera agresiva en la pureza infantil, sino que se halla desde siempre al interior de la cabeza de los niños, pequeñuelos perversos polimorfos.
Lucas, un maestro de kínder, lleva a la pequeña Clara hasta su casa; ella siempre se pierde concentrada en no pisar las líneas de la calle, incapaz de ver por dónde va. Clara es una niña fantasiosa y solitaria; su único hermano es un adolescente mucho mayor que ella, al que una tarde escucha hablar acerca del pene y uno de los amigos de este le muestra una imagen explicándole que se trata de un pito firme y levantado. Nada a lo que un niño con un hermano adolescente no tenga acceso.
Clara se siente sola y atemorizada por el mundo ajeno del que los adultos forman parte y se enamora de su maestro Lucas, quien además es el mejor amigo de su papá. Jugando con él le planta en la boca un beso un día en el kínder, le hace una carta y le regala un corazón. Lucas le pide que esos regalos mejor se los de a alguno de sus compañeros, y rompa así con su anhelo infantil de completud: los besos en la boca son sólo para los papás.
Y esa tarde Clara se queda sola en el kínder pues su madre se ha tardado en llegar. ¿Qué haces en la obscuridad Clara? ¿Por qué no juegas con alguno de tus compañeros? No juego, porque los niños tienen pene. La directora ríe y dice que aquello no puede estar del todo mal. Sí lo está, porque el de Lucas está firme y levantado.
Esta frase activa las alarmas y finalmente al aparato judicial, los padres hacen miles de preguntas a sus pequeñuelos suscitando tantas fantasías y miedos que los niños terminan por hablar del sótano color de rosa de la casa de Lucas y de su pene firme y levantado. En vez de amar a su maestro ahora todos lo odian y la civilizada sociedad danesa se transforma en un Salem medieval. Una verdadera cacería. Si la policía suelta a Lucas, lo hace como resultado de la inspección de su vivienda: no existe ningún sótano pintado de rosa ni nada que se le parezca.
Una de las conclusiones de esta película es que los niños desean, poseen una sexualidad aún sea infantil y saben mentir en función de sus fantasías. Nada que no supiera Freud desde hace un siglo. Pero la producción de Vinterberg es aún más compleja que esto; si los adultos no pueden ver a los niños como son, es porque están demasiado preocupados por salvar una pureza que parece estar ausente en cualquier otro sitio. “En el mundo hay demasiado mal, pero si estamos unidos lo venceremos”, dice su padre a Clara, después de que esta le confiesa que Lucas no ha hecho nada, y que ella dijo una tontería.
En fin, se trata de una estupenda película cuyo contenido desdice una de las hipótesis de las autoridades islandesas y se dirige contra el nuevo puritanismo nórdico. Se trata, en todo caso, de voces que debemos escuchar antes de tomar una postura respecto a la temible prohibición islandesa.